Insumisión humanitaria

En su relato del movimiento pacifista paneuropeo que trató de frenar la Primera Guerra Mundial, Adam Hochschild (Para acabar con todas las guerras, Atalaya) destaca un argumento fundamental: en ocasiones, las leyes injustas merecen desobediencia, sea cual sea el coste de incumplirlas. “Muchos ciudadanos visionarios anticiparon lo que reyes y primeros ministros no vieron. (…) Ese número significativo de opositores a la guerra actuaron de acuerdo con sus convicciones y pagaron un precio por ello”. Solo en Reino Unido, más de 6.000 hombres y mujeres fueron encarcelados y humillados en la segunda década del siglo XX, por su oposición a lo que consideraban una guerra de élites regada con sangre del pueblo.

La insumisión constituye una polémica pero formidable herramienta de protesta e influencia política. La desobediencia a las normas o las órdenes injustas han formado parte de cualquiera de las grandes transformaciones sociales de la historia moderna, desde el fin de la esclavitud al sufragio universal y la consolidación de los derechos civiles. El sacrificio individual —que nunca debe ser tomado a la ligera— eleva la trascendencia de una causa, atrae la atención pública y obliga a los responsables políticos a abandonar sus espacios de confort para ofrecer una respuesta de algún tipo. Esta es la importancia del gesto realizado por la capitana Carola Rackete el pasado 29 de junio, y de otros similares y menos conocidos en el contexto de la crisis desatada en nuestras fronteras. Su decisión de atracar en el puerto de Lampedusa, ignorando la prohibición impuesta por el ministro Salvini, pulveriza la omertá migratoria y demuestra que existe la posibilidad de no ser cómplice en esta catástrofe colectiva. Como declaró con candidez la portavoz de la ONG Sea Watch aquella misma noche, “la comandante Carola no tenía otra opción”. Así de simple. Se trataba de elegir entre las vidas de los 40 migrantes tele-secuestrados por la estrategia electoral de un matón, y las consecuencias penales derivadas de la desobediencia a las autoridades italianas.

Individuos e instituciones han optado por esta vía como mecanismo para denunciar y reformar las políticas migratorias injustas. Los detenidos por operaciones de salvamento en el Mediterráneo forman parte de una larga lista que incluye a las “ciudades santuario” de Estados Unidos, los voluntarios que rescataron y transportaron refugiados desde Grecia o los profesionales sanitarios españoles que desafiaron en algunas comunidades autónomas la exclusión de inmigrantes.

En cada uno de estos casos, la transgresión puede comportar sacrificios reales, cuyas consecuencias permanecen mucho más allá del interés de los medios y la simpatía de una parte de la población. La capitana Rackete se enfrenta a una pena de varios años de cárcel y multas fabulosas por desacato a la autoridad y fomento de la inmigración clandestina. Las sanciones que sobrevuelan a las organizaciones que osan desafiar el bloqueo de algunos países europeos pueden tumbar para siempre a una ONG mediana. Y eso lo saben bien quienes las imponen.

Solo un puñado de héroes o de inconscientes estaría dispuesto a soportar estos castigos ejemplarizantes. Pero su sacrificio es consustancial a la ética de la insumisión y al valor político del gesto. Lo que es más importante, se sitúa a la altura de la causa que han abrazado. Porque lo que está ocurriendo en nuestras fronteras no es una crisis migratoria —esa llegará, no les quepa duda, cuando este continente de prejubilados se enfrente a las consecuencias de un modelo de puerta estrecha y casi siempre cerrada—, sino una crisis humanitaria en toda regla, derivada de la esclerosis política, institucional y ética de Europa.

Es la sensación desesperante de revivir los Balcanes y Ruanda. Las generaciones que nos sucedan echarán la vista atrás sobre nuestra actuación en estos días, con la misma vergüenza e incredulidad con la que recordamos la pasividad europea de entonces. Y todos pagaremos la erosión de la legalidad internacional y del ascendiente europeo en desafíos infinitamente más complejos que la acogida de unos cientos de miles de desesperados.

Yo no tendría la valentía de hacer lo que ha hecho la capitana Rackete. Pero eso no me impide admirar profundamente su gesto y apoyarlo política y económicamente. El valor de su compromiso es idéntico al que Hochschild reconoce en los pacifistas de hace un siglo: “Hablaron en un momento en el que hacerlo requería un gran coraje, porque el ambiente estaba impregnado de un nacionalismo ferviente y un desprecio por los disidentes que a menudo se tornaba en violencia”. Por eso, frente a la injusticia, la cobardía y la estupidez, ¡viva la desobediencia!

Gonzalo Fanjul Suárez es cofundador de la Fundación porCausa y coordinador del blog de EL PAÍS 3.500 millones.

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