Insidias, calumnias... y complicidad

Dos años después de que le concedieran el premio Nobel de Literatura, Heinrich Böll publicó Die verlorene Ehre der Katharina Blum (El honor perdido de Katharina Blum), una novela-documento basada en un hecho real, y donde a través de diversos testimonios contemplamos cómo la prensa sensacionalista es capaz de destrozar la vida de una persona y convertirla en una asesina. Confieso que su lectura me impresionó, no tanto por deformación profesional cuanto por la manera atrayente y didáctica de exponer las consecuencias fatales de la insidia. Creo que luego se hizo una película que no tuve oportunidad de contemplar, pero recuerdo otra película, dirigida por el gran William Wyller, que reunió en el papel de protagonistas a dos mujeres fascinantes, Audrey Hepburn y Shirley MacLaine. Está basada en una obra de teatro titulada The Children`s Hour, cuyo autor lamento no recordar, y aquí se tradujo como «La calumnia». Las dos protagonistas son amigas desde la universidad, han fundado una escuela para niñas y les va muy bien hasta que un día una alumna, rencorosa por un castigo que le han impuesto, comienza a difundir una confusa conversación, que se introduce poco a poco en el entorno social, hasta formar una calumnia terrible y demoledora.

En nuestra sociedad tenemos profundamente arraigado que los niños siempre dicen la verdad, pero los niños también son capaces de mentir y, peor aún: una vez que comprueban los efectos devastadores de su mentira, sienten miedo de retractarse y se reafirman en ella como si esa firmeza fuera la valla protectora que les evitara ser castigados por su falsedad.

Heinrich Böll fue reclutado para el ejército alemán, y conoció muy bien la Alemania acobardada que contribuyó a que Hitler alcanzara el poder. Años más tarde, se daría cuenta de que la afición a la insidia también se podía manifestar en una sociedad próspera y acomodada.

Algunas veces me pregunto por qué la insidia y la calumnia son tan abundantes en nuestros medios de comunicación y, sobre todo, por qué encuentra tantos cómplices entusiastas, dispuestos, no ya a repetir la falacia, sino a añadirle nuevos detalles que la hagan más atractiva y verosímil. Hay dos refranes bárbaros y terribles que nos indican que esto no es nuevo: «piensa mal y acertarás», y este otro que viene a ser la bomba de neutrones contra el honor: «cuando el río suena, agua lleva». Es muy probable que en la España de hoy se haya olvidado el uso de refranes, pero en las actitudes y en los comportamientos se puede comprobar que tienen una vigencia avasalladora. Tanto es así que la presunción de inocencia, algo tan fundamental para el estado de Derecho y para garantizar una sociedad agradable, ha desaparecido. Y, en este rodamiento hacia la degradación, al esfumarse la presunción de inocencia, no es que nos haya dejado huérfanos de esa equidad, sino que se han invertido los papeles y, ante la insidia y la calumnia, es el calumniado quien tiene que arrostrar la ingente tarea de demostrar su inocencia.

Sabemos que hay gente tan rica que solo tiene dinero, y existen bastantes ciudadanos que son tan cabales que solo disponen de su honradez. Y si es complicado, largo y difícil, arruinar a un millonario, talar la buena fama de un honesto es cosa de dos reportajes y un telediario. Porque tras el regocijo con el que se recoge la sospecha, convertida en certeza por un amplio club amante de la carroña, de nada servirá que la pobre víctima muestre su defensa, y se esfuerce por sacudirse el entuerto del que ha sido víctima: la soberbia de buena parte del periodismo impedirá la rectificación, y los que se sientan en el circo para disfrutar viendo cómo el león se come al cristiano dejarán de interesarse por el espectáculo si el cristiano se salva, e incluso comentarán que han comprado al león.

Comprendo hasta cierto punto la falta de misericordia que se proyecta sobre la clase política, porque ese hábito de contemplar con cariño al corrupto propio y con ferocidad al de enfrente les ha perjudicado a todos, pero esa misma actitud se extiende a todos los gremios y actividades, y ahí aparece otro elemento antiguo y nada señorial: el rencor social, esa envidia hacia el que ha alcanzado cierto prestigio en la actividad artística o económica, y al que odiamos desde nuestra frustración o nuestro fracaso. Y es esta España miedosa, acobardada, cómplice de la calumnia, la que me asusta; es este consumo de la insidia con delectación, es el envilecimiento del periodismo haciéndose eco de estafas que nunca lo fueron y de delitos que no se cometieron jamás; es este éxito de audiencias ante espacios que van de la injuria a los malos modos y del ultraje a la grosería el que me apabulla y me previene de que, con este bagaje moral, es muy difícil que salgamos de la crisis, no de la económica, sino de la crisis ética, de este derrumbamiento de aquellas virtudes que a mí me enseñaron en mi casa y en la escuela. Al concluir la guerra, Heinrich Böll fue internado en campos de prisioneros. Cuando es puesto en libertad regresa a Alemania. Tiene 28 años y, con su mujer, se dedica a reconstruir su casa destrozada por los bombardeos. Cuatro años después publica su primer libro. Al vivirla en sus propias carnes, siente un fundado rechazo sobre la extrema derecha, pero también por las injusticias que se asientan en las sociedades democráticas, como si el apellido democrático fuera un certificado de calidad. De ahí esa llamada sobre el honor perdido de Katharina Blum, porque cualquiera podemos ser Katharina, y sufrir la pesada carga de la insidia que puede llegar a ser insoportable. De ahí esa obligación de cualquiera de nosotros, no de abatir a la calumnia, que es tarea poco menos que imposible, sino de evitar ser cómplices de la insidia, de no ser compañeros de viaje de este emponzoñamiento que atenaza la España de hoy y, en la medida de lo posible, reprobar esta bajeza, esta ignominia que nos lleva a una sociedad indecente, que la gran mayoría no nos merecemos.

Luis del Val, periodista.

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