Intrascendencia, ruido y modernidad

Habita en todos nosotros un deseo indómito de trascendencia. Ese sentimiento que, en mayor o menor medida, convierte al ser relacional en una superlativa proyección individual de sí mismo, la cual sólo alcanza su sentido en la dimensión social.

O, mejor dicho, en la perdurabilidad de esa dimensión en el resto. En eso que algunos llaman colectivo y otros sociedad. Viva, multiforme y peligrosa entelequia que ha servido de justificación desde antiguo a las peores atrocidades humanas.

La pretensión de superar la barrera del yo y pervivir como un eco retumbante en las conciencias ajenas fue explicada por José Ortega y Gasset o Søren Kierkegaard, y antes que ellos, también por Sócrates o Immanuel Kant.

Cada cual con un recorrido argumentativo distinto llegó a la misma conclusión. La preocupación elemental del individuo es el descubrimiento de su sentido vital.

Pero dada la dificultad introspectiva que implica ese ejercicio ad intra, sumergimiento inexorable en la profundidad del dolor, la consecución de esa aspiración se resuelve con mayor sencillez en el reconocimiento por los iguales (perspectiva ad extra), en la aceptación que el grupo transmite al miembro, expresión de utilidad y contenido sociológico que solamente se obtiene a través de una mínima, sí, trascendencia.

La trascendencia era, y es, así un instrumento de conexión social del sujeto individual al ente colectivo. La construcción del ethos, esa realidad imaginaria en la que la "comunión feliz" (o no tanto) de Jean-Jacques Rousseau o la "reunión de temores" de Thomas Hobbes ofrecen significación a la civilización como estadio posterior en el desarrollo del hombre.

La caverna, fría y lúgubre, queda atrás, y con ella se abre un recorrido luminoso. Un camino soleado en el que los individuos se abrazan los unos a los otros, misericordes y hermanos, deseosos buscadores de la identidad, ese grial que derrama esperanza, sentido, lógica y, al fin, constatación de la amable existencia.

¿Pero qué ocurre cuando el deseo inicial de transcendencia, como propósito social, es sustituido, más allá, por la ambición de la singularidad, por la mera realización de la misma?

Sucede que la estupidez se alza ruidosa y calla la razón. Sucede que cualquier cosa, la más evidente sandez, se torna en excusa legítima para el estentóreo rugido de la necedad. Y luego, una vez perpetrada esta, siempre existen razones, justificaciones, fundamentos hallados y motivos escogidos.

La trascendencia transmutada en el derecho a ser estúpido siempre, sin excepción, recluta acólitos.

Con esa pluma punzante y afiliada que le es definitoria, escribía Frédéric Beigbeder en 13,99 euros que "la cirugía estética es la última ideología que nos queda" y que "cada uno conjura el absurdo universal a su manera".

Lo que no escribe Beigbeder (o sí, pero sin ponerlo exactamente sobre el papel) es que esa anemia intelectual, moral y política en la que hoy vive Occidente (en otros lugares no disponen de tanto ocio… o son más inteligentes) encuentra su raíz principal en la necesidad voraz del sujeto de alimentarse de trascendencia, de destino, de ego, de yomismismo.

Esa droga dura de nueva generación con la que jóvenes y viejos, mujeres y hombres, progresistas y conservadores, mantienen la libido del reflejo en el espejo, permanente ejercicio de psicología, o autoayuda, masturbatoria con la que la sociedad contemporánea se anestesia frente a la depresión y la soledad, acentuadas todavía más con el coronavirus.

Es indistinto que la dosis se inyecte a través de likes en Instagram o mediante la vía oral y directa que permite el Prozac. La clave, siempre, es trascender a uno mismo, olvidarse de la existencia singular, del milagro divino de ser y, con suerte y esmero, procurar un segundo de atención en las vidas de otros para, así, distraer esa leve ensoñación diaria que nace con la autocontemplación: esa pesadilla que para tantos supone ser, prolegómeno condicional del deseo de trascendencia.

La ecuación, ya saben, se cierra con la gimnasia olímpica de la estupidez. Entrenamos para ser campeones. Ruido y furia, parafraseando a William Faulkner (y antes al Macbeth de William Shakespeare), en las calles de Madrid o Barcelona por el encarcelamiento de un rapero apologeta del terrorismo.

Ruido y furia, destrozo de mobiliario urbano, asalto y ataque a la propiedad privada, escupitajo y verbena, alcohol y violencia, por la aplicación pura y simple de la ley. Se concierta la muchedumbre a través de aplicaciones móviles, y brilla la noche y la ciudad con el fulgor de un led en la defensa de las libertades.

¿De las libertades de quién? ¿De las libertades para qué? Para todo, para nada. Detrás del estrépito, de las pintadas, de la propaganda y de los discursos solamente hay pretensión hueca de trascendencia. Grupúsculos de ridículos seres, diminutos y mezquinos, buscando el segundo de su gloria, el minuto de oro en el telediario… la trascendencia.

¿Y qué ocurre con las manifestaciones recurrentes e inoportunas de un vicepresidente? ¿O con las afirmaciones lapidarias de tal o cual artista o personaje televisivo? Hoy la llamada a las barricadas se hace desde Twitter y es patrocinada por los grandes conglomerados de medios y la industria textil. Si Lenin viviese (¡no lo digamos muy alto!) tendría un canal en YouTube, se exiliaría en Andorra y, por supuesto, recibiría los mismos aplausos y vítores que en San Petersburgo.

Los sóviets de antes son como los de ahora. La única diferencia estriba en el grado de profesionalización del odio. Ahora se odia más, aunque con distintas técnicas. Félix Dzerzhinski estaría realmente orgulloso de la sana juventud hater que defiende la libertad de expresión. Tanto el rigor en el desempeño de su misión como los reventones de escaparates son tan sólo metáforas visuales de la propagación en el espacio de los sentimientos materialistas: el tercer salto de espiral del arte desde El gran vidrio de Marcel Duchamp.

Odiamos el aburrimiento. Odiamos ser nosotros mismos. Sentarnos delante de un espejo durante cinco minutos sin hacer nada, sin pensar en nada, observando exclusivamente nuestro rostro y fisionomía, es lo más underground que cualquiera puede hacer en la España (o Europa) de 2021.

Nos horroriza tanto el aburrimiento que deseamos desesperadamente olvidarnos de él, y con él, de nosotros. Y para ello abrazamos la falsa amistad de las redes sociales, el calor invisible de las aplicaciones de consumo, la comida rápida, los videojuegos o, también, la parafernalia política.

Da igual el signo o la causa, el líder o el mensaje. Lo decisivo es ponerse una chaqueta, quemar un par de papeleras, reír la gracia del jefe de la tribu y hallar con todo ello la aceptación del grupo. Una aceptación momentánea, fugaz y transitoria cuyo valor radica en la capacidad de aislarnos de nuestro yo auténtico e introducirnos en Matrix, en esa sociedad fabulosa y quimérica en la que somos alguien, alguien distinto a nosotros mismos, alguien capaz de ser feliz, alguien que no es ese alguien que realmente somos.

La vida se ha convertido en un juego de disfraces.

Admitiendo lo espeluznante del relato, aceptando la monstruosa impresión que produce comprobar cómo el individuo occidental del nuevo milenio desfila con decisión hacia el acantilado, conviene sin embargo recobrar el sentido, la conciencia presente y arrojarse a la gran pregunta. ¿Para qué sirve la trascendencia?

La contestación sincera y personal que cada cual ofrezca al interrogante aliviará, quizá parcialmente, la angustia existencialista que nos envuelve y que jamás hubiesen podido imaginar Jean-Paul Sartre o Albert Camus.

Como Meursault en El extranjero, encontramos la fatalidad en el yo, pero ese yo es ahora un todos. Todos nosotros. Todos en el deseo permanente de encontrar un sentido para que algo nos haga alguien.

Entre barricadas, mascarillas, estúpidos, políticos con aspiraciones autoritarias y sociedades que entran en pánico ante un microsegundo de tedio, descabalga este conjunto de gritos humanos, este coro de idiotas, esta reunión de pobres almas a la que ni T.S. Eliot, ni Michel Houellebecq ni Beigbeder, ni Ortega ni Kierkegaard podrían salvar de su lamento.

Detrás de la crisis actual (intelectual, moral y política), entre bastidores, una palabra, que es sustantivo y sobre todo sentimiento, introspección existencial, propia y singular, renace con el propósito de tiempos pretéritos: retornar el ser a la felicidad, a la que habita lejos de ese imbécil ejercicio de autoestima colectiva.

La felicidad, la antigua y la actual, sólo puede hallarse donde mora la intrascendencia. La que desecha las pretensiones reformistas del alma humana y censura la colectividad y el panfleto como ejemplos de inutilidad emocional, caminos sin salida.

La feliz intrascendencia contra el ruido y la modernidad.

Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.

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