Uno de los elementos del credo liberal es que la monarquía y el imperio son anacronismos. La primera es la encarnación del principio hereditario, que ningún pensador moderno puede aceptar como base legítima de gobierno, y el segundo representa algo aún peor: el sometimiento de unos pueblos que deberían gobernarse a sí mismos. En el futuro, el mundo estará formado por repúblicas dotadas de autodeterminación, en las que todos los ciudadanos gozarán de los mismos derechos. Cuando los imperios hayan desaparecido y los reyes y reinas se hayan jubilado, habrá una paz duradera y la libertad, por primera vez, será universal.
Esta leyenda tiene cierto encanto inocente que la hace atractiva para los biempensantes de cualquier partido. Convierte las ironías de la historia en una sencilla fábula con moraleja, y eso, en una época que exige sostén emocional por encima de todo, resulta enormemente atractivo. Sin embargo, esta versión liberal de la historia representa una tremenda simplificación de los hechos, y el ideal de autodeterminación que propugna ha demostrado ser peligroso en la práctica.
El espeluznante desastre que presenciamos en Irak se debe, en parte, a que ninguno de los que planearon la guerra se molestó en averiguar si el Estado que gobernaba Sadam Husein podía sobrevivir a una inyección repentina de democracia ni, en tal caso, cuáles serían las consecuencias. Como la mayoría de los demás Estados de la región, Irak es -o, mejor dicho, era, porque, a efectos prácticos, ya casi no existe- una creación colonial. Improvisado por los británicos a partir de varias provincias del Imperio Otomano después de la Primera Guerra Mundial, incorporó una serie de comunidades diferentes que nunca habían tenido gobierno propio. El Estado de Irak no se constituyó de forma pacífica -fueron los británicos quienes, en los conflictos previos a su fundación, iniciaron la costumbre de arrasar pueblos desde el aire- y siempre fue represivo, a veces hasta extremos atroces. Ahora bien, mientras existió, sirvió para evitar una guerra sin cuartel entre las comunidades que lo formaban como la que ahora ha estallado.
Los arquitectos coloniales del Estado de Irak sabían que no podía ser democrático; la mayoría chií no tenía más remedio que rechazar el Gobierno suní, y la minoría kurda se escindiría en cuanto hubiera un Gobierno democrático en el poder. Instaurar la democracia en Irak siempre significó la ruptura del Estado, y ése ha sido el previsible resultado del cambio de régimen.
Pero las consecuencias de la invasión estadounidense no se limitan a la violencia y la anarquía imperantes en la mayor parte del país. Los vecinos de Irak están viéndose arrastrados al conflicto, y no parece que esté muy lejos una guerra regional. Al destruir Irak, el Gobierno de Bush ha dado un empujón fatal a los Estados poscoloniales de la zona y de más allá. Es imposible predecir cómo podría extenderse la guerra, pero la posibilidad de que se produzca una incursión turca en el Kurdistán iraquí es cada vez mayor, y la situación de punto muerto entre Estados Unidos e Irán puede muy bien descontrolarse. Cualquier escalada tendría repercusiones en otras zonas de conflicto como Afganistán, donde las fuerzas de la OTAN pueden encontrarse con una derrota estratégica similar a la que ya sufren las fuerzas estadounidenses en Irak, con peligrosos efectos en Pakistán. La destrucción del Irak de Sadam ha servido para desencadenar un malestar revolucionario en la región de consecuencias mundiales imprevisibles.
De una cosa podemos estar seguros. La disolución del orden que se instituyó en Oriente Próximo después de 1918 tendrá unos costes humanos inmensos, en vidas y libertades. No es la primera vez que el intento de transformar una región posimperial con arreglo a un modelo liberal ha tenido consecuencias espantosas. Woodrow Wilson creyó que, si promovía la autodeterminación en Europa central y del este tras la caída del imperio de los Habsburgo, el resultado sería una serie de naciones-Estado cívicas. Pero lo que se extendió en su lugar fue el nacionalismo étnico, basado en el odio contra las minorías internas y decenios de guerra y dictadura.
El motivo del Gobierno de Bush para intervenir en Irak no fue precisamente el idealismo wilsoniano puro -siempre ha habido prioridades geopolíticas relacionadas con el control de las reservas de petróleo del país-, pero las esperanzas en las que se apoya son tan vanas como las de Wilson. Si el nacionalismo étnico fue el beneficiario de la autodeterminación en Europa central después de 1918, el beneficiario de hoy es el islam radical. En el "nuevo Oriente Próximo" islamista que está surgiendo como consecuencia de la descaminada intervención estadounidense, las mujeres, los homosexuales y las minorías religiosas sufrirán un grado de opresión que un déspota poscolonial como Sadam nunca habría imaginado.
El pensamiento liberal se aferra al ideal de autodeterminación como artículo de fe, pero la verdad es que la construcción de naciones-Estado casi siempre es una cuestión sangrienta. Estados Unidos sólo se convirtió en una nación-Estado moderna tras una salvaje guerra civil, y Francia sólo tras Napoleón. Hoy, China sigue una vía parecida, con unas consecuencias que, en Tíbet, llegan casi al genocidio. La construcción nacional es un proyecto prototípicamente moderno, pero el resultado ha sido, muchas veces, el menoscabo de los valores modernos de la libertad personal y el cosmopolitismo. Convendría reflexionar sobre el hecho de que las pocas democracias genuinamente multinacionales que existen en la actualidad son, en general, monarquías y restos de imperios: España, Canadá y el Reino Unido, por ejemplo. Salvo en estas reliquias irracionales, la democracia no ha logrado nunca florecer en un marco multinacional. Por más que se hable de darle más legitimidad, la UE es -y, en mi opinión, seguirá siendo- totalmente antidemocrática. La plasmación más duradera de la democracia multinacional es la existente en las constituciones premodernas.
Por fortuna, en Gran Bretaña no nos enfrentamos a los horrores que han acompañado la construcción de naciones-Estado en otras partes del mundo. No obstante, sería una insensatez dar por sentada nuestra buena suerte. La constitución monárquica que tenemos hoy -una mezcla de restos antiguos y culebrón posmoderno- puede ser absurda, pero permite que una sociedad agradablemente variada conviva sin demasiadas fricciones. El traspaso de competencias a Escocia y Gales y el proceso de paz en Irlanda del Norte no han desembocado -como predecían los agoreros- en el desmoronamiento del Imperio Británico. En todo caso, seguramente lo han reforzado.
Los liberales suelen pensar que ser súbditos de la reina es un insulto a su dignidad. Pero, por lo menos, las estructuras arcaicas por las que nos regimos no nos obligan a definirnos en función de nuestra sangre, nuestra tierra ni nuestra fe, y nos protegen de la envenenada política de la identidad.
Gordon Brown se ha comprometido a modernizar la constitución, y habrá muchos que confíen en que establezca una constitución escrita. Ahora bien, como ha demostrado Irak, reconstruir un Gobierno de acuerdo con un modelo abstracto no suele ser una forma fiable de proteger los valores liberales. Esperemos que el primer ministro reflexione sobre la historia y se limite a mejorar los mecanismos del marco constitucional, destartalado pero curiosamente liberal, que hemos heredado.
John Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics, y autor, entre otros ensayos, de Black Mass: apocalyptic religion and the death of utopia (editado por Allen Lane), Contra el progreso y otras ilusiones, y Perros de paja (publicados por Paidós). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © John Gray, 2007.