Intervenir los partidos políticos

Los partidos políticos son, hoy por hoy, los únicos órganos de representación ciudadana. La Constitución les reconoce la condición de instrumento fundamental para la participación política cuando, en su artículo 6, proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley”. Los sondeos de opinión los sitúan en estos momentos como el tercer problema de los españoles, cuando deberían ser reconocidos no como problema sino como solución. Que el principal instrumento de representación ciudadana haya desplazado al terrorismo de la preocupación de los ciudadanos indica que nuestra democracia ha pasado de estar horrorizada por los crímenes etarras a estar hastiada de quienes tienen el deber de servir de puente entre el poder y la sociedad.

Nuestra democracia se ha articulado alrededor de un bipartidismo imperfecto que, hoy, comienza a estar en crisis por el deterioro del partido gobernante y el desprestigio del principal partido alternativo al mismo. Si se vislumbrara una respuesta solvente a ese bipartidismo, me podría embargar la melancolía pero no la preocupación por el futuro de la democracia y la estabilidad política de mi país. Quienes hemos militado o militamos en partidos que no podían aspirar a obtener votos porque entonces sólo había botas, no tenemos especial ansiedad ante el deterioro electoral de esas formaciones políticas. La mayor parte de la historia del PSOE, por ejemplo, se ha visto plagada de sinsabores, sin poder siquiera aspirar a cumplir esa misión de representación social, perseguido como estuvo durante los largos periodos de regímenes autoritarios o dictatoriales.

Por lo tanto, al manifestar mi desasosiego con la propuesta que realizo, no lo hago preocupado por la suerte de los dos grandes partidos y por la de aquellos que gobiernan en algunos territorios periféricos, sino por la deriva que está tomado la democracia y por la desafección ciudadana que se percibe en estos instantes, donde el desconcierto social y económico exigirían un buen sistema de representación, una confianza plena en los representantes políticos y una sociedad bien armada capaz de seguir la senda que los liderazgos partidarios marcaran.

Si la corrupción no hubiera surgido con la fuerza que lo está percibiendo la sociedad en estos momentos, también me embargaría la inquietud por nuestro sistema de representación, que se ha quedado obsoleto para toda una generación que percibe la democracia de manera diferente a como fue articulada en la Transición de los años setenta. La generación digital que los padres hemos creado usa Internet, vive en Internet y a través de Internet. Se hicieron amigos y enemigos en línea, planean fiestas y sesiones de estudio en línea, se enamoran y rompen en línea. La web para ellos no es una tecnología que tengan que aprender. La web es un proceso para ellos. Ellos son la web. No es su culpa que no crean en el respeto, enraizado en la distancia entre el ciudadano solitario y las majestuosas alturas en donde reside la clase dominante, apenas visible entre las nubes. Su punto de vista de la estructura social es diferente a la de sus padres: la sociedad es una red, no una jerarquía. La democracia ha dejado de ser piramidal para convertirse en un proceso horizontal. Están acostumbrados a iniciar un diálogo con cualquier persona, ya sea un profesor, una estrella del pop o un deportista famoso y no necesitan ningún requisito especial relacionado con el estatus social. El éxito de la interacción depende únicamente de si el contenido de su mensaje será considerado como importante y digno de respuesta. Y si, gracias a la cooperación, debates continuos y la defensa de sus argumentos en contra de la crítica, tienen la sensación de que sus opiniones sobre muchas cuestiones son simplemente mejores, ¿por qué no deberían esperar un diálogo serio con el Gobierno o con sus representantes parlamentarios, autonómicos o municipales? Esta nueva situación está planteando una crisis en la representación democrática que ha venido a agravar extremadamente la corrupción política.

Por esa razón, sería aconsejable que el parlamento español encargara al Consejo de Estado, o a una comisión de personas independientes, un informe que proponga la modificación del modelo de control del funcionamiento económico-financiero de los partidos políticos.

Y digo nuevo modelo de control porque, sobre el papel, parecería que tanto la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (de 1985) como la Ley Orgánica de Financiación de los Partidos Políticos (de 2007) deberían ser suficientes, si se cumpliera todo lo establecido, pero la práctica demuestra que no lo es. No hace falta ejemplificar lo que digo. Si esas dos leyes no cumplen con el propósito para el que fueron creadas, mucho me temo que el Derecho comparado no nos ayude mucho porque estamos hablando de un problema bastante generalizado en las democracias occidentales.

Por eso me pronuncio por un control constante, continuo y permanente de la economía de los partidos. Un control constante y permanente como el que planteo, equivaldría a “intervenir” los partidos (poner alguien a vigilar y controlar la legalidad de cada operación con carácter previo). Esto, cuando se hace con una empresa privada, sólo se lleva a cabo cuando se encuentra en una situación de especial dificultad, como un concurso de acreedores, dentro de lo cual está lo que antes llamábamos “quiebra”. Pero ¿es que acaso a nivel político no se da una situación equivalente? Está claro que estamos ante una situación de quiebra de la confianza en los partidos políticos que se extiende por contagio a todo el sistema democrático. Pienso que la situación es lo suficientemente grave como para requerir medidas excepcionales y, por ejemplo, justificar la “intervención” que propongo, para restablecer la confianza perdida.

Creo que el problema de financiación de los partidos tiene su origen en las reiteradas campañas electorales en las que se ven obligados a participar. Si ese fuera el engorro mayor, me inclino por unificar las elecciones en España para evitar el dispendio que tal dispersión ocasiona.

Desgraciadamente, no es sólo un partido el que se encuentra bajo la sospecha de funcionamiento anormal en cuanto a su financiación. Si así fuera, los demás habrían conseguido avergonzar a su estructura dirigente. El problema en España es que son varios los que andan metidos en asuntos sospechosos y en procesos judiciales que, como bien se dice desde otras instancias, se alargan excesivamente. La tendencia de los órganos de dirección de los partidos es tratar de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio, deteriorando la imagen de los que componen esas estructuras de dirección y, lo que es peor, acabando con el prestigio y la historia decente de los partidos de los que se responsabilizan. Mientras tanto, la militancia de esas formaciones políticas, cansadas de ver como se mira para otra parte, no acierta a hacerse cargo de la situación o no se atreve a mover ficha para no ser acusados de desleales. El día que la militancia de uno de los partidos políticos decida exigir responsabilidades políticas y dimisiones por los escándalos que asolan a su formación política, no me cabe la menor duda de que, cual fichas de dominó, los demás se verán obligados a tomar las mismas decisiones por la fuerza de la ficha que cae a su lado. No hay cosa peor que saber lo que hay que hacer y no hacerlo.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura.

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