Intelectuales mudos

España padece cuatro crisis: la económica, la institucional, la territorial y la social. De la económica estamos saliendo y viento en popa según el FMI y los demás observadores internacionales; la atemperación de la crisis social depende de que se resuelva la económica. La crisis institucional es más una exageración de intereses partidistas que una realidad. Mientras, la crisis territorial se recrudece por la enajenación de los independentistas catalanes que se han arrogado gratuitamente la representación del conjunto de los ciudadanos que residen en Cataluña. Una mayoría de esos ciudadanos no apuestan por la separación de España, y su número va en aumento a medida que los dirigentes de la Generalidad se empecinan en un reto condenado al fracaso.

En medio de una situación compleja cuya salida en nada favorecen el maremágnum mental del políticamente resucitado Pedro Sánchez ni sus ocurrencias, es lógico que alguien se pregunte ¿qué hacen los intelectuales? No me refiero, es obvio, a tantos que se autoproclaman como tales y circulan desde cierta petulancia por medios y tertulias. Para Bobbio el menester del intelectual es «prescribir valores», lo que se une a la platónica y aristotélica búsqueda de las bondades del gobierno de los «virtuosos». El intelectual es una especie de médico de la sociedad cuya aspiración, a veces en la sombra, habría de ser marcar caminos desde una razonable independencia de criterio. Debería ser un combatiente contra la abulia y el enmascaramiento de la sociedad; un aguijón muchas veces incómodo porque trata de despertar, de fustigar, de estimular a la opinión. Su papel es el de abanderado de la verdad sin sometimientos en una realidad en la que prima el placer y el dinero. El imperio del hedonismo.

Gramsci, desde su posición de comunista, apunta al intelectual «orgánico» que sirve, porque da argumentos, a lo ya decidido por el poder, lo que supone un cierto acompañamiento funcionarial, sobrevenido. Es una trampa que desemboca en el páramo que hace considerar a Eco –un intelectual– que los intelectuales son un grupo social –inútil e irresponsable–.

España contó antes y durante la Segunda República con una pléyade de intelectuales influyentes encabezados por Marañón, Pérez de Ayala y Ortega y Gasset, que aportaron su reflexión a la caída de la Monarquía de Alfonso XIII, dando fin al último tramo de la añeja restauración canovista, y luego marcaron con sus ideas la breve experiencia republicana, aunque pronto cayeron en la decepción y el desánimo, como Ortega plasmó en su artículo «Un aldabonazo» que incluía el célebre «No es esto, no es esto», que debe leerse junto a su artículo anterior «El error Berenguer» que cierra con la afirmación «Delenda est Monarchia».

Y ahora ¿qué hacen los intelectuales? Parecen estar a lo suyo que no es lo de todos. Para encontrarlos en la política hay que asistirse del candil de Diógenes. En medio de una crisis plural parece que no se han desperezado. A los intelectuales los aleja de la política la mediocridad del ambiente que padecemos. Este es, y acaso no nos damos cuenta, uno de nuestros principales problemas.

El afecto de los ciudadanos por los políticos es manifiestamente mejorable según las encuestas. Sin embargo, en su inmensa mayoría ejercen sus responsabilidades rigurosa y honradamente. Mientras, la política desconfía y se aleja de los intelectuales. Y no digamos en los partidos, en los que pensar por cuenta propia comúnmente se paga con la sombra o el alejamiento. En ellos los intelectuales provocan una injustificada e incomprensible desconfianza. Los apparatchik deben pensar lo justo, tener la cultura justa, aconsejar lo conveniente y si no aconsejan, mejor. Están dónde están para no caer en el riesgo de incordiar.

Los intelectuales deben acompañar a los políticos como sucedió en la Transición, en la que supieron interpretar el delicado momento que atravesaba España. No fue un papel protagonista como el asumido en la Segunda República, antes y después de 1931, pero supuso un compromiso compartido. José Antonio Maravall, García Pelayo, Díez del Corral fueron ejemplos. Y, compaginando su condición intelectual con la acción política, Fernández-Miranda, Fernando Suárez y Tierno Galván. Su protagonismo en momentos singulares no ha sido considerado siempre y por todos como merecía. Según el CIS, tras el Rey y los ciudadanos, los intelectuales aparecen en puestos destacados en la valoración de quienes contribuyeron más a la Transición.

En la desorientación galopante que vivimos la intelectualidad debería ser un faro orientador, un punto de referencia ético, desde un compromiso inapelable con la sociedad. Su voz, por queda que fuese, sería un grito, una alerta necesaria y esperada. Walsh, nada sospechoso de acomodaticio con el poder, dejó escrito: «Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiéndolo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra».

Unos intelectuales mudos en su generalidad, aunque contemos con excepciones apreciables, aumentan el desasosiego y lastran más aún la realidad. No ampliemos las sombras del silencio.

Juan Van-Halen, escritor.

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