Invierno Zhivago

A comienzos del siglo XX, Constantino Cavafis, un griego de la diáspora, un atildado, pequeño y modesto burgués fascinado secretamente por la vida maldita y marginal, cantaba la ansiedad de la población helena ante la llegada de los bárbaros. Para este poeta que en alas de la fantasía vivió, al mismo tiempo, en una Alejandría sometida al yugo británico y en una provincia romana de batallas e intrigas cortesanas, los bárbaros eran los de la historia antigua, y no llegaban nunca. Menos afortunado, el también apacible y sedentario Boris Pasternak sí que los vio, presenció su avalancha en 1917, su sangre y sus horrores, y quiso formar parte de ella, pero había en él un fondo de lucidez que no podía ser cegado por los profetas del comunismo, un escándalo inconsolable ante la trivialidad de la destrucción que le impidió comulgar con la fe rectilínea y simplista que exigían los padres de la Unión Soviética, un apego por la casa y la tranquila existencia de otro tiempo, en la que todo, hasta el menor detalle, «tenía el hálito de la poesía y estaba impregnado de cordialidad y pureza».

Hace varias semanas que me viene el recuerdo de Boris Pasternak, el gran poeta ruso y del mundo, el autor de El doctor Zhivago, novela a la que he vuelto las pasadas navidades con motivo de su primera traducción directa al español. Hace varias semanas que pienso en su trágico destino, que también es el destino de su personaje, Yuri Andréyevich, quien, pese a todas sus vicisitudes, muere invicto, fiel a sus incertidumbres.

Pasternak dedicó diez años a escribir El doctor Zhivago. No hay testimonios sobre su estado de ánimo el día en que fechó la última página del manuscrito, pero no me cuesta nada imaginar la extenuación y la felicidad, el repentino vacío y el estupor incrédulo de haber terminado lo que más de una vez había llamado su testamento, una novela luminosa, de una transparencia y simplicidad clásicas. Veo ahora su rostro tosco, melancólico, un rostro que tiene algo de sonámbulo, y que me resulta familiar por las muchas fotografías que se han publicado. También veo las páginas manuscritas, surcadas por los gélidos inviernos rusos, el sencillo escritorio, donde aún resuena el eco de los disparos en las calles de Moscú, la habitación en la que se ha quedado trabajando hasta tarde, con una excitación y una urgencia que, probablemente, no sentía hacía mucho tiempo.

Boris Pasternak tenía en esa época sesenta y seis años y estaba aposentado en la cima de su talento. Los guardianes de la ortodoxia apenas le permitían publicar en el sordo y mudo ámbito de la vasta prisión que era la Unión Soviética, y vivía de traducir a poetas extranjeros. Pero el torrente prodigioso de su inspiración no había cesado de fluir nunca. Ni siquiera cuando se quedó a las puertas del Gulag, y sus obras fueron retiradas de la circulación. Ni siquiera en los peores años del helado infierno estalinista, los años de la Gran Purga, del acribillamiento salvaje e indiscriminado de revolucionarios y no revolucionarios, de los arrestos y ejecuciones de escritores y artistas.

Destrucción de la vida, destrucción de la inteligencia, destrucción de los libros considerados «políticamente perjudiciales» o «de ningún valor para el lector soviético» por un espíritu criminal exacerbado. El destino de los escritores rusos del siglo pasado supera en escalofrío al del poeta Ovidio desterrado por el césar Octavio Augusto. Tsvetáieva se suicidó después de que «la barca del amor» se estrellara con la siniestra vida cotidiana. Babel fue fusilado. El Gulag acabó con Mandelshtam y la locura del silencio con Bulgakov. Maiakovski sucumbió a sus sueños sin hogar, cuando el envilecimiento de sus complicidades turbias con los bolcheviques le había quitado una parte de su dignidad, y Anna Ajmátova aguardó la muerte en un duro y acosado exilio interior.

Nadie estaba a salvo en el imperio de los susurros y de la delación. Como el poeta y médico Zhivago, Pasternak también padeció pobreza, frío, privaciones y fue considerado por las autoridades soviéticas una mala hierba que había que arrancar. Zhivago muere en 1929, justo antes de que Stalin, que ya había conquistado el poder absoluto, lanzara las acusaciones de «espionaje» y «terrorismo» contra Bujarin, el niño mimado del partido bolchevique, el protector de las artes y las letras. Pasternak sobrevivió al zar soviético, pero a costa de quedar sepultado bajo las cenizas a media frase, como el pueblo de Pompeya; a costa de convertirse en una sombra de sí mismo, alguien que alguna vez fue algo, un personaje misterioso y algo chiflado que en cierta ocasión había escrito los más hermosos poemas en lengua rusa. Precisamente, durante los diez años que empeñó en la escritura de El doctor Zhivagonada preocupó más a Pasternak que contar fielmente la vida difícil de unos seres que se ven arrastrados y desbaratados por un fanatismo que no comparten, por causas que les superan y de las que solo pueden ser comparsas o víctimas, o las dos cosas a la vez. Nada, en esos años, le volvía más consciente de su propia fragilidad que reflejar con prosa poética las devastaciones que la Historia con mayúsculas produce en ciertos espíritus sensibles. Él mismo, mientras escribe la novela, se ve en el espejo de Zhivago, un hombre débil, amante de la verdad, de la naturaleza, de la poesía, perplejo ante los acontecimientos, receloso ante los dogmas, un hombre que, en medio de la Revolución y la guerra civil, del hambre y los atropellos políticos, defiende con tesón esa patria interior que Goethe llamó ciudadela.

A esa cuestión —¿cómo permanecer libre cuando los valores nobles de la vida, cuando nuestra paz, nuestra independencia, nuestro derecho a ser como somos y todo cuanto hace nuestra existencia más pura, el amor, la búsqueda de la verdad, la creación artística, la espiritualidad, la fe, son aplastados en nombre de una ideología?— y solo a ella dedicó Pasternak diez años de su genio literario. También —pienso ahora— es esa búsqueda de la salvación espiritual, de la salvación de la dignidad personal en una época que la había abolido, en un tiempo de generalizado servilismo a partidos e ideologías, la que convierte al poeta y novelista ruso en un héroe de nuestro tiempo.

Hoy, más de cincuenta años después, resulta difícil entender el escándalo que provocó la publicación de El doctor Zhivago. Hoy cuesta entender el oleaje de ira popular organizado en Moscú cuando se concedió el Premio Nobel a su autor, y más aún los gritos en Francia y en Italia acusando a Pasternak de no entender su época, de quedarse rezagado respecto del tren de la Historia. Hoy sabemos que aquel fabuloso tren que corría hacia el futuro paraba en los campos helados del Gulag, de los que muchos no regresaron, como la Larisa de la novela, que, según nos cuenta el narrador, desapareció quién sabe dónde, «olvidada bajo un número sin nombre de una lista que se perdió más tarde, en uno de aquellos innumerables campos de concentración comunes o femeninos del norte».

Hoy quedan las palabras, que se mezclan con las poderosas imágenes de la película y su conmovedora banda sonora, queda la historia de un amor truncado por las furias de la Revolución, permanece la sombra del poeta despreciado y censurado por el poder, de quien se dijo que parecía un príncipe árabe con su caballo. El hombre que, según Anna Ajmátova, hablaba a los bosques, el que, vencido por la enfermedad y el desengaño, «se convirtió en un grano de trigo portador de vida, o en la primera lluvia, que a él tanto le gustaba cantar».

Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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