Internet y los menores: Europa debe reaccionar

En la economía, todos somos, varias veces al día, un producto, porque si el producto es gratis, el producto somos nosotros. Quien más y quien menos ya es consciente de esa realidad, hace años inadvertida.

Sin embargo, aún actuamos con la venda en los ojos. El buscador de internet, nuestra red social favorita, el punto azul que seguimos en el mapa cuando visitamos otra ciudad: todo nos parece gratis, pero no lo es. Pagar con datos es pagar, y con nuestros datos, grandes plataformas tecnológicas de Estados Unidos o China están construyendo imperios que rayan la condición de monopolios.

Con el poder de su músculo financiero y la casi mágica eficiencia de sus productos y servicios, estas empresas nos han acostumbrado a permitir, en el mundo digital, situaciones que nos resultarían inconcebibles en lo físico.

Tenemos en nuestros salones máquinas que escuchan nuestras conversaciones, nuestros datos viajan sin control para vendernos publicidad, nos suministran informaciones falsas y vídeos extremistas que excitan nuestras pulsiones más turbias. Saben dónde estamos y qué nos preocupa.

Nosotros, al menos, somos adultos; se supone que sabemos lo que hacemos. Pero ese mismo modelo de negocio se aplica también a los menores.

Niños y adolescentes también pueden acceder a contenidos extremos en YouTube, recibir desinformación, ser engañados por desconocidos, sufrir la ansiedad contemporánea de asomarse a Instagram y sentir que todos son más guapos, más listos y más divertidos que tú. No parece, por cierto, que la recientemente aprobada «Ley de protección a la infancia y la adolescencia frente a la violencia» tenga muy presente el ámbito digital: de sus sesenta artículos, solo dos hacen referencia a él.

Las grandes plataformas que hacen negocio con estas situaciones tratan de eludir su responsabilidad, pero hace ya tiempo que el viento giró en su contra.

En el caso de Facebook, su situación es especialmente complicada: primero a través de filtraciones en The Wall Street Journal y luego testificando ante el Senado estadounidense, su ex ejecutiva Frances Haugen ha dejado claro que la empresa sabía de los efectos dañinos de Instagram en las adolescentes.

Y a Facebook le dio igual, porque lo único importante es la cuenta de resultados.

Sabemos que niños y adolescentes siempre han sido un jugoso objetivo de negocio. Pero esto no trata de vender juguetes, bollos, zapatillas de deporte o videoconsolas. Se trata de vender datos personales, y muchas veces íntimos, que se captan mediante estrategias para monopolizar uno de nuestros bienes más preciados: la atención. En ese juego también está, insisto, una parte vulnerable de nuestra sociedad: los niños y los adolescentes. El algoritmo también decide qué enseñarles, qué ofrecerles, cómo hipnotizarlos. Y no lo diseña un ingeniero preocupado por la estabilidad emocional de los menores.

No decimos, escandalizados, que «en este casino se juega», como en la famosa escena de Casablanca. El problema es que en este casino también juegan los menores. Y algunas consecuencias dan miedo. Les recomiendo que echen un vistazo al informe «Violencia viral», elaborado por Save the Children, que identifica hasta ocho tipos de ataques que sufren los menores online, como el ciberacoso, la incitación a conductas dañinas o la llamada sextorsión. O que tengan en cuenta los datos de la Fundación ANAR: el uso sin control de la tecnología tiene un papel central en el 29,9% de los casos que atienden.

Esta denuncia de los riesgos que corren niños y adolescentes en internet no quiere caer en el puritanismo.

La transición digital ofrece muchísimas oportunidades, y los menores tienen que participar de ese entorno. Pero necesitamos marcar unas reglas de juego claras, que no pueden ser iguales para los adultos que para una adolescente de dieciséis años o un chaval de siete.

¿Qué hacer, entonces? Lo primero es tomar conciencia de la situación: nuestros datos tienen un valor económico, y no podemos ir entregándolos como si nada.

La aplicación que utilizamos como linterna en nuestro móvil no debería acceder a nuestra lista de contactos, por ejemplo. Podemos jugar al juego de los gigantes de internet, pero qué menos que tener claras sus reglas, algo muy complicado si hablamos de menores.

Entendamos también que esto no es otra batalla comercial, o una simple cuestión de derechos del consumidor. Es eso y más. Tiene una derivada geopolítica, sistémica, que se escapa de nuestras preocupaciones diarias, pero que nos acabará alcanzando, de un modo u otro.

La transición digital está configurando un nuevo mundo, en el que nosotros, los europeos, tenemos, por ahora, un peligroso papel de comparsas. Somos meros consumidores, suministradores de datos, atrapados entre los modelos, muy distintos, de dos gigantes: China y Estados Unidos. Afortunadamente, estamos más cerca del estadounidense, pero eso no significa que sea el nuestro.

Más allá de la responsabilidad individual de cada uno, necesitamos un modelo europeo de transición digital de acuerdo con nuestros valores, donde todas las empresas compitan en igualdad de condiciones, sin constreñir la innovación ni permitir que unos tengan unos compromisos fiscales y laborales y otros puedan eludirlos. Debemos crear un terreno de juego con las reglas claras y equilibrado que tenga en cuenta a los vulnerables.

Se trata de un reto que trasciende con creces las fronteras de España. La batalla se juega entre grandes bloques globales, y por fin la UE, con la actual Comisión al frente, parece haber reaccionado. La Digital Services Act y la Digital Markets Act, en tramitación, van por buen camino, pero necesitamos más rapidez, agilidad y audacia.

Los gigantes tecnológicos llevan mucha ventaja y, si no reaccionamos, cuando nos demos cuenta tendremos sociedades totalmente definidas por sus intereses, que no son los nuestros. Y los más perjudicados serán los vulnerables, como los niños y adolescentes.

Ana Caballero es vicepresidenta y portavoz de la Asociación Europea para la Transición Digital.

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