Interpretar a China

En una magnífica Tercera, el director de ABC, Bieito Rubido, nos ha invitado a entender a China. Nada más puesto en razón. China es ya la segunda potencia económica mundial y pretende ser la primera en poco tiempo. Y no sólo eso. Aspira a ser la mayor potencia global del planeta a mediados de este siglo. En todos los terrenos. Desarrollando una estrategia muy bien definida y ejecutada con ambición y determinación. La fecha fijada es el año 2049, cien años después de la creación de la República Popular China, una vez ganada la guerra civil que se desarrolla a raíz de la derrota japonesa en la II Guerra Mundial. En los cien años anteriores, China había vivido lo que los propios chinos llaman el «Siglo de la Humillación», como resultado de la injerencia de las potencias occidentales e incluyendo la invasión japonesa de Manchuria.

Un siglo en el que el esplendor milenario de China decae después de muchos siendo la primera economía del mundo. Valga una anécdota: cuando le preguntaron al historiador británico Neil Fergusson si creía que el siglo XXI iba a ser el siglo de China, su respuesta fue contundente: «¿Por qué no? Todos lo han sido menos el siglo XX…».

China tiene, en consecuencia, la ambición de volver a su ser. Es decir, la nación (y la civilización) más importante del mundo. Una determinación que viene acompañada, además, de la pujanza asiática en su conjunto. No sólo por Japón, Corea, Taiwán o Singapur, sino también por el desarrollo del sudeste asiático (Indonesia, Vietnam, Malasia, Tailandia y el resto de Asean) y por el vertiginoso ascenso de India, cuyos ritmos de crecimiento superan ya a los de la propia China y que demográficamente va a ser, en una generación, el país más poblado del planeta.

En consecuencia, es absolutamente imprescindible orientar nuestra mirada a Asia en general, y a China en particular. No lo hemos hecho históricamente (los ejes de nuestra política exterior han sido siempre Europa, el Mediterráneo e Iberoamérica) y seguimos con un evidente déficit de atención hacia lo que se ha consolidado ya como el centro de gravedad de la Tierra: el Estrecho de Malaca, que conecta el Pacífico (el mar de la China del Sur) con el Índico (el golfo de Bengala), en torno al cual pasa ya la mayor parte de los flujos comerciales globales y donde veremos crecientes tensiones militares en una explícita pugna por la hegemonía aeronaval entre Estados Unidos y China, para la que esa zona es tan vital como lo ha sido el Mediterráneo para nosotros o el Caribe para los norteamericanos.

Obviamente, no podemos ser ajenos a esa realidad indiscutible. Aunque eso suponga asumir que los europeos estamos ya en la periferia del nuevo mapamundi de este siglo. De ahí la trascendencia de entender a China, como nos demanda Bieito Rubido.

China puede -y debe- ser un socio comercial y económico de primerísimo orden para España. Y es cierto que nos queda muchísimo camino por recorrer, muchos lazos por estrechar y mucho campo para fortalecer las relaciones bilaterales.

Pero debemos hacer, asimismo, un esfuerzo de interpretación. China pretende sustituir a Estados Unidos como la gran superpotencia capaz de proyectar sus valores y sus intereses globalmente y en todas direcciones. No sólo económica o comercial sino en inversiones estratégicas, influencia política o poderío militar. De ahí, la gran apuesta de fondo que está haciendo China: para conseguir ese objetivo, la clave está en el dominio de la tecnología digital en todas sus manifestaciones.

Las recientes escaramuzas en torno a Huawei deben interpretarse en ese contexto. Lo que está en juego es quién lidera la Inteligencia Artificial, el 5G, el Internet de las Cosas, el «machine learning» o el «blockchain». Es decir, la última fase de la 4ª Revolución Industrial, que conocemos como Revolución Digital. En frase del presidente ruso Vladímir Putin, «quien domine la Inteligencia Artificial dominará el mundo».

China está justamente en eso. El esfuerzo en el terreno educativo, en I+D+i, o en absorción de tecnología (a menudo, con escaso respeto a la propiedad intelectual o con políticas contrarias a las normas de la OMC) está siendo descomunal. Y los resultados empiezan a ser visibles en términos de especialistas en STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) o en su capacidad de exploración espacial, como acabamos de ver en la cara oculta de la Luna. O como ha quedado patente en el desarrollo del 5G, superando a Estados Unidos, Corea y, desde luego, a la propia Europa. China sabe que la pugna por la hegemonía se resuelve en el campo tecnológico del espacio y del ciberespacio (incluida la militar), más allá de su capacidad para constituirse en la primera potencia aeronaval en competencia de igual a igual con Estados Unidos.

Por ello, es una tragedia geopolítica que Occidente se debilite como concepto asociado a unos valores. Hablamos de la democracia representativa, la economía de mercado basada en la libre iniciativa privada, la sociedad abierta centrada en la libertad y la igualdad, o un orden internacional liberal, fundamentado en el libre comercio, el respeto al derecho internacional y los derechos humanos o el multilateralismo). Un debilitamiento del «vínculo atlántico» que parte del repliegue anglosajón y el abandono del liderazgo multilateral por parte de Estados Unidos.

Recuperar la fortaleza de ese vínculo, asumiendo Europa todas sus responsabilidades, incorporando a América Latina en ese empeño, o renovando los lazos con Japón, Canadá, Corea o Australia (que comparten los valores occidentales), es absolutamente vital.

En caso contrario, China seguirá su camino sin encontrar sus límites. Hasta hace poco, muchos creíamos que su propio desarrollo iba a presionar por la democratización de China o su plena inserción en el orden internacional multilateral creado en Breton Woods, al acabar la II Guerra Mundial. Hoy la realidad desmiente tal aserto. Las nuevas tecnologías permiten, como nunca vimos antes, el control social por parte del poder político. Y sin la agresividad ideológica de la antigua Unión Soviética, China va ampliando muy rápidamente su esfera de influencia en todos los ámbitos.

Una influencia que tiene poco que ver con la democracia y la libertad tal y como las entendemos en Occidente. Nosotros somos hijos de la Ilustración. Ellos no.

Josep Piqué fue Ministro de Asuntos Exteriores.

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