Invitación al diálogo

El diseño primordial del Tribunal Constitucional es político: el Congreso nombra a cuatro magistrados y el Senado a otros cuatro, por mayoría reforzada, en la práctica por acuerdo entre el PP y el PSOE. El Gobierno designa a otros dos y el Consejo General del Poder Judicial —un órgano cuya composición hasta ahora ha dependido de las mayorías políticas y de las asociaciones de jueces, una suerte de franquicias de los partidos políticos— elige los dos restantes. Son 12 en total y su mandato dura nueve años.

Negar entonces que el Tribunal sea un órgano político daría en simpleza. Pero también es más cosas, pues sus 12 miembros están sujetos a presiones institucionales con casi la misma intensidad que lo están al influjo de la política. La evidencia empírica, analizada recientemente por Nuno Garoupa, Fernando Gómez y Veronica Grembi (Judging under Political Pressure: An Empirical Analysis of Constitutional Review Voting in the Spanish Constitututional Court, accesible en la Red) confirma esta apreciación: en los procesos sobre la constitucionalidad de la legislación, los votos de los magistrados españoles tienden a alinearse con los intereses de los partidos que les promocionaron al cargo, pero la correlación explica solo la mitad de la historia. Los autores analizan 3.402 votos individuales relacionados con 297 casos resueltos entre 1980 y 2006. El 52% de los votos concuerda con los intereses de los partidos que estuvieron detrás de la disposición discutida ante el Tribunal, pero el 48% restante es contrario a ellos. La institución pesa, sus componentes lo saben y, con frecuencia, elevan el tono y sentido de sus decisiones, quieren ser vistos como magistrados, no como comisionados.

Lo mismo ocurre en otras democracias constitucionales más trabajadas que la nuestra. Así, John Roberts, actual presidente del Tribunal Supremo federal estadounidense y nombrado por un presidente republicano, lideró en 2012 la mayoría que validó la reforma sanitaria del demócrata Barack Obama a la cual se oponía, encarnizado, el partido republicano. Además, aunque la Constitución es interpretable, no lo es hasta el retortijón, ni soporta la teomancia.

Finalmente, como el Tribunal tiene la función de arbitrar entre los poderes del Estado sin pertenecer a ninguno de ellos, su actuación ha de tener visos de ecuanimidad. Cuando no es así, el estropicio le alcanza con la devastación consiguiente. El ejemplo de libro es el caso del Estatuto catalán de 2006 y la Sentencia del Tribunal de 2010 que lo cercenó. Los redactores del Estatuto, escocidos por décadas de abrasión constitucional de las competencias autonómicas, construyeron una caja negra, un texto abstruso, inacabable —más un cuarto de millar de disposiciones— y manifiestamente inhábil para superar las pruebas del ácido de las cartas magnas, las cuales, precisamente por su vocación de venerables, han de dejarse leer en alta voz, enseñar en las escuelas y recitar en las ceremonias sin provocar el efecto inmediato y respectivo de ahuyentar al auditorio, dispersar a los niños o deprimir a los oficiantes.

Pero si el Estatuto era ininteligible, la Sentencia del Tribunal Constitucional fue aún peor, un fárrago que ocupaba casi 500 páginas en el BOE sin otro motivo conductor que el del toque a degüello de todo lo que sonaba a catalán. Ahí se rompieron los mimbres del régimen político y Miquel Roca, uno de los padres de la Constitución, ha retirado sus respetos a un Tribunal que hasta ahora no ha conseguido recuperarse del destrozo, no desde luego en esta esquina catalana desde la cual escribo. El arreglo, con todo, es posible y la dimensión política del Tribunal serviría de ayuda. Hablemos, pues, del derecho a decidir nuestro futuro.

Si el obstáculo constitucional es que solo el presidente del Gobierno español puede proponer un referéndum y que este ha de someterse a todos los ciudadanos, los catalanes podemos adelantar que el experimento imaginario de un referéndum en toda España sobre el derecho a decidir no sería ningún dislate. Así, y como ha dicho alguna vez el jurista catalán Joan Egea, conocidos que fueran los resultados del referéndum, todos sabríamos qué piensan los ciudadanos de hasta el más recóndito lugar de España y, por supuesto, qué pensamos los catalanes. Una pregunta al país entero redundaría en beneficio de la claridad, no en su detrimento. Lo peor que podría llegar a ocurrir es que la mayor parte de los españoles se posicionara en contra del derecho a decidir y la mayoría de los catalanes lo hiciera a favor. Pero si así fuera, entonces los catalanes preguntaríamos a los españoles de más allá del Ebro: “Nos queréis, ciertamente, pero ¿para qué?, ¿para qué nos queréis?”. Cegadora claridad.

Las alternativas al diálogo y a la negociación son inviables o muy malas. Veámoslas. En primer lugar, ambas partes saben que las vías de hecho están absolutamente excluidas. Aquí quien levante la mano se arriesga a enfrentarse con un tribunal internacional dentro de 4 o de 40 años, durante cada una de cuyas noches el interesado dormiría mal, que la historia es revoltosa.

Tampoco es factible, en segundo lugar, la ejecución forzosa y sistemática de iniciativas legales tanto catalanas como españolas adoptadas en el vacío institucional. Piensen, por ejemplo y en el ámbito catalán: tras una resolución plebiscitaria y polémica del Parlament de Catalunya unos cuantos Ayuntamientos catalanes grandes y bastantes medianos o pequeños se niegan a poner colegios electorales y urnas. ¿Qué ocurre entonces?, ¿les mandan los guardias? O, en el ámbito español: un Gobierno poseído por un demonio y apoyado por el Senado, interviene la autonomía catalana. ¿Desalojaría el directorio civil por la fuerza al president de la Generalitat?, ¿enviaría a sus interventores en camionetas?

Nada de esto es factible, sigamos, pues, haciendo honor a la seriedad de esta democracia, que todavía no es inmemorial. Luego: no solo no es imaginable levantar la mano. Desde posiciones de gobierno, ni siquiera cabe perder la compostura, la gravedad, alzar la voz, chillar en lugar de hablar, pues todo ello supondría jugarse los recursos del país, justamente al final de una crisis económica desoladora. No, el mensaje de todos los políticos serios de este país es que se puede hablar, desde la política y para cambiar el derecho.

Muchos creen que el Gobierno español tiene una tercera alternativa, consistente en seguir callando y ganar tiempo. Quizás, pues, a corto plazo, el exhausto Estado español conserva más crédito que la asfixiada Generalitat de Catalunya, cuenta con la mayor parte del mercado español y con todos los resortes del poder interior y exterior, con un reconocimiento internacional más que consolidado, por supuesto. Pero a medio y largo plazo, la negativa a todo cambio no es buen remedio. Ninguna Constitución es más rígida que la geografía. En 1913, hace justamente 100 años, Irlanda era británica y Finlandia rusa. Ante un hipotético cierre del Estado, una Cataluña más tenaz que paciente seguiría emprendiendo la senda de la cultura y de la exportación y dentro de una generación recogería los frutos. Pero esto resultaría extraordinariamente costoso para todos, mucho más que negociar. Toda iniciativa es bienvenida, empezando por las que pueda adoptar el atosigado Tribunal Constitucional, cuya innegable dimensión política facilitaría la labor.

Un buen memorándum negociador es una doble lista, confeccionada por las partes las cuales ponen por escrito y en positivo sus posiciones respectivas de partida, una por una. Hay varias maneras de abordar el documento, pero la doble lista, con varios temas en paralelo, permite desbloquear algunos, resolver uno o dos, alcanzar resultados, dejando siempre constancia de cuáles son las cuestiones pendientes para cada cual. Importa que cada parte describa su posición en vez de limitarse a negar la contraria y que ninguna deje el papel en blanco. Negociar es un arte, difícil de aprender, acaso imposible de enseñar. Pero también lo es la política. Es tiempo de políticos. Hasta de magistrados perspicazmente políticos.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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