Instrucciones para identificar a un pureta

Hoy, ilustrísimos lectores y lectoras, vengo a hablaros de un ser de leyenda que habita nuestras mesetas, puebla nuestros valles y mora en nuestros montes desde antes de la Conquista de Toledo. Se trata de un ente mitológico y, como se verá, polifacético y complejo. Cuenta con una fuerte presencia en la Península Ibérica, si bien también ha sido documentado en otros lares, donde es conocido con diferentes nombres; connaisseur en Francia, stickler en el Reino Unido, Genießer en Alemania o pedante pelotudo en Argentina. Me refiero, cómo no, al pureta.

Antes de empezar, considero oportuno enumerar las acepciones académicas del término, pues éste puede llegar a generar cierta confusión debido a la falta de consenso en torno a su significado.

Según la Real Academia Española y generaciones más vetustas, un pureta es, de forma despectiva y coloquial, un “viejo, anciano”.

Para mi generación, en cambio, y según el Diccionario del Español Total (una institución informal, de dudoso origen académico y mucho más laxa en cuanto al estudio de la lengua castellana), el término pureta hace referencia a una “persona que sólo aprecia aquello que considera lo suficientemente culto y auténtico, y lo admira con especial y a veces exagerado deleite, despreciando a los que aprecian cosas aparentemente menos cultas”.

En otras palabras, un pureta es el término medio entre la versión Deluxe del cuñado y la versión cuñada del purista. No es persona de codo en barra y voz ronca, sino más bien de gin-tonic en terraza, whisky sin hielo (“no ves que con el hielo aguas el whisky, imbécil”), pitillo en mano, un libro de Michel Houellebecq y Almost Blue, de Chet Baker, sonando de fondo. Una suerte de epicúreo fantasmón que establece unilateralmente la frontera entre lo que es (y está) bueno y lo que es (y está) malo.

Empero, para aquellos de vosotros que seguís sin coscaros de la cuestión, bien porque sois algo cortos de miras, bien porque, sencillamente, no habéis tenido la suerte o desgracia de haberos topado en vuestra vida con un espécimen, he aquí un ejemplo que espero os saque de vuestra ignorancia, término empleado, en este caso, en su segunda acepción (“falta de conocimiento”) más que en su primera (“cualidad del ignorante”). Que no se me ofenda nadie.

La escena tuvo lugar en una taberna de las de toda la vida, de raciones, tapas y vino en porrón. A mí se me había antojado sepia a la plancha para compartir, pero un colega pureta me previno de ello.

—Seguro que es congelada.

—¡Y tú qué sabes! Si el pescado es fresco, ¿por qué no habría de serlo la sepia?

—Mira, todos los veranos me dedico a pescar sepias con mi padre y sólo por el olor ya te puedo decir si es fresca o congelada —me espetó, mientras sus fosas nasales se abrían como las compuertas de torpedos de un submarino alemán—. Este antro rezuma olor a congelado.

—Eres un fantasma.

—Ya verás. Pide la puta sepia y la catamos.

Pedí la sepia y con gran expectación fue transportada desde la cocina hasta nuestra mesa como un paso de Semana Santa. El camarero costalero la depositó en la mesa solemnemente. Alguien se puso a tararear la melodía de El bueno, el feo y el malo. El Pureta miró la sepia, escupió al suelo y se anudó la servilleta al cuello. Se hizo el silencio. De todas las frentes rezumaban goterones de sudor, que resbalaban y se perdían entre los pliegues de las camisetas.

Cortó un trozo de sepia, lo pinchó y se lo introdujo en la boca con la pompa que pedía el momento. Masticó durante unos cinco segundos y tragó. Miró a su alrededor, consciente de que todos los presentes le observábamos, dejó caer los cubiertos en la mesa con gran estruendo y exclamó, como Alberto Chicote en sus mejores años: “La sepia no está fresca. Esto está incomible”. Pues nada, apaga y vámonos.

Más allá de que la sepia fuese o no congelada, la situación me sirve para ilustrar otro rasgo definitorio del andoba. El pureta es un ser que necesita demostrarle constantemente al mundo su superioridad intelectual y que sienta cátedra a diario sin ser titular en la universidad. Hace apología de lo que cree puro, de una forma clásica de vivir y entender la vida, que es la suya y no se hable más. Dentro de su código moral y vital, todo; fuera de él, nada.

Es notorio además que el pureta es incapaz de estar callado. Para todo tiene respuesta y, si no la tiene, se la inventa. Es la sublimación del ólogo, tan extendido en tiempos de pandemia (virólogo, vulcanólogo, inmunólogo, enólogo, filólogo…), ya que otra de sus características es que su sabiduría es omnisciente y abarca todas las ramas del conocimiento habidas y por haber. Todo lo conoce, todo lo sabe, todo lo ha probado, todo lo ha comido, todo lo ha bebido, todo lo ha vivido.

Para más inri, el pureta se cree tan por encima del resto que no ve la necesidad de usar las convenciones sociales. Por eso, emplea con asiduidad la locución “esto es una puta mierda” cuando algo no es de su agrado. Un pureta no dice “a mí la comida tailandesa no me gusta, pero respeto tu opinión y tus gustos”, sino “los vinos del Priorat son basura, como una patada en el estómago. Mejor pedimos un Rueda o un Ribera, que tú no tienes ni puta idea”. Sus conocimientos y experiencia, a años luz respecto a los del individuo medio, le permiten establecer dogmas sobre lo que merece la pena y lo que, por el contrario, debería ser desechado al vertedero de la historia.

A veces, uno llega a sospechar que el pureta miente para construir su imagen, pues es humanamente imposible albergar tanto conocimiento en una sola mente. Es más, la filosofía de vida de estos seres da la impresión de haberse cimentado sobre un constante impulso de querer llevar la contraria. Así es, amigos, el pureta se dice una persona rebelde, que no se rige por los cánones más mainstream (perdón, más convencionales) de la sociedad. Nunca te dará la razón ni aceptará que está equivocado ni que tu opinión es igual de válida que la suya.

Recordemos que los puretas necesitan demostrarle al mundo su superioridad absoluta y definitiva y no se quitan la careta ni para miccionar. Si te encuentra leyendo un artículo del New Yorker, te dirá: “Están de capa caída. Desde que murió Raymond Carver no levantan cabeza, desnortado”.

Como te vea bebiendo una Estrella Galicia: “Otro igual, que pesados con la Estrella. A ver si empezamos a beber cerveza de verdad, palurdos”. ¿Que te da por ir a probar un restaurante mexicano que acaban de abrir en el barrio? “Hay vida más allá de los tacos, cateto”. ¿Te apetece escucharte un tema de Rigoberta Bandini? “Menuda petarda es esta. La música ya no es lo que era”. ¿La última novela de Vila-Matas? “¿Pero sigue vivo este tío? Por favor, paleto”.

Puedes tratar de desenmascararle, pero un verdadero pureta es escurridizo, taimado y no se da nunca por vencido.

—¿Y qué me dices de Benito Camela?

—¿De quién?

—De Benito Camela.

—¡Ah, sí, perdona, no te había entendido! Lo cierto es que no me gusta cómo escribe, pero bueno, a veces aborda temas interesantes.

—¡Ajá! ¡Picaste! ¡Me lo he inventado!

—Eh… ¡ah!, ya lo sabía, sólo te estaba siguiendo el rollo.

Orgullosos, envidiosos y metomentodos

Ilustrísimo lector, si a estas alturas has conseguido identificar a uno o dos puretillas de tu entorno (si no lo has hecho, plantéate el porqué), te diré también que aquí, en este país en el que nos ha tocado vivir, nuestra España querida, el pureta es tan nuestro como el lince ibérico y el buitre negro.

Los españoles somos orgullosos, envidiosos y metomentodos, y el pureta no deja de ser la conjunción de estos atributos. La fachada que el pureta se construye con mimo, esa imagen de pedantería total, es la máxima expresión de nuestros pecados nacionales. Los españoles no admitimos nunca que estamos equivocados. Nos creemos dueños de la verdad y, aunque por dentro reconozcamos los aciertos ajenos, la envidia nos hace incapaces de celebrarlos.

Se dio cuenta de ello Miguel de Unamuno, quien decía que “la envidia es la íntima gangrena de la vida española”; también Jorge Luis Borges, quien se percató de que algo bueno para los españoles es algo “envidiable”. No cabe duda de que es este uno de los males que mejor refleja nuestra cultura católica, dado que en el pecado llevamos la penitencia: cuanto más envidiamos y más sufrimos, más profunda cavamos nuestra trinchera de pureta.

Por otro lado, todo lo queremos comentar. Somos un país de señoras mayores sentadas en las puertas de sus casas de cháchara, de espías de visillos y mirillas, de radiopatios y chismorreos. Un país donde las paredes hay oídos. Nuestras vidas parecen una constante película de Almodóvar. Ya lo decía Eduardo Mendoza en su novela Riña de gatos: “Los españoles tienen un oído fino para las conversaciones que no les conciernen y ningún reparo en interrumpirlas para exponer su opinión, que cada cual da no sólo por buena, sino por definitiva”.

En resumen, todos somos un poco puretillas. ¿Cuántas de vosotras habéis concedido de buen grado una victoria ajena? ¿Cuántos de vosotros respondéis con el característico “bueno, po’ fale, po’ malegro” del Makinavaja cuando otro individuo os regala un consejo? Pues eso, que yo tengo razón y una mierda para vosotros.

Miguel Peña Novo es periodista y el autor de la serie Arquetipos españoles, que explora en clave de humor los términos e ignominias que dan cuenta de nuestros usos y costumbres ancestrales.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *