Instrucciones para montar una mesa

Salvo imprevisto sobrevenido, la mesa de diálogo sobre el llamado «conflicto político» entre España y Cataluña se pone hoy en marcha bajo el signo de un peculiar desencuentro de partida. Es así porque la reunión congregará a representantes del Gobierno nacional con representantes del Gobierno autonómico, si bien estos últimos se ven a sí mismos como representantes de una nación que trata bilateralmente con otra. Algo parecido sucede con los contenidos de la negociación: mientras el Gobierno plantea la enésima potenciación del autogobierno regional, los líderes separatistas hablan de amnistía y autodeterminación. Puede así aplicarse a los partidos nacionalistas el celebrado chiste de Pantomima Full: «En su cabeza era espectacular». Y sin embargo, el separatismo tiene razones para estar contento: sea cual sea el resultado de las conversaciones, su sola celebración –apenas dos años después de haber declarado unilateralmente la independencia– constituye para ellos una victoria.

Hay que recordar que todo lo que se ha avanzado hasta ahora sobre el propósito de la mesa tiene que ver con la satisfacción de los intereses del nacionalismo catalán, que cuando menos obtendrá nuevas concesiones en materia presupuestaria y competencial. Sucede que una negociación debería incluir demandas de ambos interlocutores, máxime ahora que el procés ha terminado por confirmar el riesgo asociado a la utopía secesionista y asisten buenas razones para que la democracia española responda a esa reiterada amenaza. Pero lo cierto es que no hemos leído en ninguna parte que el Gobierno de la nación vaya a defender los intereses de los catalanes no nacionalistas, a reclamar la atenuación de políticas nacionalizadoras tales como la inmersión lingüística, o a exigir la participación de los representantes catalanes en los órganos de coordinación interautonómicos. Es como si el único objetivo de la mesa fuese dar satisfacción a esos «rebeldes privilegiados» que conforman la masa social del nacionalismo catalán, de acuerdo con la feliz expresión acuñada por Josep María Oller, Albert Satorra y Adolf Tobeña en su investigación sobre el nivel de renta de los partidarios del secesionismo. Se ve que los catalanes cumplidores de la legalidad constitucional, además de ser más pobres, no merecen demasiada atención y pueden sacrificarse alegremente ante el altar de los intereses partidistas.

En esa clave habría que entender también algunos de los anuncios realizados últimamente, todos ellos orientados a cementar lo que se ha venido en llamar «mayoría de la moción de censura», o alianza entre los partidos de izquierda y las distintas fuerzas nacionalistas. Se ha anunciado la cesión de la gestión de la Seguridad Social al País Vasco, parece renunciarse a la tipificación del delito de referéndum ilegal a pesar de la promesa realizada en campaña por el presidente del Gobierno, e incluso parece abrirse la puerta al desmantelamiento de la red estatal de Paradores con objeto de que las comunidades autónomas hagan suyos aquellos que les correspondan. Seguimos avanzando así en la dirección de una mutación constitucional que, como ha señalado Josu de Miguel, se lleva a término sin tocar la Constitución. Se trataría de convertir España en un contenedor vacío de unidades subnacionales, organizadas a su vez alrededor de criterios etno-territoriales. De ahí que hayamos oído hablar de las diferencias, presuntamente descomunales, entre leoneses y vallisoletanos; o que se haya propuesto dar trato preferencial a los «catalanes autóctonos». Esto es un disparate de tal magnitud que incluso Beatriz Talegón se ha visto obligada a protestar.

En cualquier caso, tuvimos un inmejorable adelanto de lo que estaba por venir hace unas semanas, cuando Pedro Sánchez visitó a Quim Torra en Pedralbes y hubo de entrar por una puerta sobre la que colgaba un inmenso cartel que reclamaba libertad para los «presos políticos» catalanes. Por si su invitado no había cogido la indirecta, Torra le regaló después un libro sobre los derechos humanos. Hasta donde yo sé, el presidente no hizo ninguna declaración posterior con objeto de explicar que España es un Estado de derecho donde no existen los presos políticos ni se vulneran los derechos humanos: renunció a la pedagogía en beneficio de la estabilidad. O sea: prefirió la injusticia al desorden. Se me objetará que esta es una forma improductiva de contemplar este asunto, pues todos sabemos que el Gobierno no comparte las delirantes tesis del separatismo y su prudente silencio solo persigue «desinflamar» el conflicto para devolver la normalidad a Cataluña y por extensión a España. Pero basta repasar este argumento para reparar en aquello que deja fuera, a saber: el precio que nuestra democracia paga a cambio de esa espuria normalidad.

¿Y qué precio es ése? Puede decirse de distintas maneras, pero digámoslo así: dar la razón al nacionalismo supone dar a nuestra democracia una base normativa inadecuada. Es muy probable que quienes actúan de esa manera no persigan semejante objetivo y se limiten a apuntalar el apoyo necesario para conservar el poder. Pero el resultado es el mismo: renunciar a cuestionar el marco nacionalista nos aleja de la fundamentación más deseable para una democracia constitucional.

A estas alturas, el ideólogo nacionalista replicará que no existe tal cosa como mejores o peores principios, sino tan solo distintas pretensiones de verdad tras de las cuales se esconde una voluntad hegemónica. Todos somos nacionalistas, nos dirá; de acuerdo con la célebre formulación de Benedict Anderson, todos formamos parte de una «comunidad imaginada». Y no existe ningún Estado que haya legitimado su existencia por medio de la pura exhortación racional, sin servirse en algún momento de sentimientos, mitologías y símbolos capaces de concitar la adhesión popular. Por eso dice el historiador Álvarez Junco que las naciones son los «dioses útiles» que proporcionan el sostén emocional del Estado en la era moderna. En las democracias liberales, por su parte, el resultado sería ese «nacionalismo banal» del que habla Michael Billig: un relato comunitario atenuado que termina por hacerse invisible a ojos de los ciudadanos. El ideólogo nacionalista se sonríe: ¡nacionalistas todos, nos percatemos o no!

Supongamos que sea el caso. O sea: supongamos que, como tiene escrito Michael Ignatieff, la identidad cosmopolita basada en un sentido múltiple de pertenencia solo esté al alcance de una minoría privilegiada de ciudadanos, mientras los demás experimentan un mayor arraigo en su comunidad de origen. Si aceptamos esta premisa, se diría que la distinción entre una concepción étnica (o romántica) y otra cívica (o liberal-democrática) de la nación sería una falsa contraposición; en el mejor de los casos, estaríamos ante una diferencia de grado más que de sustancia. ¿Acaso no hay banderas, himnos y equipos nacionales en todas partes? Ahora bien: hay sociedades donde la simbología nacional es empleada para sostener un régimen político liberal asentado en la ciudadanía común, mientras en otras las herramientas públicas son usadas para socavar esa misma ciudadanía en nombre de una pertenencia étnica de signo excluyente. Dicho de otra manera: hay sociedades obsesionadas con su identidad y sociedades donde la identidad ocupa un papel secundario. Incluso si pudiésemos afirmar que todos somos nacionalistas, en consecuencia, la diferencia entre un nacionalismo cívico y un nacionalismo étnico no es una diferencia de grado sino de sustancia.

No es así descabellado concluir que la distinción entre los nacionalismos cívico y étnico tenga carácter prescriptivo. Ya que existe una inclinación psicológica que nos lleva a apegarnos a nuestra comunidad de origen, lo que explica el atractivo natural del discurso nacionalista, ¿no sería deseable contrarrestarla subrayando los valores democráticos de libertad, igualdad y pluralismo en lugar de sus contrarios? O sea: ¿no es preferible que una comunidad imaginada se imagine a sí misma como una nación cívica antes que como una nación étnica, por ser superior el ideal al que aspira la primera? Si la respuesta es afirmativa, hay que actuar en consecuencia: defendiendo ese ideal ante sus muchos enemigos. No parece que la mesa de diálogo que está a punto de arrancar se oriente en esa dirección. Ojalá que, por una vez, las apariencias engañen.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Nostalgia del soberano (La Catarata, 2020).

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