Interinos eternos

En pleno debate sobre los interinos en las Administraciones procede señalar que su proliferación y presencia masiva en las tareas públicas es el fruto del matrimonio contraído entre una señora, la deplorable gestión de la función pública, y un señor, el clientelismo. Un matrimonio de los antiguos, sólido y a prueba de cualquier mudanza.

No extraña por ello que los jueces –europeos, nacionales…– se hayan visto obligados a poner coto a la incuria de los poderes políticos para introducir el ingrediente de la justicia allí donde no hay más que sinrazón. Porque es oportuno ponerse en la posición de un magistrado ante el que se presenta un veterinario, un profesor o un bombero que llevan 20 años prestando servicios a una Comunidad Autónoma o a un Ayuntamiento sin que nada ni nadie haya sido capaz de enderezar su situación. Y lo mismo vale decir para el empleado de Hacienda, de Obras Públicas o de Justicia al servicio del Estado. Es lógico que quien conoce de tal atropello trate de arreglarlo como pueda con sus armas en un juzgado.

Interinos eternos¿Cómo es posible el embrollo que todos los veranos se organiza con la asignación de puestos en la enseñanza? Y que afecta no solo a los interinos sino también a quienes ya han logrado superar una oposición, peregrinos de centro en centro por las provincias durante años. Antiguamente, en épocas de menor exaltación empoderada, a quien aprobaba una oposición a profesor de instituto se le asignaba una plaza que ocupaba hasta que por concurso se podía trasladar a otra que fuera más de su conveniencia y a la que tuviera derecho. Tal previsibilidad ha desaparecido y los pobres profesores, superadas las pruebas, se ven sometidos durante años a la trashumancia. Pero la trashumancia es propia del ganado y de los sufridos pastores, no de los funcionarios públicos.

Si esto ocurre con quienes han superado unas pruebas, imagine el lector lo que ocurre con quienes ostentan la condición de interinos, piezas movibles de un tablero regido por reglas arcanas y en donde –precisamente por ello– los enigmas sobrepasan con holgura a las certezas.

La desesperación del observador se afianza si contemplamos la carencia de personal en la asistencia sanitaria, especialmente lacerante en las zonas rurales, agravada por las consecuencias del virus. O en los servicios sociales o de empleo que tanto perjuicio causan a personas en situaciones desesperadas. Por no hablar de la Agencia Tributaria que exige un tipo de funcionario muy cualificado para que la seriedad se alíe con la solidaridad en beneficio de todos.

Al mismo tiempo, es bien cierto que, no todos, pero sí la inmensa mayoría de los interinos han adquirido tal situación gracias a la mediación de un pariente o al favor de un político. Lo lógico es que se les aclare desde el primer momento, sin la menor duda, que su condición es precaria y esconde un privilegio del que no han gozado miles de españoles carentes de ese cuñado bienhechor o de ese concejal, consejero o ministro que extrema su ternura con los allegados políticos. Un detalle que trastorna el orden constitucional entre cuyos valores se encuentra el mérito y la capacidad adecuadamente demostrados, como llaves que abren la puerta de acceso a los empleos que se financian con dinero público. Gracián ya dejó escrito que «no se habría de proveer dignidad ni prebenda sino por oposición, todo por méritos, solo a quien venga con más letras que favores». Y esto dicho en el siglo XVII, cuando aún no se vivía bajo las actuales finuras constitucionales.

Por tanto, si tal interino estuviera en su puesto de trabajo sólo el plazo que se necesita para que sea ocupado por un funcionario de carrera, entonces no se habría creado el atolladero que estamos viviendo conocido como el problema de los interinos.

Pero tal no ocurre, lo que se debe a la deficiente gestión de la función pública ya explicada. De esa coyunda entre el trato de favor (insistimos: no siempre, pero sí con absoluta frecuencia) y la incuria nace el interino. El interino eterno lo que es un oxímoron porque el interino, según el DRAE, es quien «ejerce un cargo o empleo por ausencia o falta de otro». Es como si habláramos de la embarazada eterna.

Y al interino eterno el juez no tiene más remedio que ayudarle solucionando los casos concretos y escandalosos de los que conoce en el ejercicio de su función.

Otra cosa es que el legislador se empeñe en resolverlo y lo haga además utilizando, en lugar de una pluma sutil, la tosca herramienta de la chapuza.

Porque chapuza, y de las clamorosas, es que a quien lleve 10 años de servicio se le exima de cualquier prueba, la mínima que se pueda imaginar: un simple dictado, verbi gratia, para comprobar si el candidato maneja de manera ortodoxa consonantes comprometidas como son la b y la v.

¿Por qué 10 años? ¿De dónde sale esa cifra?

Estamos ante un acuerdo al que se ha llegado sin consulta previa ni con las Comunidades Autónomas ni con las entidades locales, altamente afectadas. No es mal desaire para un Gobierno de coalición que enarbola el diálogo y la cogobernanza como emblemas de su condición progresista, transversal e inclusiva.

Chapuza pues, remiendo impresentable. Que a nadie puede extrañar si, como sabemos por los medios de comunicación, el bodrio ha sido cocinado in extremis por dos o tres diputados. Personas éstas a quienes debemos respeto por ser nuestros representantes elegidos en listas electorales bloqueadas y cerradas. Pero ningún respeto más pues se trata de seres que poco o nada saben de los asuntos serios y el de la función pública lo es como soporte del Estado.

A quienes están tan justitos de conocimientos, caso de esos diputados, no se les deben encargar, sin tomar las cautelas adecuadas, asuntos complejos. Muchos españoles nos quedaríamos más tranquilos si supiéramos que en este tema se había contado con la opinión de catedráticos como Alejandro Nieto o Miguel Sánchez Morón.

O con el Informe exhaustivo del Defensor del Pueblo (2003) que criticaba el abuso de la interinidad porque crea «un entramado de intereses contrapuestos»: frustra las expectativas de otros funcionarios al impedirles su promoción y obstaculiza a los opositores que aspiran a presentarse a pruebas públicas, limpias y juzgadas por personal competente (no por aficionados de los sindicatos). El aumento de la interinidad agudiza la desigualdad y extrema el peligro de la arbitrariedad pues es sabido que la contratación de personal temporal no conoce las garantías de la selección de funcionarios de carrera. A ello se añade que los procesos de posterior consolidación –como éste que ahora estamos tratando– implican en la práctica incorporar mediante pruebas simples a quienes en su día accedieron sin una demostración exigente de sus méritos.

A la vista de lo expuesto, la complejidad del problema salta a la vista. Nada más frívolo que encargar su tratamiento a quienes carecen de los saberes necesarios y viven las urgencias de alcanzar acuerdos políticos que calmen los aprietos de sus respectivos jefes.

Antes de acabar consignemos con dolor la última botaratada que figura en la ponencia política que va a debatir el PSOE y que consiste en otorgar becas a los opositores a judicaturas para garantizar el acceso «democrático» a la carrera judicial. Hace falta tener cuajo para anunciar este proyecto. Quienes firmamos este artículo llevamos decenios explicando en Facultades de Derecho y podemos asegurar que las plazas de jueces y fiscales se obtienen por jóvenes de orígenes sociales variados, entre ellos son legión los de humilde procedencia.

A ver si de una vez se aclara el mundo progresista: el único ascensor que asegura la justicia social es el de las oposiciones libres.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. Autores de Panfleto contra la trapacería política. Nuevo Retablo de las Maravillas, con Prólogo de Albert Boadella (Triacastela, 2021).

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