Invertir en un mundo de fronteras cerradas

Los inversores, al igual que los astrónomos y los antropólogos, se basan en modelos intelectuales para darle sentido a un universo complicado, servir de guía en elecciones inmediatas y fijar prioridades para una futura investigación. Pero, de tanto en tanto, un acontecimiento anómalo nos obliga a repensar lo que creemos que sabemos. Podría ser un agujero negro. Podría ser un fósil extraño. O podría ser un alzamiento político, como el referendo por el Brexit en el Reino Unido o la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos.

En este año tumultuoso que está llegando a su fin, los mercados globales vertiginosos siguen marcando nuevos récords. Pero los inversores no deberían distraerse. En 2017, necesitarán revalorar el modo en que funciona la economía global y recalibrar de manera acorde la evaluación que hagan de cada acción o bono en venta, porque aún si algunos elementos fundamentales del mercado siguen siendo los mismos, es evidente que muchos otros cambiaron.

Durante por lo menos veinte años, la mayoría de los inversores aceptaron el consenso entre los economistas y los politólogos de que el mundo se estaba volviendo más pequeño y más integrado. Con el ascenso de China y la India, una tercera parte de los habitantes del mundo se volvieron trabajadores y consumidores en la economía global. Y las nuevas tecnologías ofrecieron comunicaciones baratas, una robótica avanzada y un análisis de datos cada vez más potente, lo cual les permitió a las empresas reducir sus inventarios e integrar las cadenas de suministro.

Mientras tanto, los líderes políticos gradualmente desarrollaron regímenes regulatorios y comerciales que eliminaron aranceles, simplificaron el cruce de fronteras y abrieron nuevos mercados interesantes. Las buenas empresas intentaron aprovechar las nuevas oportunidades y los inversores buscaron las firmas que se veían más prometedoras.

Según la Organización Mundial de Comercio, las exportaciones de mercancías y servicios comerciales se han cuadruplicado desde 1995. Dados estos antecedentes, cuando el desempeño comercial declinó después de la crisis financiara de 2008, la mayoría de los responsables de las políticas supusieron que los nuevos acuerdos comerciales nuevamente impulsarían el crecimiento. La administración del presidente norteamericano Barack Obama, por su parte, concibió un área vasta de libre comercio que incluía a Asia y a Europa. Los dos grandes acuerdos que quiso llevar adelante -el Acuerdo Transpacífico integrado por 12 países y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión- habrían puesto a Estados Unidos en el centro de un mercado integrado que incluía a las dos terceras partes de la economía global.

Pero esa esperanza se ha desvanecido ahora que movimientos populistas en todo Occidente, que capitalizan el descontento popular con el orden mundial incipiente, han tenido éxito en las urnas. Desde la elección del partido radical anti-establishment Syriza en Grecia hace casi dos años, los votantes parecen haber considerado la idea de que los gobiernos nacionales les hacen frente a las organizaciones supranacionales y multilaterales como la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional.

De la misma manera, muchos observadores han interpretado el referendo por el Brexit como una invitación a reafirmar el control de las fronteras nacionales. Y si bien los historiadores seguirán debatiendo qué fue lo que llevó a la victoria de Trump mucho tiempo después de que haya abandonado el cargo, ya resulta evidente que muchos de sus seguidores quieren que Estados Unidos le ponga candado a la puerta, reaprovisione su despensa y dependa más de sí mismo que de los amigos extranjeros.

En conjunto, esos desenlaces políticos -y las fuerzas anti-establishment en marcha de cara a las elecciones en Francia y Alemania el año próximo- frenarán aún más la integración económica y política global, al menos en el corto plazo. Por ahora, los países evitarán los grandes acuerdos comerciales y llevarán a cabo sólo esfuerzos poco entusiastas para alinear sus regulaciones. Las empresas que operan internacionalmente pronto enfrentarán costos más elevados, en tanto trasladar mercancías a través de fronteras estatales y emplear trabajadores extranjeros se vuelva más difícil. Sus inversores, mientras tanto, pueden esperar menores retornos.

Inclusive un forcejeo comercial moderado entre Estados Unidos y México, por ejemplo, podría resultar extremadamente costoso para los fabricantes de automóviles, dado que algunos componentes actualmente cruzan la frontera estadounidense unas ocho veces durante los procesos de producción. Y si Boeing ya no estuviera frenando su vasta cadena de suministro global de su modelo Dreamliner, ahora estaría esforzándose por hacerlo aún más rápido.

Si los votantes quieren limitar el movimiento transfronterizo de productos, servicios y personas, las empresas tendrán que adoptar un nuevo modelo que incorpore más redundancia al interior de las fronteras; y los inversores necesitarán buscar firmas que puedan sacar provecho de cruces fronterizos mínimos o que todavía puedan generar una ganancia a pesar de una mayor fricción proteccionista. A un nivel marginal, el mercado privilegiará a las empresas que puedan hacer frente a gobiernos y lidien con regulaciones contradictorias, más que a aquellas que puedan impulsar la productividad y abrir nuevos mercados.

Al mismo tiempo, el nuevo modelo que surja todavía tendrá que hacerse cargo de fuerzas importantes que sustentaron el antiguo modelo, especialmente las fuerzas de la globalización y la innovación tecnológica que la resistencia de los votantes no detendrá. En la economía global de hoy, el próximo impulso sustancial de la productividad provendrá de empresas que analizan datos de los consumidores y la línea de producción en gran escala. Las empresas que hagan esto bien podrán diseñar mejores productos, a costos más bajos; pero obtendrán ganancias significativas sólo si pueden comparar datos entre fronteras y jurisdicciones. Mientras tanto, la lógica inmutable de Internet, la robótica que mejora la productividad y la división de la mano de obra que Adam Smith describió en un principio obligarán a los gobiernos a cooperar.

Los inversores entendidos buscarán compañías que puedan tolerar la revuelta populista actual contra la globalización y saquen ventaja de las incipientes tendencias económicas y tecnológicas. El suyo será un análisis más complicado para tiempos más complicados. Sin embargo, al igual que un buen astrónomo o antropólogo, los inversores exitosos encontrarán patrones confiables en un mar de evidencia transversal.

Christopher Smart, a senior fellow at the Mossavar-Rahmani Center for Business at Harvard University’s Kennedy School of Government, was Special Assistant to the president for International Economics, Trade and Investment (2013-15) and Deputy Assistant Secretary of Treasury for Europe and Eurasia (2009-13). He is also Whitehead Senior Fellow at Chatham House.

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