Interés nacional

Por Emilio Campmany (GEES, 04/11/05):

Desde que Richelieu inventó la raison d'état para explicar por qué un príncipe de la Iglesia como él debía aliarse con los príncipes protestantes alemanes contra el catolicísimo rey de España, existe la conciencia de que las grandes naciones-estado sólo pueden tener una política exterior, de modo y manera que poco o nada varía ésta cuando se produce un cambio de gobierno. Es así porque el estado tiene unos intereses nacionales que vienen condicionados por las circunstancias externas, que tienden a ser permanentes y algunas de ellas, como la geografía, casi eternas.

En las modernas democracias, que son regímenes de opinión pública, resulta muy difícil, si no imposible, sacar adelante cualquier política, y, por tanto, también cualquier política exterior, si sufre un amplio rechazo entre el electorado. Por eso, cuando los políticos quieren desarrollar una política exterior coherente con los intereses nacionales más o menos permanentes, es requisito indispensable que la opinión pública sepa cuáles son estos intereses y los perciba como "nacionales", es decir, comunes a todos y, en consecuencia, también propios.

En España, por nuestra Historia durante el último siglo, la población tiene escasa conciencia de cuáles son nuestros intereses nacionales. No digo que estemos enfrentados acerca de cuáles debieran ser considerados tales, que es cosa que, en la medida en que sea circunstancial, no es mala e incluso tiene francos aspectos positivos, sino que sencillamente no se habla de ello. No digo que no se hable de política exterior, que cada vez se habla más, sino que no se debate sobre cuáles son nuestros intereses nacionales. Sólo se habla de lo que es éticamente bueno o malo, de lo que la ética política dicta hacer. Por ejemplo: discutimos si los EEUU son buena gente o unos malvados Grupo de Estudios Estratégicos GEES 1 Colaboraciones nº 633 imperialistas, para aliarnos con ellos en un caso o para enfrentarnos a ellos en el otro, y, sin embargo, nada se dice de si nos conviene o no estar con ellos en tal o cual asunto; nos eternizamos discutiendo si la guerra de Irak es justa o injusta, pero desconocemos si nos conviene o no estar en ella; nos enfrentamos debatiendo sobre si los regímenes de Castro o Chávez tienen alguna justificación y sobre si es o no ético apoyarles, pero ignoramos si conviene o no a nuestros intereses hacerlo; cantamos o denigramos las excelencias de Europa, pero no sabemos qué intereses tenemos comunes a sus miembros y cuáles no. No digo que la política exterior deba basarse sólo en lo que conviene. Ése es otro debate. Lo que digo es que es necesario, al menos, saber lo que conviene, aunque luego no se actúe de conformidad con ello por consideraciones éticas o de otra índole. No debe olvidarse que, a veces, no hay margen para el altruismo y que, en cualquier caso, la generosidad bien entendida empieza por uno mismo.

Que los españoles no tengamos claro cuáles son nuestros intereses nacionales es malo porque difícilmente podremos defenderlos si no sabemos cuáles son. Pero con ser esto malo, no es lo peor. Lo peor es que, mientras los españoles llevamos décadas sin acertar a definir con claridad cuáles son nuestros intereses a defender en el exterior, los catalanes, aragoneses o murcianos, por citar sólo unos ejemplos no circunscritos a lo que durante la transición se llamaron las nacionalidades históricas, sí son cada vez más conscientes de cuáles son sus intereses "nacionales". ¿Por qué, si no, en Zaragoza se producen multitudinarias manifestaciones contrarias a la política de trasvases? ¿Por qué, si no, en Cataluña, una parte del electorado, que vota al Partido Popular en las elecciones autonómicas, prefiere hacerlo a favor de Conergencia i Unió en las generales? ¿Por qué, si no, en Murcia, en las elecciones de 2004, se repitieron los resultados de 2000 con un electorado que pensó más en el agua prometida por el PP que en el terrorismo islámico que se supone nos había traído Aznar? Este fenómeno, salvo quizá por lo que se refiere a Cataluña, es relativamente reciente, pero no por ello deja de ser extraordinariamente peligroso: si nos sentimos aragoneses, catalanes o murcianos antes que españoles y, en consecuencia, percibimos como prioritarios los intereses regionales a los nacionales, ¿puede extrañar que a muchos en la península les importe un bledo lo que ocurra en Ceuta y Melilla?

Urge un debate público sobre los intereses nacionales de España. Ya sé que, lamentablemente, no vamos a estar de acuerdo sobre cuáles deban ser tenidos por tales, pero el hablar de ello es al menos una manera de reconocer que, aunque no sepamos todavía cuáles son, haberlos, haílos.