Intelectuales en agosto

En esta España tan convulsa (¿alguna no lo ha sido?) me pregunto cuál está siendo el papel de los intelectuales. Sandra Negrín, que decía ser hija del último jefe de Gobierno de la Segunda República, paseaba misterios y pamelas por el Café Gijón:

—Señorita, ¿usted es intelectual? -le preguntó un turista.

—No, señor. Yo soy puta.

Se podría decir que el oficio de intelectual se ha prostituido durante las últimas décadas por haber apoyado ideologías sangrientas. También en el Gijón, un día alguien llamó por teléfono al poeta García Nieto: lo cogió la limpiadora, paseando mandiles y descaros:

—¡José García Nieto!

—¿Es a mí?

—Sí, es a ti, gilipollas.

A los treinta años, cuando ya hacía siete que me había licenciado en Periodismo, estuve colaborando como columnista en un diario de Castellón de cuyo nombre no quiero acordarme. Después de quince meses sin ver un solo euro me fui al despacho del director: me dijo que para los columnistas no había dinero, mas debía estar agradecido porque también colaboraba gratuitamente un ingeniero.

—¿Las mujeres de la limpieza tampoco cobran? -le pregunté con ironía y respeto.

—Sí, ellas sí, pero para los columnistas no hay asignado ningún presupuesto.

No volví a pisar aquel despacho, aquella redacción.

En la entrevista que Soler Serrano hizo a García Nieto (A fondo, 1981), este se declara un poeta no militante porque “el poeta no debe escribir para hoy, ni siquiera para mañana, sino para pasado mañana, es decir, para siempre”. También fueron entrevistados en el programa de Televisión Española Cortázar, Fuentes, Benedetti, Sabato…, defendiendo sin rubor la dictadura castrista. Onetti, en la línea de García Nieto, le dice a Soler Serrano que le parece absurdo que Cortázar dejase de escribir para defender a los presos políticos de varios países. Para Onetti, la literatura jamás debe ser comprometida, “simplemente debe ser buena literatura. Que no me guste que exista la pobreza es un problema aparte”.

Nuestro pensador más insigne, Ortega y Gasset (“filósofo primero de España y quinto de Alemania”, según La Codorniz), después de preguntarse cómo sintieron su misión los intelectuales más antiguos —los pensadores arcaicos griegos, los primeros profetas de Israel…—, se preguntaba si la misión del intelectual debería ser llevar la contraria a la opinión pública, huyendo de lugares comunes. Ortega creía que muchos hombres públicos españoles perdían el tiempo en naderías. Ponía como ejemplo al padre de Pío Baroja, Serafín —también escritor—, empeñado en estar solo en la madrileña Puerta del Sol: tras muchos meses de intentos, una madrugada por fin lo consiguió… (igual que consiguió aprender japonés a los sesenta años para comprobar si se parecía al vascuence).

Cuando era joven, Pío Baroja le escribió una carta a Azorín: “Los intelectuales somos así: crueles y terribles”. Ya mayor, denigraría a bolcheviques y fascistas, proponiendo una dictadura de intelectuales que impusiera la paz por la fuerza.

Vuelvo a preguntarme dónde están hoy los intelectuales. En la entrevista que Mariano Gasparet le hizo a Pérez-Reverte en EL ESPAÑOL, este parece ofenderse al ser interrogado por la misión del intelectual: “Un momento, un momento. Yo no soy un intelectual, allá cada cual… No escribo para hacer mejor el mundo, escribo porque me apetece y ya está”.

En un diálogo que mantuvieron Vargas Llosa y Javier Cercas sobre el oficio de escribir, Cercas dice: “¡Qué vergüenza! Ejerzo de intelectual, escribo en la prensa… A veces me he preguntado si el señor que escribe artículos, que toma partido, que tiene certezas, no puede acabar matando al señor que escribe las novelas, a ese que duda, que plantea ambigüedades, contradicciones…”.

A Boadella tampoco le gusta que le llamen “intelectual”; él se considera un artesano. Umberto Eco iba más allá, pues ni siquiera le gustaba la palabra: “Es un término estúpido. Si un intelectual es alguien que no trabaja con las manos, sino con la cabeza, entonces un empleado de banca es un intelectual; si es alguien que piensa de un modo creativo, entonces un campesino que piensa un nuevo modo de revolucionar el cultivo también puede ser un intelectual”. Vargas Llosa es de los pocos personajes vivos que habla de sí mismo como de un intelectual.

A pesar de lo desprestigiado que está el término, en esta época de posverdades y lugares comunes necesitamos de los intelectuales —con sus dudas y certezas—: a Pérez-Reverte navegando a contracorriente; a Javier Cercas escribiendo artículos para la prensa alemana que desmonten las manipulaciones de los independentistas catalanes; a Boadella (primero encarcelado por el franquismo, luego perseguido en su tierra) presidiendo Tabarnia; a Vargas Llosa comparando a Cataluña con una ciudad medieval acosada por la peste; a Fernando Savater combatiendo etarras y carlismos rancios con el arma de la lucidez…

Queramos o no, la política y la vida suelen ir cogidas de la mano: un día luminoso, sentado en un jardín botánico, Kafka vio pasar a una clase de un colegio de chicas. Llamó su atención una rubia, alta, que le miró con una sonrisa antes de gritarle algo: “Devolví la sonrisa con una doble amabilidad cuando, luego, se volvió a mirarme con sus amigas. Hasta que me di cuenta de lo que me había dicho en realidad. Me había dicho: ‘Judío’”.

Además del apoyo al nazismo, a la Unión Soviética… hay un segundo motivo que explicaría el desprestigio del intelectual: las tradicionales aristocracias de sangre siguen manchado a las élites del esfuerzo y el talento, máxime en un mundo que tiende a igualar según el baremo de la mediocridad, de lo políticamente correcto, de lo banal. ¿Por qué no admirar, por qué no escuchar, por qué no admitir que puede haber una jerarquía del pensamiento cuya cúspide conformen personas brillantes y afanosas? Esa cima, incluso en el error y en la duda, seguro que nos ilumina.

¿Deberían entrar más los intelectuales en el páramo que suele ser la política, siquiera sea para ennoblecerla? ¿Acaso temen que acabe corrompiéndoles también a ellos…? Un intelectual que fue ministro de Cultura, César Antonio Molina, responde en La caza de los intelectuales: “Casi todos los intelectuales han fracasado. Platón lo hizo frente a la corte de Dionisio II de Siracusa; Aristóteles frente a Alejandro […]. En España los intelectuales que proclamaron y sostuvieron la Segunda República, durante la Guerra Civil cayeron víctimas de sus utopías frente al fascismo y el estalinismo. A pesar de todo, la intervención en política es un deber hacia los hombres”.

A la lista de pensadores que han fracasado en política se puede añadir a Vargas Llosa, que cuenta en Conversación en Princeton que los intelectuales empezaron a desorientarse con la publicación de El Príncipe: “Hasta entonces todos los intelectuales, a pesar de sus diferencias, estaban de acuerdo en una idea: que la política era fundamentalmente un ideal que se ponía en práctica a través de la acción. Y Maquiavelo revoluciona completamente el mundo cristiano al desmentir este mito […]. Cuando empecé la campaña yo tenía la ingenuidad todavía de creer que en la política primaban las ideas y los ideales […]. Pero luego me di cuenta de que en una campaña las ideas tenían un papel muy secundario, que los valores eran pisoteados […]. Hay que pronunciar seis discursos al día y uno termina repitiendo lugares comunes que son una pura retórica desprovista de contenido […]. Los asesores me decían: ‘No uses palabras tan complicadas: no entienden. Busca palabras elementales’ […]. En la política las ideas son reemplazadas por eslóganes y el contenido se devalúa. Eso es lo más terrible que puede presenciar un intelectual”. Coincide, no obstante, con César Antonio Molina en la necesidad de participar en la política para intentar mejorarla.

En esa última reflexión Vargas Llosa pone el acento en cómo debe ser el lenguaje que mejor comprenda el público. Cuando Eugenio d’Ors (“la cabeza más importante de la intelectualidad franquista”, según Umbral) terminaba de escribir una de sus glosas, se la leía a su secretaria:

—¿Está clara? -le preguntaba d’Ors.

—Clarísima.

—Oscurezcámosla.

A lo largo de la Historia, lo habitual han sido intelectuales como Erasmo, que solo reconocía la autoridad de aquellos que sabían latín, de los que iban a la universidad; como Goethe, enemigo de las multitudes (puso su cerebro al servicio de los archiduques de Weimar, en cuya corte residió); como el arrogante Sartre, capaz de llamar “perros” a los anticomunistas.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, los avances técnicos y la democracia liberal pondrían la semilla de la rebelión de las masas, cuya consecuencia, escribe Ortega, es que “ya no hay protagonistas, solo hay coro”. La política entraría en la literatura —esterilizándola— a través del realismo socialista; Castro entraría en La Habana como Cristo en Jerusalén, e intelectuales de todo el mundo se convertirían en sus discípulos. De manera progresiva, iría llegando el desprestigio de las élites del pensamiento. (El padre de Boadella definía la universidad como la “escuela de burros”). Han sido excepción los intelectuales que han llevado su talento a lo más alto de la política: Martínez de la Rosa, Manuel Azaña, Václav Havel…

Durante la Guerra de Irak, la mayoría de intelectuales británicos y norteamericanos apoyó sin fisuras a sus respectivos Gobiernos. ¿Y qué decir de Cataluña, la región donde la mayoría de diarios gusta de escribir editoriales únicos? Como periodista, siento vergüenza de tantos compañeros subvencionados, vasallos que se arrodillan ante políticos sectarios, ignorantes, fanatizados. Cataluña es el paradigma de la degradación de los intelectuales, degradación que hace pensar en su inexistencia, pues cogieron unas vacaciones tan largas que parecen vivir en un agosto eterno.

José Blasco del Álamo es escritor y periodista.

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