Inversión pública e innovación

Estamos en un momento de reajuste de las dinámicas de globalización. Los costes sociales del nuevo escenario de capitalismo global y financiero repercuten en mayor o menor medida en todos los países del mundo. Aumenta la desigualdad, ya que mientras en algunos lugares mejoran los que estaban peor, también se erosiona la situación de los que estaban en medio en casi todas partes, y no paran de acumular beneficios los pocos de arriba. Algunos de los economistas críticos más influyentes en el mundo, como Dani Rodrik, apuntan la enorme importancia de la inversión pública para garantizar mejoras sostenibles en la situación económica y potenciar asimismo dinámicas de innovación a largo plazo. Es bastante obvio que las líneas de innovación en el sector mercantil acostumbran a orientarse al corto plazo, y más en momentos como los actuales de incertidumbre absoluta sobre lo que va a suceder no en 30 años, sino en cinco.

Como afirma Mariana Mazzucato en sus trabajos, la inversión pública es la única que puede asegurar de manera constante y estable los flujos de recursos necesarios para que sean posibles dinámicas de innovación profundas y duraderas. El problema ha sido durante los muchos años de bonanza económica, que los importantes flujos de inversión pública en investigación y desarrollo, acababan siendo implementados y mercantilizados por empresas privadas. Ello no es malo en si, ya que las empresas son también parte integrante de un país. Pero lo que ya me parece más criticable es que al menos los poderes públicos hubieran podido establecer los mecanismos para participar de los retornos de esa inversión. Y ello no era lo habitual. Al revés, los sistemas de acreditación de la calidad de la investigación están controlados por empresas mercantiles que hacen pagar por acceder a los artículos en que se difunde la innovación, y son sus bases de datos las que se usan para acabar estableciendo ránquings de científicos o índices de impacto.

Para poner otro ejemplo, la industria farmacéutica, cuya capacidad de innovación acostumbra a estar muy vinculada a los centros de investigación públicos, se muestra luego muy renuente a rebajar los precios de sus fármacos aludiendo a la alta inversión realizada. Véase el caso de 'Sovaldi', medicamento para curar la hepatitis, al que aludió recientemente Jeffrey Sachs, comercializado por 'Gilead', con patente que expira en el 2028, y que cuesta 80.000 euros para un tratamiento de 12 semanas. Es cierto que si bien el sector privado invirtió cientos de millones de dólares en la investigación, la misma no hubiera podido llevarse a cabo sin la importante financiación pública de la empresa que desarrolló el medicamento.

Rodrik alude a todo ello cuando pone como ejemplo la gran significación que tuvo al acabar la Segunda Guerra Mundial la inversión pública en infraestructuras, centrales de energía y hospitales. Y pone de manifiesto como algo de eso ocurre ahora en países como India, Bolivia o Etiopía, evitando la dependencia de los precios de las materias primas. Lo importante es que el coste de la financiación no sea superior a la rentabilidad de los activos (como por ejemplo ocurre en España con el AVE).

Tenemos otro caso muy evidente en el tema de la innovación digital, en la que sin la gran inversión pública vinculada a la carrera espacial y a la industria armamentística, probablemente no hubiera podido surgir Silicon Valley. Más allá del romanticismo del garaje, hay mucho de aprovechamiento de la inversión pública no rentabilizada en absoluto desde el punto de vista de la participación en beneficios y más allá de las exigencias fiscales. La pregunta es, ¿estaríamos hablando de estas empresas y situaciones de éxito sin el papel de la la inversión pública? Precisamente, a medida que la fiscalidad nacional tiene problemas para enfrentarse al capitalismo financiero global, la necesidad de volver a exigencias de soberanía tecnológica e innovadora parecen resurgir significativamente.

No se trata de burocratizar la innovación ni convertir en funcionario a todo innovador. De lo que se trata, a fin de cuentas, es buscar medidas que permitan que el conjunto de la sociedad se beneficie de los impuestos que se destinan a innovación, investigación y desarrollo, de manera que ello no deba suponer eliminar ni incentivos de los empresarios ni sus dinámicas de comercialización. Europa está enferma, dice Mazzucato ya que, entre otras cosas, no cree en la inversión pública. Al final, de lo que estamos hablando es de democracia o si se quiere de politizar el debate sobre la innovación, preguntándonos quién gana y quién pierde en cada caso. Hablamos de soberanía, de poder decidir, de no quedarnos en manos de grandes empresas tecnológicas o financieras que deciden por nosotros.

Joan Subirats, catedrático de Ciencia Política (Universitat Autònoma de Barcelona).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *