Irak y la fuerza de la democracia

Se cumplen en estos días diez años de la primera decisión que mi Gobierno adoptó tras las elecciones de 2004, que fue la de retirar las tropas de Irak. Es probable que, urgidos por la realidad de nuestros días y los serios desafíos que afrontamos como país, evocar el significado de aquella decisión pueda parecer a primera vista un tema más para la memoria de nuestro pasado reciente que algo sobre lo que debamos detenernos en este momento.

Sin embargo, considero que puede tener alguna utilidad suscitar precisamente ahora la reflexión sobre el tipo de decisiones que está al alcance de los responsables políticos tomar en democracia. Decisiones como aquella de retirar las tropas, que hacía valer las aspiraciones de una gran mayoría de ciudadanos y que, al depender de una manifestación de voluntad política consecuente con ella, fue expresión clara de la fuerza de la democracia. Decisiones como, a mi juicio, debieran ser también las que abran la respuesta a los grandes, y en cierta medida angustiosos, retos del presente. Y es que a nuestros desafíos de hoy, los que nos conciernen y acucian a todos, sólo les encontraremos respuesta mediante la fuerza de la democracia y no a través de nada parecido a una democracia de la fuerza. La fuerza de la democracia es la que se produce cuando las aspiraciones mayoritarias pueden traducirse nítidamente en decisiones de las instituciones representativas.

Pensando en la conveniencia de intentar una cierta pedagogía sobre lo público y la política, habría que subrayar que no existe un mismo margen de autonomía o libertad para asumir compromisos y convertirlos en decisiones. Hay un buen número de asuntos públicos trascendentes que están sometidos a muy variadas circunstancias, a factores impoderables. En un mundo crecientemente globalizado, formando parte de organizaciones trasnacionales como la Unión Europea, cada vez más. Pero los gobiernos retienen decisiones plenamente libres sobre las que no tienen excusas. Se hace una u otra ley del aborto sólo en función de la voluntad política, aunque sepamos, asimismo, que esa voluntad valga de poco para impulsar una determinada política monetaria, que depende de las decisiones de un banco central independiente.

Retirar las tropas de Irak era una de esas decisiones que el Gobierno podía adoptar, no había excusas. Y lo hicimos no tanto por considerar, como considerábamos, que aquélla era una intervención ilegal, injustificada, sino esencialmente por sentirnos vinculados a un mandato democrático que estaba, a pesar de las presiones en contra, a nuestro alcance cumplir. Lo hicimos para honrar el valor del voto como palanca, como instrumento cierto, de transformación de la realidad en democracia.

En aquel momento, hubo quien dijo, como reproche, que la decisión tenía un marcado carácter electoral. Es curioso, porque las elecciones acababan de celebrarse y quedaban cuatro largos años para las siguientes... No, no fue una decisión para ganar unas futuras elecciones, sino para que lo hicieran las que se acababan de celebrar, es decir, para reafirmar la confianza en la democracia.

Y fue mi primera decisión porque siempre pensé que la primera razón por la que los ciudadanos nos habían dado la mayoría el 14 de marzo de 2004 fue para gobernar con una determinada actitud democrática.

El paso del tiempo no hizo sino reafirmarnos en la convicción de que la intervención militar en Irak fue un error y nuestra participación una opción claramente innecesaria. Las miles de vidas truncadas, entre ellas las de algunos españoles, no sirvieron a una supuesta causa superior en favor de la seguridad en la zona, ni a la disminución de la amenaza del terrorismo radical islamista.

Repasando la decisión sobre las tropas de Irak, pueden descubrirse también algunos de los prejuicios o inseguridades que de forma latente estaban presentes en la consideración que de nosotros mismos teníamos, y tenemos, como país.

Porque en ciertos ámbitos ilustrados de opinión se consideró, como argumento para rechazar, o aplazar sine die, aquella decisión que iba a perjudicar nuestros intereses en el mundo. Era como si no pudiéramos asumir que ya éramos, que somos, una de las grandes democracias europeas; como si no pudiéramos adoptar, como ellas, decisiones en defensa de nuestros intereses, de acuerdo con la voluntad mayoritaria de la sociedad, y en el momento considerado más oportuno para hacerlo.

Recuerdo con qué fruición se especulaba sobre mis relaciones con el presidente Bush, sobre cada gesto, sobre cada detalle, y cómo esa relación provocaba incluso las alertas en asesores y diplomáticos al servicio del Gobierno.

Es conocido que dos días después de anunciar mi decisión de retirar las tropas de Irak, mantuve una tensa conversación telefónica con el presidente norteamericano. Se sentía contrariado y decepcionado, y era entendible. Cuando le argumenté que el Presidente de la primera democracia del planeta debía comprender que mi postura como presidente del Gobierno de otra nación democrática respondía a un compromiso adoptado con los ciudadanos, se produjo al otro lado del teléfono un prolongado silencio que pudo parecer, en efecto, como un gesto de comprensión. Y, paradojas de la vida, fue el presidente Bush quien, al final de su mandato, aceptó convocar a España a la trascendental Cumbre del G20 -grupo al que no pertenecíamos- en Washington, en noviembre de 2008, para abordar la crisis financiera.

Repasando las hemerotecas, igualmente resulta curioso recordar que una de las preguntas que se nos formulaba con alguna reiteración, después de que hubiéramos adoptado la decisión, era la de si las Fuerzas Armadas habían aceptado de buen grado la orden del Gobierno de retirarse de Irak, una cuestión que, a buen seguro, no se hubiera trasladado a ninguno de los ejecutivos de los países de nuestro entorno si se hubiera dado un caso similar. Era 2004 y nuestras Fuerzas Armadas habían acreditado su profesionalidad en la defensa de los principios constitucionales desde hacía mucho tiempo, pero aún pesaba la histórica cuestión militar de nuestro país.

Y de aquella experiencia pienso que nos debe quedar también el afán por la paz.

Sé que para determinadas formas de pensamiento político el afán por la paz suena a buenismo. Sin embargo, sigo considerando que la primera tarea de la política es la paz. La paz no existe, se construye, se conquista, se preserva, no es una consecuencia sin más de la Historia. No creo que defenderla sea nunca una manifestación de relativismo sino el destino primero de la democracia y la expresión de su fuerza. Para hacer más creíble la política y con la fuerza de la democracia mi Gobierno retiró las tropas de Irak.

La historia de la Humanidad no nos da excesivos motivos para sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Guerras, millones de muertos, la violencia, el terrorismo... Quizá por ello siga siendo tan necesario, y más en tiempos de turbulencias, reafirmar algunas convicciones básicas, como la de que la democracia es la mejor garantía para la paz y el progreso.

Recuerdo muy bien el día que anuncié la decisión de que nuestras tropas regresaran de Irak. Y recuerdo qué pensamiento me acompañaba en aquella primera comparecencia pública como presidente del Gobierno. Pensaba en aquella paz y también en la más cercana, la que merecíamos los españoles poniendo fin a la historia de la violencia terrorista en nuestro país.

Creo, pues, que sólo recuperando la confianza en la democracia, en su fuerza, en su capacidad transformadora, podremos encontrar el camino para revitalizar la confianza en nosotros mismos, la confianza que necesitamos ante los retos del tiempo que nos toca vivir.

José Luis Rodríguez Zapatero es ex presidente del Gobierno y miembro del Consejo de Estado.

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