Integración social o asimilación cultural

La penúltima propuesta electoral del Partido Popular, referente a la intención de introducir en la legislación española sobre inmigración la exigencia de un contrato de recepción, integración o asimilación, le sitúa en la línea más dura y ultraconservadora de las políticas de inmigración que se están poniendo en marcha en algunos países de la Unión Europea.

Dicha propuesta, y la política migratoria implícita en ella, tienen como objetivo el endurecimiento de las condiciones de entrada en el territorio nacional y, en todo caso, para los inmigrantes con menos formación, y ello sin mencionar las posibles violaciones de los derechos cívicos de los inmigrantes que esos contratos de integración pueden conllevar. Porque, ¿qué ocurriría con los inmigrantes que no obtuvieran los resultados esperados en esas pruebas de integración? ¿Quizá se verían privados de las prestaciones sociales, a modo de incumplimiento contractual? ¿O tal vez serían sancionados con la expulsión del país?

Tradicionalmente, cuando se plantea la necesidad de las políticas de integración, esta se entiende que está relacionada con el reconocimiento de los derechos, el acceso a los servicios sociales y el fomento de la participación de los inmigrantes en la vida social y política del lugar en el que residen. Es decir, la integración hace referencia a las necesidades reales y cotidianas de los inmigrantes y trata de facilitar su acceso a una ciudadanía plena y a la condición de sujetos plenos de la comunidad política en la que viven.

No es el inmigrante el que se integra o no, lo cual conduce a una distinción a priori entre los inmigrantes buenos y malos o integrables y no integrables, sino la sociedad y su organización política y jurídica la que permite, facilita o no la integración y la aplicación del principio de igualdad para todos.

Sin embargo, con su propuesta, el PP intentar confundir los temas de la seguridad con los de la integración, abordando la inmigración exclusivamente desde la perspectiva del orden público y la seguridad y aportando una visión instrumental y clasista de la misma, que deja por el camino el respeto a la dignidad humana y a los derechos humanos más elementales. Olvida, además, que la integración no es una obligación de los inmigrantes, sino de la sociedad a la que deciden llegar a trabajar o vivir. ¿Acaso existe más prueba de integración que decidir vivir y trabajar en una comunidad diferente a la suya, con las dificultades que ello comporta? ¿Dónde quedaría, si no, el compromiso de nuestras sociedades democráticas con la libertad, la igualdad y la solidaridad?

La propuesta del PP implica, además, plantear la problemática de la inmigración desde el punto de vista identitario, olvidando que la integración no es una cuestión de conflicto de identidades, sino de cohesión social. Todo lo demás, cumplir las leyes, aprender el idioma, integrarse en las prácticas sociales locales, etcétera, viene por añadidura. En situaciones de recesión económica y aumento de des- empleo, quienes resultan más severamente perjudicadas serán las capas sociales menos favorecidas y entre ellas están los inmigrantes, especialmente los de menos formación.

Para afrontar situaciones como estas son necesarias políticas sociales y un dotación económica suficiente para asegurar el buen funcionamiento de los servicios públicos, y no contratos o pruebas de integración que únicamente fomentan el enfrentamiento cultural y las reacciones xenófobas, principalmente, entre las capas sociales menos favorecidas.

En el caso de España, la implantación de un contrato de integración supondría también un agravio comparativo entre los diferentes colectivos de inmigrantes por su origen, raza o religión. Los inmigrantes latinoamericanos tendrían en principio más facilidades de superar con éxito dicha prueba o contrato: primero, por compartir con los españoles el idioma; segundo, por tener, en muchos casos, la misma confesión religiosa, y tercero, por afinidad de costumbres en cuanto provienen de países que han sido colonias españolas. Con lo cual la prueba en cuestión supondría ya un cierto estigma social, por ejemplo, para los inmigrantes procedentes de países musulmanes.

Finalmente, los actuales dirigentes del Partido Popular aportan una visión miope del fe- nómeno migratorio en su conjunto, de la necesidad económica y demográfica que los países europeos, y en concreto España, tienen y de la problemática humana que tras la inmigración existe y que plantea un reto importante al carácter universalizable de los derechos humanos y de las prácticas democráticas.

Más allá de la retórica populista y de la demagogia del miedo que han acompañado a la referida propuesta del contrato de integración, lo cierto es que, para la derecha española, la inmigración se ha de reducir a un simple depósito de mano de obra barata, vulnerable, integrada únicamente en las necesidades del mercado y fácilmente reemplazable.

María José Fariñas Dulce, profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.