Inteligencia, paciencia y mucho diálogo

Transcurrieron casi 150 años para que un afroamericano fuera presidente de Estados Unidos. Llegar allí implicó una guerra civil, revueltas callejeras, represión y magnicidios, sin embargo las huellas de la exclusión racial siguen presentes. Las transiciones son procesos largos, complejos, violentos, a veces regresivos y no siempre exitosos. Parafraseando a Charles Dickens, son “primaveras de esperanza”, pero también “inviernos de desesperación”. Los riesgos de guerra en Ucrania son saldos de la primavera de Berlín de hace 25 años.

En febrero de 1989 el entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, aplicó un conjunto de medidas económicas, conocidas como el “consenso de Washington”, que desencadenaron violentas protestas. El llamado Caracazo fue reprimido con saldo de centenares de muertos. Al Caracazo le siguieron dos violentos intentos de golpes de Estado en 1992 y luego la victoria electoral de Hugo Chávez en 1999. Venezuela es el caso más emblemático de la liberalización económica y la transición democrática de Latinoamérica.

Inteligencia, paciencia y mucho diálogo

La disciplina macroeconómica es un saldo positivo del “consenso de Washington” y los procesos de inclusión social y política son el principal resultado de la democracia. Sin embargo, era imposible que estos dos procesos caminaran armónicamente. Así como hablando de economía se suele decir que “no hay almuerzo gratis”, en política podemos decir que “no hay inclusión que no pase factura”. La estabilidad será proporcional a los agravios y la exclusión pasada.

Latinoamérica logró progresos democráticos extraordinarios, pero con pocos resultados para los pobres. Continuó siendo la región más desigual del planeta. El consenso de Washington adelgazó a los Estados y volvió obesos a pequeños grupos del sector privado. Fue una liberalización a medias que le dio continuidad al modelo extractivo y no a un capitalismo de amplia base empresarial. La democracia elevó la demanda social, pero las políticas económicas empobrecieron la oferta social y de seguridad del Estado.

Toda transición necesita un Estado fuerte; reducirlo en condiciones de transición es un contrasentido. Guatemala redujo dramáticamente su poder coercitivo como consecuencia de la liberalización económica y no por la guerra insurgente que sufría. El resultado fue un vacío de poder que llenaron grupos criminales y lo mismo ha ocurrido en Honduras y El Salvador. Países con ausencia o déficit severo de Estado tomaron dogmáticamente la idea de los organismos financieros. Con más de 100 millones de afrodescendientes y casi 30 millones de indígenas en condiciones de extrema exclusión y pobreza no tenía sentido reducir un Estado que en muchos casos ni siquiera estaba construido. La crisis de seguridad en casi todo el continente tiene más relación con debilidad del Estado que con las drogas. Los linchamientos de delincuentes, la aparición de paramilitares, las treguas con criminales, los 700.000 casos de cólera en Haití y su rápida expansión hacia otros países, son en parte resultados del dogma de Estado famélico que dejó el consenso de Washington.

Durante el ajuste económico las opciones de derecha tuvieron ventaja, los casos más emblemáticos fueron el Chile de Pinochet, la Argentina de Menem y el Perú de Fujimori. Pero la democratización volvió hegemónica a la izquierda en casi todo el continente. La derecha tradicional en sentido estricto gobierna en países de escasa relevancia como Guatemala, Honduras y Paraguay. A partir de la victoria de la oposición en Panamá el resto del continente queda en manos de coaliciones de centro, centro izquierda e izquierda. Esto no obedece a razones ideológicas, sino a la prioridad que estas fuerzas han dado a las políticas sociales. Por ello se volvieron tan importantes en algunos lugares los miles de médicos cubanos que llegaban donde nadie quería llegar. La derecha se aferró a la receta económica y perdió terreno político. Los que estaban excluidos buscaron sus propias opciones entre quienes los tuvieran en cuenta. Así, la izquierda en versiones moderadas, extremas, ilustradas, no ilustradas y caudillistas tomó ventaja.

No es casual que ahora haya un indígena sindicalista en la presidencia de Bolivia, un chófer de autobús de presidente de Venezuela, que ex guerrilleros presidan los gobiernos de Brasil, Uruguay y Nicaragua y que el presidente electo de El Salvador sea un exguerrillero maestro de primaria. La inclusión es el componente principal en toda transición y los sectores que estuvieron excluidos buscan tener su propia representación política y ésta será conforme a la educación que tenga la sociedad. No hay que esperar sabiduría donde se sembró ignorancia. Los partidos socialistas europeos pasaron por etapas de radicalismo y muchos de sus dirigentes originales surgieron de los movimientos obreros, no nacieron ilustrados y moderados y tampoco los conservadores se volvieron compasivos sin conflicto.

La mayoría de los partidos de derecha llamaron populismo a las políticas sociales. Como juicio académico podía tener sentido, pero como bandera política frente a millones de pobres que ahora votan ha sido suicida y los ha dejado sin oferta electoral. Este debate alcanza incluso a los Estados Unidos, donde pobres e inmigrantes han empezado a decidir las elecciones y donde sectores de la derecha pretenden echar atrás el programa de salud del presidente Obama que beneficia a millones de personas. Si este proceso de inclusión ha provocado una elevada polarización en Estados Unidos, ¿cómo no se iban a polarizar de manera más dramática Bolivia, Ecuador o Venezuela?

La democracia es sólo una técnica de gobierno, no una religión que acaba milagrosamente con los conflictos; al contrario, en algunos casos los pueden hacer crecer. No se puede meter la realidad en la ideología, en el tribal Afganistán fracasaron el comunismo y el liberalismo, porque no existen las clases que puedan sustentarlos. En Latinoamérica los recién sentados a la mesa del poder llegan a ésta con grandes deficiencias de conocimiento que suplen con ideología, cargados de agravios históricos, sin poder económico y desconfiados esperando golpes de Estado. Los antiguos poderes han tenido el monopolio del dinero, de la política, de los medios de comunicación y del conocimiento, hablan inglés, saben de economía, y conocen el mundo, mientras del otro lado hay hambre de todo. No es extraño que así como ahora hay una reacción racista en algunas derechas existan abusos de poder, revanchismo, políticas autoritarias, uso del Estado para tener ventajas económicas y hasta oportunismo sin ideología en algunos gobiernos de izquierda. Están emergiendo nuevas élites económicas y políticas que darán equilibrio al poder y este proceso desgraciadamente no será ni puro, ni transparente, ni perfecto.

Latinoamérica no se enfrenta a una conspiración ideológica subordinada al “consenso de Caracas”. No estamos frente a una lucha de buenos contra malos. Quienes lideraron el “consenso de Washington” en Argentina, Chile y Perú fueron iguales o peores. América Latina está viviendo un proceso de inclusión al que le falta mucho para que deje de ser conflictivo. Bolivia está avanzando en resolver los cinco siglos de exclusión indígena, mientras Guatemala ni siquiera ha comenzado. En este escenario hay izquierdas sin política económica y derechas sin oferta social. Unos que reparten, pero no producen y otros que producen, pero no reparten. Lo primero es insostenible y lo segundo es conflicto porque la desigualdad es esencialmente un problema de estabilidad y seguridad. La buena noticia es que ahora, desde Washington hasta Buenos Aires, sin los pobres, que son mayoría, no se puede ser gobierno. No es momento de batallas libertarias a muerte, es momento de inteligencia, tolerancia, paciencia, pragmatismo y sobre todo de mucho diálogo.

Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

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