Interinos y permanentes

Ni se saben cuántos son. Ni cuántos se van a beneficiar. Sin mayor estudio, consideración o evaluación, cientos de miles de funcionarios interinos y de personal laboral temporal con más de cinco años ocupando la plaza correspondiente, al menos, desde antes de 1 de enero de 2016, se van a beneficiar de un proceso extraordinario de regularización. Es el retrato de cómo se afronta en España un problema de tanta gravedad: con la frivolidad de la política; el populismo de todos los partidos; sin más.

El problema es gravísimo, como ha denunciado la Comisión Europea. No es razonable, desde ningún punto de vista, que, según algunas cifras, el 23 por ciento del personal al servicio de las Administraciones Públicas se encuentren en situación de temporalidad. La inseguridad que genera carcome psicológicamente al afectado. El contexto de nuestro país no es propicio: con una elevadísima tasa de desempleo, con baja movilidad derivada, precisamente, de la organización territorial del Estado, donde el empleado público de una Administración territorial tiene pocas o nulas posibilidades de movilidad, máxime cuando se eleva, cada vez con mayor fuerza, la barrera del «idioma oficial» de la comunidad autónoma. Cuando el mercado se restringe con disposiciones cada vez más arbitrarias, la angustia se reduplica.

Interinos y permanentesEl problema de los interinos tiene otra dimensión que no puede ser silenciada: la arbitrariedad en el acceso al puesto. La temporalidad, hija de la excepcionalidad, ha justificado nombramientos sin garantías de ningún tipo de que cumplan con las exigencias del mérito y capacidad. Porque, por muy temporales que sean los empleos, el acceso debería atender tales exigencias. Los políticos se sirven, con ligereza, de esta forma excepcional de empleo público para atender a su arbitrariedad, que está detrás del amiguismo, del enchufismo y del clientelismo político.

No se puede hacer, ni lo pretendo, un juicio general aplicable a todos los casos. No hay estudios ni datos que nos lo permita formular, pero, y éste es un pero relevante, la excepcionalidad del acceso, asociado a la temporalidad, ha servicio de cobertura a los atropellos. La continuación en el disfrute de la situación, fruto de la ilegalidad más descarnada, podrá blanquear la situación, pero no ocultar el pecado original, al menos, en algunos casos.

La fecha utilizada como referencia, la del 1 de enero de 2016, es tan arbitraria como las consecuencias que produce. No hay explicación, ni se espera, de por qué cinco años y no cuatro o seis, o 10, como parece que proponía inicialmente el Gobierno. La pura arbitrariedad. Al trazar esta frontera sin razón alguna, fruto de la decisión política, a unos se les beneficia, pero a otros se les perjudica. No sabemos si al trazar esa frontera se beneficia a más o a menos. Ni si ese es el criterio. Nos podemos imaginar la desazón que sufrirán todos aquellos que, incluso, por horas o por días, no pasarán a engrosar la lista de los agraciados por la lotería, la de la política, que no necesita de estudios, análisis o evaluaciones. Es indiferente.

Y qué decir de todos los que verán frustradas sus expectativas, después de años de esfuerzo y estudio, de poder ocupar alguna de las plazas que se pretenden consolidar por esta vía. Los jóvenes que se han estado preparando y que reciben, una vez más, el mensaje de que es preferible un buen contacto que una buena oposición. El mensaje es terrible. No estudies, no te esfuerces, no trabajes… haz política, el cabildeo denunciado por Galdós. Son cientos de miles de plazas que, de repente, desaparecen del mercado. ¿Qué hacer? Si la temporalidad de unos eleva su angustia, la desaparición por esta vía «patriótica» de las plazas multiplica la angustia de otros, al coste de alimentar en nuestro sistema jurídico-político el monstruo de la arbitrariedad.

Se rompe la igualdad y se ataca a la eficiencia en la gestión de los asuntos públicos. El artículo 103.2 de la Constitución establece que el acceso a la función pública ha de ajustarse a los principios de mérito y capacidad. En los Estados democráticos de derecho, en particular, se reconoce que la única manera de garantizar la igualdad en el acceso al empleo público es estableciendo un sistema que atienda a la objetividad asentada en la acreditación de los méritos y en las capacidades del candidato. Es una manera razonable de elegir a los mejores para encargarles que sirvan de manera objetiva al interés general. Aunque la meritocracia ha merecido en los últimos tiempos una crítica demoledora –como la de Sandel, que la ha calificado de «tiranía»–, es la menos mala de los sistemas de selección.

Ciertamente, en un contexto institucional fuertemente individualista, como el anglosajón, la meritocracia puede alentar la impresión de que el éxito es personal y justo, por lo que se olvida la contribución de otros factores –como el azar– y afecta a la apreciación del bien común. En otros contextos, como el nuestro, no está tan acentuado. No creo que –ni nunca he conocido a– nadie que haya superado las oposiciones más duras, y se sienta bendecido, al modo calvinista o luterano, por el mensaje divino de la salvación manifestada por el éxito en estos procesos o, en general, en el trabajo, como expuso brillantemente Weber. No hay espacio a la arrogancia y a la consiguiente marginación del bien colectivo porque, en nuestra cultura, sí que preferimos hablar de la suerte, que se llenará con el contenido que se quiera, desde el dedo divino hasta el azar.

En el acuerdo alcanzado por el Partido Socialista, Unidas Podemos, ERC y PNV se quiere aparentar atender el requisito del mérito y capacidad con la habilitación del concurso como vía de selección, en el que sólo se valoran los méritos. El problema no es tanto esta fórmula cuanto cómo se eligen a las comisiones de selección, cuáles son los méritos que considerar y cómo se valoran. En el mundo universitario conocemos muy bien este mecanismo; cómo las universidades constituyen comisiones para proveer las plazas integradas por los amigos del candidato de la casa, con perfiles que nada tienen que ver con la plaza y con criterios tan objetivos como que sólo se refieren a las líneas de investigación del candidato. En definitiva, un traje a la medida de la endogamia. El apoyo de los nacionalistas nos ofrece un indicio de que esperan a que el «amor a la patria» sea un mérito.

La política en España sufre de un terrible presentismo. No es ni tactismo. Lo único importante para los políticos es el presente: no sólo es lo único que existe, sino que es lo único que le interesa. El futuro, incluso el más inmediato, ni existe ni interesa. El deterioro de las instituciones es el mejor ejemplo; la regeneración democrática ni atañe ni importa. El bipartidismo puede hacer todas las barbaridades que quiera porque no tendrá castigo. El problema del bipartidismo no son los partidos sino una sociedad que, centrada en unos u otros problemas, ha llegado a la conclusión, tal vez por agotamiento, de que sus desafueros son un mal menor. El populismo, asentado en el odio, ha terminado contaminando a todos para preterir cualquier otra cuestión que no sea echar al infecto otro. Entretenidos en estas quitas, sigue el proceso de deterioro. Hace unos días fue la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y demás; otros días, las condenadas por corrupción, normalizadas con una indiferencia que ni merece explicación. Un proceso sin fin donde un escándalo tapa otro anterior; una pendiente de deterioro por la que vamos transitando cual asnos con anteojeras. No se valora –y la culpa no es sólo de los políticos– levantar la vista, pensar y trabajar por el futuro, por el mundo que dejaremos a nuestros hijos que ante lo que están viendo, o preferirán irse o entregarse al cultivo del contacto porque el del trabajo es costoso, incierto y poco productivo. Algunos dicen que tenemos los políticos que nos merecemos. El problema es que ellos lo saben.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo.

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