Insoportable levedad de la vulgaridad

Hace un par de meses, Donald Trump fue comparado, de manera poco agradable, con un hombre que defeca ruidosamente en la esquina de una sala en la que tiene lugar una recepción... ¿Hay algún candidato republicano a la Presidencia de EEUU mejor? Probablemente todos recordamos la escena de El fantasma de la libertad, de Buñuel, en la que varios comensales se sientan en sus inodoros alrededor de la mesa, en una grata conversación, y, cuando quieren comer, preguntan discretamente al ama de llaves «¿dónde está ese lugar, ya sabe usted?», y se escabullen sigilosamente a una pequeña habitación en la parte de atrás.

¿No han sido los debates entre los candidatos republicanos, por estirar la metáfora, como esa reunión de la película de Buñuel? ¿Y acaso no puede predicarse esto mismo de muchos dirigentes políticos de todo el mundo? ¿Es que no estaba Erdogan defecando en público cuando, en un reciente arrebato paranoico, descalificó por «traidores» y «agentes extranjeros» a los críticos de su política sobre los kurdos? ¿Es que no estaba Putin defecando en público cuando amenazó con la castración médica a un crítico de su política sobre Chechenia? ¿Es que no estaba Sarkozy defecando en público cuando, allá por el 2008, le espetó a un agricultor que se negó a estrechar su mano «¡piérdete, maldito imbécil!».

Y la lista continúa. En un discurso ante el Congreso Mundial Sionista celebrado en Jerusalén en 2015, el primer ministro Netanyahu dio a entender que Hitler sólo había pretendido expulsar a los judíos de Alemania, no exterminarlos, y que, más bien, había sido el palestino Haj Amin Al Husseini, el Gran Muftí de Jerusalén, quien, de algún modo, convenció a Hitler de que, en vez de eso, los matara. Inmediatamente, muchos de los investigadores del Holocausto pusieron de relieve que la conversación entre Al Husseini y Hitler no puede verificarse y que los asesinatos masivos de judíos europeos a manos de los matarifes de las SS ya estaban en marcha con carácter generalizado cuando los dos hombres se encontraron. Declaraciones como las de Netanyahu son una clara señal de la degradación de la esfera pública. Acusaciones e ideas que hasta ahora estaban confinadas al inframundo de la obscenidad racista están ganando presencia en el discurso oficial.

Estamos ante el problema de lo que Hegel llamó sittlichkeit [moralidad]: las costumbres, el denso sustrato de normas no escritas de la vida social, la sustancia ética maciza e impenetrable que nos dice lo que podemos y lo que no podemos hacer. Estas reglas se están desintegrando: lo que hace un par de décadas era simplemente impronunciable en un debate público se puede expresar ahora con impunidad. Puede parecer que esta desintegración se contrarresta con la expansión de la corrección política, que prescribe exactamente lo que no puede decirse; sin embargo, una observación más atenta deja inmediatamente claro que las normas de lo políticamente correcto participan de ese mismo proceso de desintegración de la sustancia ética.

Para probarlo, basta recordar el punto muerto de la corrección política: la necesidad de ésta surge cuando las costumbres no escritas ya no son capaces de regular eficazmente las interacciones cotidianas; en lugar de hábitos espontáneos practicados de manera no reflexiva, aplicamos reglas explícitas (negro se transforma en afroamericano, gordo se transforma en persona con sobrepeso, tortura se convierte en técnica mejorada de interrogatorio, y, por qué no, violación podría transformarse en técnica mejorada de seducción). El punto clave está en que la tortura, esto es, la violencia brutal practicada por el Estado, se volvió públicamente aceptable en el momento mismo en que el lenguaje público se volvió políticamente correcto con el fin de proteger a las víctimas de la violencia simbólica. Estos dos fenómenos son las dos caras de una misma moneda.

Podemos apreciar un fenómeno similar en otros ámbitos de la vida pública. Cuando se anunció que en el sudoeste de EEUU iban a tener lugar de julio a septiembre de 2015 unos grandes ejercicios militares, los Jade Helm 15, hubo de inmediato sospechas de que las maniobras formaban parte de un plan federal para declarar la ley marcial en Texas, una infracción directa de la Constitución. Nos encontramos participando en una gran paranoia conspiratoria. El más disparatado de todos, el sitio web All News Pipeline, vinculó estos ejercicios al cierre de varios grandes almacenes de Walmart en Texas: «¿Se utilizarán dentro de poco estos enormes almacenes como centros de distribución de alimentos y para albergar el cuartel general de tropas invasoras de China, y a continuación para desarmar a los norteamericanos, uno a uno, antes de que Obama abandone la Casa Blanca, como prometió Michelle a los chinos?». Lo que hace que este asunto resulte inquietante es la reacción ambigua de los dirigentes republicanos de Texas: el gobernador ordenó a la Guardia Estatal que supervisara los ejercicios militares y el senador Ted Cruz exigió detalles al Pentágono.

Trump es la más pura expresión de esta tendencia a la degradación de nuestra vida pública. ¿Qué hace para robar protagonismo en los debates públicos y en las entrevistas? Ofrece una mezcla de vulgaridades políticamente incorrectas: navajazos racistas contra los inmigrantes mexicanos, sospechas sobre el lugar de nacimiento de Obama y su licenciatura universitaria, ataques de mal gusto a las mujeres, agravios a héroes de guerra como John McCain... Se supone que todas estas ocurrencias de mal gusto ponen de manifiesto que a Trump le traen sin cuidado los modales impostados y que expresan sin rodeos lo que él (y mucha gente corriente como él) piensa. En resumen, Trump deja claro que, a pesar de su inmensa riqueza, es un tipo vulgar y común, como cualquier persona corriente.

Sin embargo, estas vulgaridades no nos deberían engañar: Trump no es un peligroso antisistema. En todo caso, su programa es incluso relativamente moderado (reconoce muchos logros de los Demócratas, su postura ante los matrimonios homosexuales es ambiguo,...). La función de sus provocaciones y arranques de vulgaridad es precisamente enmascarar lo normal y corriente que es su programa. Su verdadero secreto es que si, por un milagro, ganara la Presidencia, nada cambiaría, en contraste con lo que ocurriría con una hipotética victoria de Bernie Sanders, el demócrata de izquierdas, cuya ventaja clave sobre la izquierda liberal académica, políticamente correcta, es que él entiende y respeta los problemas y los temores de los trabajadores y los agricultores comunes y corrientes. El duelo electoral realmente interesante sería entre Trump como candidato republicano y Sanders como candidato demócrata.

Ahora bien, ¿por qué hablar de buena educación y modales públicos cuando hay problemas reales mucho más apremiantes? Pues porque los modales sí que importan; en situaciones de tensión, son una cuestión de vida o muerte, una fina línea que separa la barbarie de la civilización. Hay un hecho sorprendente en torno a las últimas explosiones de vulgaridades públicas que merece ser señalado. En los años 60, algunas vulgaridades ocasionales se asociaban a la izquierda política: estudiantes revolucionarios recurrían con frecuencia a un lenguaje ordinario para subrayar su contraste con la política oficial, con su refinada jerga. En la actualidad, el lenguaje vulgar es una prerrogativa casi exclusiva de la derecha radical, por lo que la izquierda se encuentra en la posición sorprendente de defender el decoro y las buenas costumbres públicas.

Es por eso por lo que la moderada derecha republicana racional se encuentra presa del pánico: ante el ocaso de la estrella de Jeb Bush, busca desesperadamente una nueva cara, jugando incluso con la idea de movilizar a Bloomberg. En este punto, lo que hay que hacer es plantearse una cuestión más básica: el verdadero problema reside en la debilidad de la posición moderada racional en sí misma. El hecho de que la mayoría no pueda ser convencida por el discurso capitalista racional y esté mucho más inclinada a apoyar una postura populista y anti-elitista no tiene que descontarse como un caso de primitivismo de clase baja: los populistas detectan correctamente la irracionalidad de este enfoque racional; está plenamente justificado que su rabia se dirija a instituciones sin rostro que regulan sus vidas de una manera nada transparente.

Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Su última obra es Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (Akal).

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