Inseguridad colectiva

Una de las novedades del nuevo orden internacional que se refleja en la crisis de Ucrania es la opacidad del protagonismo de los actores principales. Los soldados uniformados que transitaban por Crimea no llevaban distintivo alguno aunque se sabía que actuaban por indicaciones del Kremlin, que, a su vez, ha desplegado grandes contingentes de fuerzas a lo largo de la frontera con Ucrania. Los mismos uniformes anónimos, encapuchados en muchos casos, asaltan instituciones en la región de Donetsk y propician un referéndum que habría que celebrarse en pocos días para proclamar la anexión a Rusia de varias provincias orientales de Ucrania.

La OTAN, por su parte, mueve sus piezas militares en Polonia, los países bálticos y otros países que hasta hace bien poco formaban parte del Pacto de Varsovia y ahora se encuentran bajo el paraguas de seguridad de la Alianza Atlántica.

La crisis de Ucrania ha llegado en un momento en el que el orden internacional no está definido porque Rusia había quedado marginada y humillada al desintegrarse su imperio, que fue destruido desde dentro por la seducción de las libertades y progreso del mundo occidental. Pero la derrota del sistema soviético no ha sido acompañada por una hegemonía clara de Estados Unidos, que, como dijo Madeleine Albright, ya no son la potencia imprescindible.

Todos los ciclos históricos en las relaciones internacionales empiezan después de una guerra de alcance internacional. Las guerras napoleónicas que terminaron con la derrota de Waterloo produjeron la Santa Alianza entre Rusia, Inglaterra y Francia, cuyos parámetros se formularon en el Congreso de Viena. El concepto de equilibrio de fuerzas y de alianzas militares mantuvo vivos los imperios hasta la explosión de la Gran Guerra en 1914, ahora hace cien años.

Aquella primera guerra civil europea que se saldó con más de diez millones de muertos en las trincheras aportó también un nuevo orden internacional que se selló en el tratado de Versalles con los nuevos conceptos de autodeterminación que debían basar su estabilidad en la seguridad colectiva y en una diplomacia abierta y acuerdos transparentes. Fue la primera gran aportación de Estados Unidos en la esfera internacional, a pesar de que el impulsor principal, el presidente Woodrow Wilson, no pudo ver aprobados en el Congreso de Washington los catorce puntos del tratado de Versalles.

La seguridad colectiva no resistió el auge del nazismo en una Alemania herida por las pesadas cargas de reparaciones de guerra y por el triunfo de la revolución de octubre de 1917 en Petrogrado. El nuevo orden internacional que se selló en Yalta y Potsdam en la práctica resultó ser un reparto de las influencias ideológicas y políticas en el mundo que se mantuvo a lo largo de toda la guerra fría, que acabó con el hundimiento de la Unión Soviética y con lo que parecía el triunfo definitivo e incuestionable de las democracias liberales encabezadas por Estados Unidos. Durante más de dos generaciones se vivió bajo el temible lema de la destrucción mutua asegurada, en el sentido de que si una de las dos potencias utilizaba total o parcialmente sus arsenales nucleares la otra podría hacer lo mismo, con lo que se conseguiría la completa aniquilación de todos. La crisis de los misiles de Cuba de 1962 puso a prueba esta doctrina hasta el punto de que tanto Kennedy como Jruschov cedieron en sus planteamientos para no causar una hecatombe global. Y así se llegó a la complacencia triunfalista de Estados Unidos que se vio nuevamente truncada por los atentados del 11 de septiembre del 2001. Un nuevo enemigo, invisible e ilocalizable, aparecía en el imaginario occidental. Se declararon dos guerras, la de Afganistán y la de Iraq, las dos perdidas por Occidente, y se entró en un periodo de cansancio y gradual retirada militar de Estados Unidos desde el primer mandato de Barack Obama.

La política mundial pasaba de ser atlántica a tener al Pacífico como eje principal. China va a alcanzar a Estados Unidos como primera potencia mundial. Europa tiene una gran fuerza comercial, económica y política pero carece de los efectivos militares y la voluntad colectiva para hacer frente a las intenciones de Vladímir Putin de modificar fronteras con tropas y armas suministradas y dirigidas desde Moscú.

Lo que está ocurriendo en Europa oriental es la vulneración del derecho internacional. Cierto. Pero quizás Estados Unidos y Europa no debían haber extendido los límites de la OTAN hasta aquellos territorios que los rusos consideran todavía como propios. Fue un error político que ahora puede desencadenar un grave conflicto mundial.

Asistimos a una creciente e imparable globalización y, a la vez, a una reivindicación de viejos territorios que se resisten a fundirse en un magma internacional que no responde a criterios culturales o jurídicos sino a leyes basadas exclusivamente en el mercado o en la fuerza.

Lluís Foix, periodista.

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