Instituciones fallidas

Democracia constitucional significa mucho más que ganar las elecciones por mayoría precaria y gestionar apoyos coyunturales a base de concesiones. La palabra clave es confianza. De acuerdo con Locke, el gobierno legítimo actúa como un «trust» de los ciudadanos. La confianza se traduce en seguridad jurídica: reglas del juego limpias y transparentes; saber a qué atenerse; en definitiva, Estado de Derecho. Espacios objetivos y árbitros imparciales. Por tanto, instituciones y no meras ocurrencias. El poder ejecutivo tiene el deber inexcusable de respetar ese ámbito ajeno a sus competencias. Poder judicial, Ministerio Fiscal, Administraciones independientes, televisión pública, órganos consultivos, organismos reguladores, entidades y agencias que sirven al interés general desde una perspectiva suprapartidista...: la lista podría ser mucho más larga. Todos ellos deben actuar con sentido institucional, es decir, como una idea de obra o empresa que no depende de mayorías cambiantes sino de reglas con vocación de permanencia y que sólo pueden ser alteradas de común acuerdo.

Sin paradoja alguna: la verdadera democracia consiste en poner límites a la voluntad de la mayoría. Utilizar un poder transitorio y restringido para romper ese equilibrio es una forma de populismo impropia de un sistema constitucional que se respete a sí mismo. Hasta aquí, todos de acuerdo. A partir de ahora, empieza la discrepancia. ¿Qué ocurre en España?

Tal vez el problema tiene su origen en el patio del colegio. La culpa es siempre del árbitro, de la mala suerte, del «enchufe» y el favoritismo. No figura entre nuestras virtudes cívicas reconocer los errores propios, alabar los méritos de otros o respetar las decisiones imparciales. Hay excepciones, claro está, pero -por desgracia- los moderados y los ecuánimes llevan siempre las de perder. El espectáculo lamentable de la Comisión Nacional del Mercado de Valores no es un caso aislado. El Gobierno hace lo que no debe. Cuando alguien denuncia la evidencia, le exigen que se calle. Un mal diseño jurídico deja el asunto en tierra de nadie: cese imposible, dimisión traumática. La institución nunca podrá recuperar el prestigio perdido, aunque la inercia burocrática le asegura una vida larga. Convendría leer a Ulrich Beck, siempre ingenioso, cuando habla de instituciones «zombis». O, si se prefiere, aplicar a unos cuantos organismos la doctrina de los Estados fallidos. Incluso, si nos ponemos trágicos, tratarlos como a los «rogue states» y expulsarlos del ámbito reservado a la gente honorable. Dicho de otro modo: el objetivo es conservar las instituciones y eliminar las ocurrencias. Ojalá llegue ese día.

Han pasado treinta años y ya no tenemos excusa. Ni «joven» democracia, ni pretextos antifranquistas, ni partidismo a ultranza para reforzar el pluralismo político. Una sociedad madura exige instituciones serias. Es hora de rectificar en cuestiones que no pueden seguir así sin causar un grave daño a la legitimidad del sistema. Entre otras: acabar con el juego de «conservadores» y «progresistas» en los órganos jurisdiccionales o en el Consejo General del Poder Judicial; con la disciplina sin fisuras que practica el Fiscal General; con el triste espectáculo de los «afines» que hacen méritos sin pudor en tantos consejos y comisiones. Entre nosotros, una vieja mentalidad con notable arraigo social cuestiona sin matices la legitimidad del poder. Por eso, como ya sabía Montesquieu, si la democracia no practica la virtud ofrece argumentos a muchos escépticos y a unos cuantos enemigos. Me niego a suscribir la (falsa) doctrina sobre la carencia de «capital social» entre los españoles. Sin embargo, es cierto que los malos hábitos impiden denunciar al conductor que infringe las normas, al alumno que copia en el examen o al compañero de trabajo que no cumple con su deber profesional. Luego nos extraña que los partidos exijan obediencia a los amigos beneficiados por un nombramiento arbitrario.

¿Somos incapaces los españoles de actuar con sentido institucional? Hay muchas pruebas en contrario. El Rey, por supuesto, referencia universal en su calidad de árbitro y moderador. Del Rey abajo...

Tenemos, por ejemplo, un procedimiento electoral que funciona con limpieza envidiable, mucho mejor que en otros países de larga trayectoria democrática. El Consejo de Estado es un órgano consultivo que mantiene una objetividad jurídica intachable. La Administración parlamentaria cumple con estricta imparcialidad sus funciones al servicio de las Cortes Generales. El Tribunal de Cuentas hace honor a su historia y el Defensor del Pueblo ha mejorado las (escasas) expectativas que suscitó su creación. Gozan de prestigio algunos patronatos y órganos de gobierno corporativo. En cambio, caen en el descrédito las entidades dominadas por el insaciable reparto de cuotas. El secreto siempre es el mismo: selección rigurosa de los miembros, normas que protejan su independencia, reacción ante las intromisiones ilegítimas. Hay buenos motivos para dudar de las intenciones democráticas de quienes despliegan en todas partes su sectarismo particularista. No sirve invocar la desconfianza patológica de todos contra todos: «trust», insisto, es la seña de identidad de una democracia razonable. Hay demasiadas instituciones dispuestas a someterse a los dictados ministeriales, sin tomarse siquiera la molestia de guardar las apariencias.

El descrédito de la política tiene mucho que ver con la invasión de territorios ajenos a la querella partidista. No deben acceder a ciertos puestos esas gentes que siguen al pie de la letra el irónico consejo de Boris Vian: «Lo más importante en la vida es emitir juicios a priori sobre todas las cosas». Hay que examinar de verdad a los candidatos en las comisiones de nombramientos del Congreso y del Senado, más allá de cumplir el trámite legal y elogiar su «currículum». Sobre todo, las leyes deben establecer causas rigurosas de inelegibilidad, mayorías reforzadas para la designación y códigos de comportamiento jurídicamente vinculantes. Como es natural, siempre triunfará algún candidato indeseable y se verá la manera de hacer la trampa al tiempo que se hace la ley. Pero no hay que dar facilidades, utilizando para ello las únicas armas que la democracia maneja mejor que nadie: transparencia, debate y rendición de cuentas. Cada día es más necesario defender la política frente al partidismo. Las afinidades ideológicas no pueden sustituir al mérito y la capacidad para el acceso a puestos de responsabilidad que requieren la conjunción de conocimientos técnicos y sentido institucional. Digan lo que digan los falsos realistas, hay mucha gente disponible, porque la sociedad española produce buenos profesionales que rechazan el mercadeo y las servidumbres feudales.

Escribe N. Luhmann que el Estado de Bienestar está desbordado por la política. No le falta razón. Democracia es poder del pueblo en todo aquello -que es mucho- cuya determinación depende de la «doxa», esto es, de la opinión legítima pero cambiante y circunstancial. Una sociedad más sólida de lo que algunos piensan (o tal vez desean) reconoce los límites objetivos al ejercicio del poder. Prefiere políticas de Estado en el ámbito internacional, en la lucha contra el terrorismo o en el modelo territorial. Respeta a los organismos que lo merecen y desprecia a los serviles que cubren bajo el manto prestigioso del Derecho la voluntad arbitraria de su jefe. Aquí y ahora: contempla con estupor el espectáculo que ofrecen algunos organismos reguladores y prefiere que desaparezcan si actúan como correa de transmisión de la voluntad gubernamental. Para eso da lo mismo que las decisiones se aprueben en el Ministerio y se ejecuten a golpe de jerarquía administrativa. Ya lo decía Aristóteles: la «politeia» es el mejor régimen político, pero pierde su condición cuando el gobernante olvida la veneración que debe a las leyes.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.