Intercambiar ideas y no insultos

Si es preferible intercambiar ideas a intercambiar insultos, no vivimos unos tiempos propicios a la esperanza ni al optimismo. El insulto y la descalificación son las salsas preferidas con las que se guisa buena parte del debate político y que tiene una sonoridad estridente en cierto paisaje mediático. Hace unos días, apareció en el Parlamento Europeo una forma viscosa de insultar y descalificar al adversario político. El eurodiputado británico Nigel Farage, conocido euroescéptico, le espetó, en una sesión plenaria del Parlamento, al presidente del Consejo Europeo, Herman van Rompuy: «Tiene usted el mismo carisma que una bayeta húmeda y la apariencia de un empleado de banca de tres al cuarto». Al escucharle, surgieron de todas las bancadas murmullos y gritos de indignación, y algunos parlamentarios le pidieron la renuncia al acta, entre ellos el presidente del grupo socialista, Martin Schulz.

En las declaraciones reflejadas por la prensa belga había una rara coincidencia entre los eurodiputados: había que poner coto a la escalada de insultos para evitar que esta se convirtiera en un arma de la dialéctica política. El presidente del Parlamento, el polaco Jerzy Buzek, recogiendo el sentir de la Cámara, decidió sancionar a Nigel Farage con 3.000 euros de multa por sus groseros insultos. Farage argumentó que con esa multa se coartaba su libertad de expresión. El presidente Jerzy Buzek le salió al paso para decir que él le concedía una gran importancia a la libertad de expresión, por la que había luchado muchos años en Polonia, cuando esa lucha era muy peligrosa y arriesgada, pero que la libertad de expresión no podía ser un pretexto para destrozar la dignidad de los demás. También habló de la libertad absoluta para el intercambio de ideas y para las críticas con toda la dureza necesaria, pero no para linchar la dignidad de los demás. Respetar la dignidad de las personas debe ser, en opinión de Buzek, el elemento básico de una democracia.
La frase de Farage queda muy lejos de las que a diario se intercambian nuestros diputados y políticos, y no hablemos de algún piadoso medio radial de comunicación que basa su dialéctica en el insulto. Todavía está fresca en el ambiente la intervención del vicepresidente valenciano Juan Cotino, hombre fervoroso donde los haya, diciendo a una diputada que tal vez no conocía quién era su padre. Una forma grosera y disimulada de llamarla hija de…
Quien no se paró en barras al usar la expresión hijo de puta, a micrófono abierto, en una sesión plenaria, fue el inefable Carlos Fabra dirigiéndose al portavoz socialista. Esperanza Aguirre acudió al clásico hijoputa –pero a micrófono cerrado, ella es muy pudorosa–, al referirse a un compañero de partido en el que muchos reconocieron a Alberto Ruiz-Gallardón, pero por persona interpuesta. En los debates entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, el cruce de descalificaciones es frecuente. Entre otras lindezas ingeniosas, Zapatero le dijo a Rajoy que era un patriota de hojalata, a lo que Rajoy respondió, con la rapidez del rayo, que para España es más peligroso ser un bobo solemne que un patriota de hojalata. En general, las descalificaciones de Zapatero a Rajoy se centran en su deslealtad y en su capacidad de mentir, las de Rajoy a Zapatero abundan en lo de mentiroso compulsivo, irresponsable y de no estar en sus cabales. Digamos que los insultos de Zapatero son más sutiles, y los de Rajoy, más primarios, pero ambos tienen el objetivo de deteriorar al otro.
La verdad es que ambos reciben un abundante granizo de insultos de los adversarios políticos y de ciertos medios de comunicación. Zapatero más, porque capitaliza la prima de estar en el poder y de haber protagonizado el impulso legal a arriesgadas decisiones que rompían encallecidos tabús. A Zapatero le llaman de todo, no existe un solo insulto que figure en el diccionario de la lengua que no haya sido utilizado contra él. En una sola emisora pueden encontrarse todos. Escuchen: «Este iluminado estúpido de presidente que padecemos…». Es un comienzo de frase que fue utilizada con varias derivaciones, como la de «tontiloco para encerrarlo en un manicomio».

Lean alguna otra, aunque, por pudor, evitaré las más soeces y crueles: majorete del circo de traidores, presidente de los borregos, mentiroso de oficio. Sigan escuchando adjetivos: hitleriano, déspota, felón, tirano, tarao, hijo de puta cabrón (todo junto), perverso, imbécil, chimpancé (no sé exactamente lo que quieren decir; tendrán algo contra los chimpancés), demonio y Satanás (todo junto), añadiendo lo de ateo malvado. Me detengo, porque si sigo ocuparía todas las páginas del periódico. A Rajoy también le han insultado con profusión los suyos y los otros. Desde maricomplejines a estúpido blando y sin decisión, pasando por palanganero desnortado.
Hay una cosa cierta: entre Zapatero y Rajoy existe un sentimiento de pánico a las consecuencias electorales de la suma de ideas, incluso en medio de la crisis despiadada que nos asfixia. Piensan que es más rentable intercambiar insultos que sumar ideas. Lamentable.

Alfonso S. Palomares, periodista.