Insurgentes, terroristas domésticos y otros enemigos de la ley

El presidente electo de los Estados Unidos definió a los asaltantes del Capitolio como “una turba de alborotadores, insurgentes y terroristas domésticos”. Joe Biden entendió que la acometida era más grave que una simple manifestación: “No fue desorden. No fue protesta. No les llamaremos manifestantes”.

Los españoles sabemos mucho de terrorismo doméstico. Hemos sufrido durante 50 años el tiro en la nuca, el secuestro y el acoso de ETA. La principal banda terrorista, pero no la única, de una nutrida camada de enemigos de la libertad en la que bullían el Frap, los Grapo, Terra Lliure y otros ejecutores menores de infeliz memoria.

El terrorismo, en su más radical encarnación, parece haber claudicado o, al menos, cesado. Parece, digo, porque la llama del odio en algunos deja rescoldos escondidos.

Los españoles sabemos, por desgracia, que el terrorismo es un ataque a la legalidad que desemboca a veces en embestidas contra los semejantes para cambiar las cosas a la fuerza. Es un impulso totalitario presidido por la aversión a la ley.

Los invasores del Capitolio pretendían impedir la aplicación de la norma electoral bajo la obsesión, no fundada, de que los comicios habían sido falseados. Secundaban así a su jefe espiritual, Donald Trump.

No parece que pretendieran agredir físicamente a congresistas. Pero sí pretendieron secuestrar su voluntad, que es un delito de lesa democracia. La definición del próximo presidente americano ha ampliado el concepto de terrorismo a coacciones populares que otros han calificado de forma más suave. Acaso menos precisa.

En la definición de Biden encajaría el asedio al Parlamento autonómico de Cataluña del 15 de junio de 2011

Por ejemplo, en la definición de Biden encajaría el asedio al Parlamento autonómico de Cataluña del 15 de junio de 2011 por un millar de personas que trataban de impedir la aprobación de los Presupuestos, que agredieron a diputados y que obligaron a Artur Mas, entonces presidente de la Generalidad, a recurrir a un helicóptero para llegar a la Cámara.

Hay que suponer que la justicia estadounidense habría sido más precisa que la española, que resolvió el desastre con una condena del Tribunal Supremo (TS) a ocho de los 19 acusados después de que estos fueran absueltos por la Audiencia Nacional.

Si no hubiera sido por la Sala de lo Penal del TS, presidida por el magistrado Manuel Marchena, los responsables de ese acto de terrorismo ciudadano habrían sido elevados aquí a la gloria de la protesta. Democrática por supuesto.

A raíz de la brutalidad y la irracionalidad etarra, tras haber sufrido una sucesión interminable de atentados y hasta asesinatos programados con publicidad, los españoles padecemos una peculiar sensibilidad que ha llevado a algunos a calificar de excesivas las palabras del próximo huésped de la Casa Blanca.

Recuerden el escándalo que acompañó a Cayetana Álvarez de Toledo cuando llamó a Pablo Iglesias “hijo de un terrorista”. Hasta la presidenta del Congreso retiró las palabras del Diario de Sesiones en una demostración de sensiblería ilógica. El aludido trató, por su parte, de defenderse con una apelación a la acción de la justicia.

Vale, admitamos esa impropia susceptibilidad. Pero no despreciemos lo más importante de la reacción del futuro presidente al asalto del Capitolio, que es la denuncia de la grave amenaza para el sistema de un atentado contra la ley.

Deberíamos aprender a valorar la gravedad de atentados contra la esencia de la democracia

Aunque aquí dudaríamos en llamar terrorismo doméstico a una violación colectiva de la ley, deberíamos aprender a valorar la gravedad de atentados contra la esencia de la democracia, que es el respeto a la ley que nos obliga a todos, para cuidar precisamente lo más importante que tenemos. Nuestro sistema de convivencia y de justicia.

No calificaríamos como terrorismo doméstico el golpe de Estado de los independentistas catalanes para romper España, ni el populista Asedia el Congreso de 2013, ni otros Rodea el Congreso para presionar a los parlamentarios, ni la alerta antifascista convocada por Pablo Iglesias en 2018 tras las elecciones autonómicas en Andalucía, que no resultaron como él esperaba.

Pero todos estos episodios coinciden en significar un rechazo a la voluntad de los votantes y una agresión a la normalidad de la democracia.

El fracaso de la democracia comienza con el desprecio a la legalidad y se consuma con la imposición del déspota

El fracaso de la democracia comienza con el desprecio a la legalidad y se consuma con la imposición de la norma del déspota. Por fortuna, en la primera democracia del mundo han reaccionado con rapidez y decisión, y están tratando ahora de maniatar al populista Trump para que no siga atacando la convivencia.

Aquí, en España, no pierdan detalle, Iglesias ha condenado el asedio al Capitolio porque los asaltantes eran de ultraderecha. Lo que invita a deducir que habría felicitado a asaltantes de ultraizquierda si tantos existieran en Estados Unidos como para protagonizar tan degradante espectáculo.

¿Habrá sentido algún tipo de preocupación el presidente del Gobierno? No conviene olvidar que Pedro Sánchez ha entronizado como colaboradores fijos en la más alta instancia política a populistas leninistas, a golpistas catalanes y a fiduciarios de ETA. Que no se distinguen precisamente por tributar un escrupuloso respeto a la ley.

¿Cómo puede confiar Sánchez en que la historia terminará bien? Eso es un gran enigma.

Justino Sinova es periodista y profesor emérito extraordinario de la Universidad CEU San Pablo.

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