Irán: ¿y ahora qué?

Cuando hace unos días la marina norteamericana desplazó un segundo grupo de combate a aguas cercanas a Irán, enseguida saltaron las voces antiamericanas denunciando a un Bush militarista, empecinado en bombardear medio mundo. Incluso hay quien fijó la fecha -y casi la hora- del ataque: la madrugada del miércoles pasado. Pero el ataque no tuvo lugar. Al contrario, la diplomacia estadounidense ha continuado con su curso de acción, esto es, dar pasos sólidos allí donde hay consenso internacional -que Irán debe detener todas sus actividades de enriquecimiento de uranio-, recurrir a la ONU y defender la aplicación de un régimen de sanciones más estrictas de tal forma que el no abandono de un programa nuclear se le vuelva mucho más costoso a Irán, económica y políticamente.

De hecho, si un ataque tuviera lugar no sería por culpa de los americanos, sino porque los europeos habríamos fracasado en la puesta en práctica de las sanciones necesarias tanto para convencer a Teherán de que no debe proseguir con sus bravuconerías, como para castigar a la elite de los clérigos fundamentalistas que ambicionan la bomba. La cara sonriente del régimen de los ayatolás, el negociador Ali Larijani, va dando señales por medio mundo de que Irán querría volver a la mesa de negociaciones que unilateralmente abandonó cuando el Consejo de Seguridad empezó a tomar cartas en el asunto. Algunos europeos también dan prueba de que quieren volver a dialogar, pero sería un gravísimo error hacerlo ya, sin más. No solo las autoridades iraníes han desafiado a las Naciones Unidas, sino que han mantenido su retórica agresiva a la que han acompañado con actuaciones muy provocadoras, desde el lanzamiento de misiles antibuques en las inmediaciones del Estrecho de Ormuz, la presencia de líderes de la Guardia republicana en Irak o la puesta en órbita de su primer satélite.

Quienes critican a los Estados Unidos por su falta de planificación en Irak, se mesan ahora los cabellos porque el Pentágono revisa y actualiza sus planes de contingencia hacia Irán. Pero la verdad es que, de momento, nadie quiere una guerra. El juego es claramente otro: elevar la presión sobre Teherán, en todos los frentes posibles, para forzar el cierre de su programa nuclear. La segunda resolución del Consejo de Seguridad que se adoptará en breve va en esa dirección.

Hay quien achaca la vía diplomática a los problemas que América está encontrando en Irak, pero esa no es la causa verdadera, en la medida en que la fuerza aérea y la marina están plenamente disponible para cualquier ataque y se bastan para destruir el centenar largo de objetivos vitales de las instalaciones nucleares iraníes. No, si se prefiere la presión es porque se piensa que el régimen de Ahmadinejad y Ransafjani está sometido a numerosas presiones y contradicciones internas que lo vuelven muy vulnerable. Con más sanciones sobre los líderes del país esas tensiones podrían dar lugar a que la línea más pragmática de los ayatolás tomara de nuevo las riendas de Irán. Entonces, se supone, con los incentivos económicos y tecnológicos adecuados, los nuevos líderes se avendrían a poner fin a su programa nuclear. Es esta creencia en el cambio de liderazgo interno lo que sujeta un ataque militar.

Es cierto que una segunda resolución de Naciones Unidas que se apruebe por unanimidad dejará descolocados a los clérigos iraníes, pues lejos de ser los Estados Unidos quienes estén aislados, serán precisamente ellos los que sufran la condena de la comunidad internacional. A diferencia de lo que ha podido pensar Ahmadinejad últimamente con su gira por China y Venezuela, Irán pasaría a ser un Estado apestado. Con todo, es difícil ver que las sanciones de la ONU puedan acabar con el programa nuclear iraní salvo que se apliquen en su totalidad y de manera general. No siempre ha sido así, y aunque en la actualidad ya hay muchos bancos que no mantiene relaciones crediticias con Irán, por ejemplo, hay que recordar que mientras los europeos han negociado con Teherán, han incrementado a la vez sus exportaciones a ese país en un 70 por ciento.

La estrategia de las sanciones es una estrategia contrarreloj. La apuesta estriba en ver qué se quiebra antes, si el gobierno de Ahmadinejad o su ambición nuclear. En la esperanza de que algo se quiebre. Hay pruebas de que el descontento interno con la línea de confrontación del actual presidente está en aumento, pero también sabemos que la ambición nuclear está muy enraizada tanto en radicales como en pragmáticos, no en vano Irán ha conducido sus investigaciones de forma clandestina durante años, incluso con el amado por los occidentales, el «moderado» Jatamí en el gobierno.

El problema de esta estrategia es que el frente internacional debe mantenerse muy unido, sin fisuras, para que las sanciones den sus frutos. No es posible que Rusia y Austria, por ejemplo, vendan armas a Teherán, a la vez que votan por reforzar el castigo de la ONU. Australia ha hecho suya, como normativa nacional, la obligatoriedad del embargo de la ONU y perseguirá legalmente a sus naturales que lo incumplan. Algo así deberían hacer los europeos y españoles, en donde la tentación de hacer negocios siempre supera los miedos a un Irán atómico.

El régimen de sanciones tiene que mostrarse además efectivo en el tiempo. Es decir, que deben dar resultado antes de que Irán sea capaz de fabricar su primera bomba nuclear. Por lo que sabemos, Irán cuenta con el control en dos de las tres cosas que necesita para su bomba. Tiene la tecnología misilística para lanzarla y cuenta con los diseños para hacer del material radioactivo una cabeza nuclear. Lo que le falta es la materia prima en cantidad suficiente, sea uranio o plutonio. En lo concerniente al reactor de agua pesada para obtener plutonio, el programa va muy retrasado; en lo tocante al enriquecimiento de uranio, el programa se ha acelerado e Irán podría pasar muy pronto de las dos cadenas de 160 centrifugadoras a una de 3.000. Se colocaría así a pocos meses de su primer ingenio atómico.

¿Pueden las actuales sanciones impedirlo? Sólo si se cumplen de verdad. Hasta la fecha están lejos de ser implementadas. Es más, a tenor del comportamiento negociador de los ayatolás, cabría imaginarse un escenario en el que una vez demostrada su capacidad técnica para enriquecer uranio, volvieran a la mesa de negociaciones ofreciendo congelar el proceso de enriquecimiento y sometiéndose a las debidas inspecciones de la AIEA, pero, simultáneamente, reactivando un programa agresivo de enriquecimiento de forma clandestina. Ocultar algunas instalaciones al amparo de la legalidad de otras es más sencillo que hacerlo si no se les permite ninguna. Por eso Irán debe renunciar por completo a sus programas nucleares. De lo contrario, más tarde o más temprano nos encontraríamos con un Irán nuclear, que es lo que se quiere evitar.

Por tanto, si de verdad se quiere evitar un ataque contra Irán, lo que hay que hacer es que el régimen de sanciones impuesto por la ONU sea lo más estricto posible y que castigue al liderazgo político y al aparato de poder de los ayatolás, que se cumpla y que funcione. Y eso sí, no dejar de prepararse para lo peor, tener que atacar a un Irán radical que no se avenga ni a razones ni a presiones. Quees posible. Pero si los europeos sólo apoyan las sanciones de boquilla y siguen comerciando directa o indirectamente con Teherán -o aplauden que otros lo hagan-, toda la estrategia multilateral se vendrá abajo. Pero la culpa no será de Bush ni de Israel, sino solamente nuestra.

Rafael L. Bardají