Internacionalizar la narrativa sobre ETA

«Querido Dario: permíteme que te llame así, pese a no conocerte personalmente fuera del escenario», así empezaba la carta que Fernando Savater publicó el 7 de diciembre de 1997 para Dario Fo, el recién galardonado con el premio Nobel de Literatura. El filósofo donostiarra, tras ese arranque cariñoso, pasaba a reprocharle al italiano unas declaraciones que este había realizado sobre la condena a la Mesa Nacional de Herri Batasuna. En efecto, unos días antes Fo había acusado al Gobierno español de desaprovechar, con ese gesto, un momento muy oportuno para «demostrar su voluntad de buscar la paz».

Diez años más tarde, el senador vitalicio Francesco Cossiga, expresidente del Consejo de Ministros (1979-1980) y presidente de la República Italiana entre 1985 y 1992, instó al ministro de Asuntos Exteriores de su país a que presentara una queja formal al presidente Rodríguez Zapatero para denunciar el arresto de los dirigentes «de la organización independentista vasca Batasuna». Esas detenciones, siempre según Cossiga, ponían «en riesgo la puesta en marcha de un proceso de resolución negociada del conflicto entre España y Euskal Herria», un conflicto, concluía el senador, que enfrentaba «el pueblo vasco a los Estados español y francés» y que había provocado «tantos lutos en ambos bandos».

Internacionalizar la narrativa sobre ETA
NIETO

Estos ejemplos del país transalpino sirven para ilustrar dos hechos. En primer lugar, que fuera de España se sabía poco y mal de la cuestión vasca. A lo ya señalado, para ser justos y no limitarnos al caso italiano, haría falta recordar que durante muchos años Francia fue el santuario de ETA, que algunos países sudamericanos brindaron un apoyo descarado a la izquierda abertzale y que ciertos medios de comunicación extranjeros definían a los etarras no como terroristas sino como luchadores de la libertad.

En segundo lugar, queda claro que, en algunos ambientes, se impuso la idea de que para alcanzar la paz había que imponer lo que Cillian McGrattan denominaba como «consenso aplacador». Según el politólogo norirlandés, el precio para asegurar una convivencia pacífica era que las víctimas aceptaran la impunidad del victimario, reprimiendo sus pretensiones de justicia. Eso iba a conllevar la creación de aquella «verdad confortable» que Primo Levi detectaba en quienes pretendían suavizar las consecuencias del Holocausto para poder vivir mejor. Apartar lo desagradable, lo inconveniente, crear una realidad irreal es un mero artilugio al servicio del 'quieto vivere', una moneda de cambio para que la «mentira fosilizada» sirva como material para edificar una torre de marfil en la cual mantenerse inconscientemente alejados de la verdad. Para lograr este engañoso aislamiento es necesario prescindir de tres elementos básicos: justicia, verdad y memoria. En 2014, Rogelio Alonso, a la hora de analizar lo que estaba ocurriendo tras el fin de la violencia de ETA, hablaba de la pretensión de algunos de «embellecer la impunidad». El catedrático de Ciencia Política hacía hincapié en la gravedad de «desfigurar el pasado cancelando la rendición de cuentas imprescindibles para derrotar políticamente al terrorismo» y acababa constatando, en 2018, una vez disuelta la banda, que el verdadero derrotado era quien se había autoproclamado como vencedor. A su vez, Luis Castells avisaba de que «desde determinadas formaciones políticas se tiende a poner el acento en la paz y la conciliación, lo que puede inducir a mirar el pasado obviando aquellas partes más lacerantes» y al colectivo más lacerado, añadiría: las víctimas.

Hoy, tras cinco años sin ETA, se continúa revictimizando a los que más padecieron la amenaza, la exclusión social, el escarnio y la violencia. A las víctimas se les sigue exigiendo sacrificios con tal de mantener un 'statu quo' que no desequilibre el lento proceso de reconciliación. Se pretende que no se opongan a los beneficios penitenciarios de los etarras, que soporten los homenajes a los excarcelados de la banda, que renuncien a buscar la resolución de los más de trescientos casos de asesinatos cometidos por ETA aún sin resolver, que se conformen con la aguada manera de lamentar el dolor causado que expresó, hace un par de años, el líder de la izquierda abertzale. A las víctimas, en definitiva, se les exige que no luchen para mantener la memoria de lo que les rompió sus vidas para siempre. Ahora, esa misma exigencia parece extenderse a toda la población. Que el silencio y el olvido se impongan al recuerdo o que predomine una visión edulcorada y distorsionada de lo que pasó.

En la narrativa sobre la desaparición de la violencia ha ido cobrando fuerza la versión según la cual la movilización ciudadana contra el terrorismo fue crucial para el cese de la violencia. En verdad, solo unos pocos valientes, como los concejales de los partidos constitucionalistas o quienes impulsaban el movimiento pacifista y cívico, se opusieron a los violentos, poniendo en riesgo su vida y la de sus seres queridos. Lo mismo que hacían los agentes de las fuerzas del orden, principales blancos de los terroristas.

La inmensa mayoría de los vascos y navarros miró hacia otra parte cuando ETA quiso imponer la independencia a tiros. Son los 'ignavi', los que nunca se posicionaron y que Dante confinó en la Puerta del Infierno junto con aquellos ángeles que, según el poeta florentino, en la pugna entre Lucifer y Dios se pusieron de perfil. Al no poder gozar de los placeres del paraíso, pero tampoco siendo merecedores de una condena eterna en el infierno, pasarán el resto de la eternidad en ese limbo gris, sin infamia y sin honor. Allí mismo podrían estar aquellos «espectadores indiferentes» que Arteta describía como quienes, cuando ETA existía, evitaron posicionarse. Muchos los hicieron, comprensiblemente, por miedo; otros tantos por desidia. Hoy, sin violencia, puede que queden casos de «miedo reciclado», como apunta Bauman, o, de «miedo derivativo»: ese «sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza […] que sobrevive aun cuando ya no exista amenaza directa alguna», según palabras de Lagrange. Sin embargo, para la inmensa mayoría de la ciudadanía el temor ha desparecido. Ahora es necesario que no se imponga la desidia.

Frente a la visión idealizada sobre ETA, hace falta que el mundo académico y las instituciones públicas apuesten de manera decidida por la divulgación de un relato serio y preciso sobre lo que supuso el terrorismo. Y hace falta que se haga no sólo a nivel nacional, sino también internacional. Esa labor evitaría la calcificación de un sesgo ideológico apologeta con el nacionalismo vasco radical que produce, todavía hoy, dentro y fuera de España, cierta literatura militante carente de rigor científico y, lo que es peor, va creando un caldo de cultivo radicalizador del que en el futuro pueden volver a brotar el fanatismo y la violencia.

Matteo Re es profesor titular de la Universidad Rey Juan Carlos. Docente del máster en Análisis y Prevención del Terrorismo.

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