Invitación al escepticismo

En la soberbia biografía de Santiago Carrillo escrita por Paul Preston ( El zorro rojo: la vida de Santiago Carrillo) tropiezo con una historia que retrata muy bien los extremos absurdos de crueldad y de estupidez que se combinaron en el siglo XX. Es la historia de Heriberto Quiñones, un comunista que no llegó a ser ejecutado por los propios compañeros del partido porque, antes, fue fusilado por el régimen franquista.

Quiñones era un agente de la Internacional Comunista destinado en España en 1930. Según cuenta Preston, nació en Moldavia y se llamaba en realidad Yefin Granowdiski. Cuando terminó la guerra, el partido le ofreció la posibilidad de ser evacuado, pero él decidió quedarse en España, lo que más tarde se interpretó como una crítica implícita a los líderes comunistas que se exiliaron. Fue detenido, torturado sin piedad por agentes de la Gestapo y liberado gracias a la intervención de un cura corrupto que modificó los registros a cambio de un soborno. En 1941 emprendió la tarea descomunal de reconstruir la organización clandestina del partido comunista dentro de España y en ocho meses lo consiguió. Para preservar el anonimato, vestía siempre con gran elegancia, lo que más tarde fue utilizado en su contra por el partido.

Como era un agente soviético, Quiñones se sentía autorizado a criticar la jerarquía del partido, y esa fue su perdición. Estaba convencido de que los líderes exiliados no entendían lo que pasaba en España. No le parecía bien que hubieran abandonado el país sin dejar nada preparado para que el partido pudiera sobrevivir después de la derrota. No estaba de acuerdo con el pacto entre Stalin y Hitler y creía que el partido comunista español debía aliarse con los miembros de la oposición antifranquista que apoyaban la causa aliada. Pero, más allá de estas desviaciones, el peor crimen que cometió fue reorganizar el partido sin esperar instrucciones de los dirigentes en el exilio y crear un buró político central para sustituir en el interior a la dirección que se encontraba fuera de España .

Esto el partido no lo podía consentir. El secretario general, Vicente Uribe, envió varios militantes a España para que asumieran el mando del partido en lugar de Quiñones. Dos de ellos fueron interceptados por la policía franquista y fueron ejecutados, pero otros dos, muy inexpertos, fueron detenidos y, al ser torturados, revelaron a la policía la existencia de la red de Quiñones. Indignado, Quiñones acusó

a los dirigentes del partido de irresponsabilidad y rompió el contacto con ellos, pero ya era tarde. El 5 de diciembre de 1941 fue detenido. Durante los meses de tortura que sufrió en la dirección general de Seguridad, le rompieron la columna y las piernas. Al mismo tiempo, recibió una carta en la que los dirigentes del partido le informaban de su expulsión.

No contentos con ello, los dirigentes del partido, sin saber que Quiñones estaba detenido, dieron instrucciones para eliminarlo. Cuando se enteraron de la detención, pensaron que Quiñones era un agente de la policía franquista y que lo habían detenido para protegerlo. El 2 de octubre de 1942, Heriberto Quiñones fue fusilado por pertenecer al partido comunista. Pero ni eso sirvió para convencer a los dirigentes del partido de su error. Quiñones fue insultado durante décadas en artículos, libros y discursos de los líderes del PCE. Le acusaron de ser un espía inglés, de ser un traidor, de ser un informador al servicio de la policía franquista. Su manera de actuar dio nombre a uno de los crímenes más graves que un dirigente en el interior podía cometer, el quiñonismo, la autonomía respecto de la autoridad del partido en el exterior. Si una gota de sangre basta para hacer una analítica completa de una persona, la historia de Quiñones basta para retratar el siglo XX, con sus utopías y los crímenes espantosos que se cometieron en su nombre. El libro de Preston –una radiografía demoledora del estalinismo en España que se devora con los pelos de punta– hierve de historias de traiciones, de purgas, de maniobras maquiavélicas, de acusaciones falsas, de paranoias, de ejecuciones. La de Quiñones no es seguramente la más cruel, ni la más triste, pero si una de las más absurdas. Como tantos otros, Quiñones fue víctima de la maldad y de la estupidez de un siglo en el que ni una ni otra escasearon.

Josep Pla, que vivió de cerca algunas de las páginas más terribles del siglo, escribió que sólo se podía convivir con escépticos. Hoy, en Europa, nadie mata para defender ninguna ideología, afortunadamente. Es un progreso muy considerable. Pero vale la pena mirar los libros de historia para ver cómo eran de insignificantes las ideas que motivaron los peores crímenes. Historias como la de Quiñones son una invitación a preguntarnos cuántas ideas de las que hoy defendemos no nos parecerán igual de absurdas dentro de veinte o treinta años. Son una invitación al escepticismo.

Carles Casajuana

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