Instrucciones para procurar el bien común

Creo que uno de los problemas de la política española de los últimos años es que se ha dividido en demasía en facciones. No quiero significar, sea dicho de antemano, que me parezca dañina la aparición de nuevas fuerzas políticas en el ámbito de la política parlamentaria. Por el contrario, este hecho me parece beneficioso y bienvenido en las circunstancias actuales. Una facción, según el texto canónico contenido en el número 10 de El Federalista, redactado por James Madison, está formada por un conjunto de ciudadanos, mayoritario o no, que se unen y actúan por un impulso común surgido de la pasión o del interés, contrario a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad. Las facciones, para decirlo brevemente, viven de una pasión o interés contrarios al bien común. La acritud del debate público, el desencuentro de nuestros representantes, la crispación que a menudo se instala entre determinados sectores de la población son un síntoma, me parece, del faccionalismo. En estas circunstancias, y dados los resultados electorales, el alcance de una mayoría para elegir un presidente y sostener un Gobierno deviene difícil e incierto.

Tal vez es la hora de abandonar este ánimo faccionalista. Si miramos bien lo que defienden nuestras formaciones políticas hay, todavía, amplios espacios para el acuerdo. Todos defienden nuestro sistema democrático de derechos y libertades. Todos defienden el Estado del bienestar, lo hemos oído hasta la saciedad en la campaña electoral (todos, por ejemplo, se comprometen a luchar contra el fraude fiscal, que es el doble que el de los países de nuestro entorno, y que, reducido a la mitad, representaría la mejor contribución al gasto social de nuestras administraciones; aunque lamentablemente nadie lo hace). Estas son dos buenas razones para pensar que la concordia es todavía posible. La coyuntura no es tan grave como para convocar un gobierno de concentración. No obstante, tal vez sí es lo suficientemente seria como para proponer un Gobierno técnico. Un gobierno de técnicos presidido, por ejemplo, por la vicepresidenta actual, Soraya Sáenz de Santamaría, y abierto a la inclusión de todos los grupos políticos con representación parlamentaria que deseen participar en él. Con un programa mínimo empeñado en una gobernación transparente, atenta a animar el prometedor crecimiento económico y, también, a compensar la situación de los más vulnerables, que son los que más han sufrido en esta crisis y no siempre han sido atendidos de la manera adecuada. No olvidemos que Madison también nos recuerda que la más común y perdurable fuente de las facciones es la distribución desmesuradamente desigual de la propiedad.

Mientras tanto, en las Cortes generales debería crearse una Comisión constitucional para restablecer la concordia, para restablecer el consenso. Ahora, al parecer, todos los partidos han mostrado su disposición a llevar a cabo una reforma de la Constitución de 1978. Una Comisión, es claro, lo más inclusiva posible. En donde haya espacio para hablar de todo lo que sea necesario. Cada uno con sus convicciones, sin excluir las de los demás de antemano. Hay algunos aspectos obvios: el cambio de las circunscripciones electorales (que han hecho en estas elecciones que una fuerza, Izquierda Unida, con 900.000 votos tenga sólo dos representantes en el Congreso de los Diputados) y, por lo tanto, de la ley electoral, la reforma del Senado, la reforma del título octavo sobre las autonomías. Esta Comisión podría ser presidida por el actual presidente del gobierno, Mariano Rajoy, y debería ser el lugar en donde se concitara toda la capacidad de nuestros representantes para renovar las bases de nuestra política. No sería una mala idea que este proceso comenzara con un pacto de todos los partidos, inequívoco y con compromisos, contra la corrupción, que ha sido el cáncer de nuestra política durante los últimos años.

En una carta dirigida precisamente a Madison en 1789, el más sabio de los fundadores de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, argüía a favor de renovar la Constitución cada generación, cada 19 años la anterior Constitución expiraba, decía él. Nuestra Constitución lleva ya casi el doble. Ha llegado la hora de afrontar este proceso.

Es claro que en esta sede se debería afrontar también la cuestión catalana. Los dos grupos catalanes en el Congreso deberían ser invitados tanto a integrarse en el Gobierno técnico cuanto en la Comisión Constitucional. Tendrían un espacio para proponer su punto de vista con lealtad, abiertos al diálogo con todos, mostrando cuáles son sus reclamaciones y tratando de buscar el encaje de sus aspiraciones en un nuevo orden constitucional para España.

Sería un Gobierno técnico para unos dos o tres años. Un Gobierno protegido de las pasiones de la política que se han instalado en España, porque la política se habría trasladado a ser debatida en mayúscula en el poder legislativo, en el Congreso de los Diputados. Sería también el momento, un momento constitucional, de imaginar el modo de incorporar a esta deliberación pública a más sectores de la población, a los ciudadanos directamente. Al final del proceso, deberían convocarse elecciones generales de nuevo y, si la reforma exigiera el procedimiento agravado del artículo 168 (como lo hace necesario, al menos, la reforma de la preferencia del varón en la sucesión a la Corona), eso conduciría después de las elecciones y la ratificación del texto acordado a un referéndum de todos los españoles. Después, confío que con los ánimos claramente renovados, regresaríamos a la política ordinaria.

En un texto brillante de Quentin Skinner dedicado a comentar los magníficos frescos de Lorenzetti que se hallan en la Sala dei Nove del Palazzo Publico de Siena dedicados al Buono y al Cattivo Governo (El ideal del gobierno republicano, publicado en español en 2009 por la editorial Trotta en un libro titulado El artista y la filosofía política), se nos recuerda que son las virtudes de la concordia y la equidad las que soportan el bien común. Necesitamos, ahora más que nunca, restaurar la concordia y garantizar la equidad, solamente de este modo recuperaremos la confianza de los ciudadanos en la política. Cuando la política se bifurca en varias facciones, en las que cada una esta dominada por sus pasiones, solo queda regresar al único objetivo que es digno de la acción pública, el ideal de un gobierno realmente republicano, que no es otro que el bien común.

Josep Joan Moreso es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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