Invisibles

La inauguración de la “era de la transparencia” en nuestro país viene lastrada por la resistencia partidaria a depurar las irregularidades y los casos de corrupción que se han dado hasta ahora. Eso no sólo resta credibilidad a la disposición que las instituciones tengan de adecentar su propio funcionamiento, sino que contribuye a que se mantengan las inercias de opacidad del pasado reciente. De hecho, la legislación vigente o en trámite sobre transparencia no constituye una medida de prevención eficaz frente al fraude, que puede colarse por entre su articulado. Pero la idea de transparencia se enfrenta también a los problemas que ella misma puede generar. El más evidente de ellos es la repentina multiplicación de datos y documentos que se ponen al alcance del público, lo que lejos de fomentar la interacción entre oferta y demanda de información podría acabar induciendo sensaciones de saciedad en los ciudadanos y de tarea cumplida por parte de las administraciones.

Imaginemos que no ocurre eso, sino que la apertura de cada “portal” de transparencia genera un apetito insaciable de más y más información. Las remuneraciones exigirían su desglose, las subvenciones concedidas alguna explicación verosímil sobre las no concedidas. Se impondría la idea de que nada que no conste en acta existe, y que todo ha de ser publicado: preacuerdos, agendas y antecedentes. Desnudando así a las instituciones y a las personas físicas y jurídicas que entren en contacto con ellas. Por la puerta entreabierta de las administraciones podría asomar la nueva política y el nuevo político. Pero sacie o despierte el apetito cívico, la transparencia puede dar lugar a situaciones no del todo deseables.

La transparencia tasada tiende a dar cuenta de las decisiones que adoptan las instituciones y del procedimiento político y administrativo seguido hasta llegar a ellas. El preámbulo de la ley de diciembre del 2013 empieza señalando la relevancia que adquiere que los ciudadanos conozcan “cómo se toman las decisiones que les afectan” y “bajo qué criterios”. Pero la objetivación de los principios de transparencia en forma de una sucesión pormenorizada de datos y de actos jurídico-administrativos puede hurtar relevancia a las intenciones políticas que alberga un determinado gobierno, al porqué de sus resoluciones o a la evaluación global de su ejecutoria en términos de progreso y equidad. La abundancia de árboles contribuye siempre a dificultar la visión del bosque en su conjunto.

Lo que podríamos denominar la “transparencia directa” –representada fundamentalmente por la relación on line entre las administraciones y sus clientes finales– no puede convertirse, de pronto, en el único atributo que distinga a una democracia representativa de calidad de otra que no lo sea tanto. Porque la abrumadora exposición de informaciones fragmentarias requiere del papel mediador y de control del parlamentarismo, de entidades de la sociedad civil capaces de extraer conclusiones críticas del torrente de datos y de los propios medios de comunicación. Aunque, en lo que a las instituciones se refiere, se está dando la preocupante paradoja de que el papel que ha de desempeñar la oposición parece transferirse a la “transparencia directa”. La oposición discursea en trazo demasiado grueso ante la prepotencia del Gobierno, y ahora parece remitirse a la transparencia como si fuese su razón última. Como si con ella la oposición no tuviese que esmerarse en el control del Ejecutivo y en la elaboración de alternativas.

Si la transparencia se muestra de pronto deslumbrante corre el riesgo de volver invisibles a la política y a los políticos. No sólo porque el “portal” correspondiente pase a hacer las veces del plasma y de las comparecencias de prensa sin preguntas. También porque el responsable institucional tienda a agazaparse psicológica y políticamente, para convertirse en un administrador de la transparencia y no de la cosa pública. O que la quimérica búsqueda de la transparencia absoluta propicie que los propios datos que se recaban sean relegados a un plano secundario, mientras el político señala con su dedo hacia el horizonte de instituciones supuestamente diáfanas en las que la publicidad activa sería un dogma de fe. Aunque parezca contradictorio, el hipotético logro del mejor de los mundos en el que la transparencia fuese absoluta en tanto que fin en sí misma puede impedir que resulte útil como medio para procurar una sociedad más justa y más libre. Todos estos problemas y riesgos no son en ningún caso remotos, sino que comienzan a darse a la misma escala en que avanza la transparencia.

Kepa Aulestia

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