Irán, el imperio ignorado

Parece que el pueblo estadounidense todavía no se ha recuperado por completo de la toma de rehenes entre el personal de la embajada de Estados Unidos en Teherán en 1979. Al anunciar que pensaba destruir 52 sitios emblemáticos de Irán, «uno por cada rehén», según dijo, Donald Trump pretende restaurar el honor nacional mediante una venganza proporcional a la humillación. Trump vive en un mundo de fantasía, pero no hay duda de que muchos de sus electores piensan como él. Recordemos que esta crisis de rehenes de 1979 fue una reacción del Gobierno revolucionario iraní a la acogida en Estados Unidos, por el presidente Jimmy Carter, del Sha en el exilio. Cuando Carter fue sustituido por Ronald Reagan, los rehenes fueron liberados.

Lo más sorprendente de esta lucha larvada, que nunca ha llegado a ser una guerra abierta entre Irán y Estados Unidos, es lo poco que los estadounidenses entienden a Irán, mientras que, en muchos aspectos, los dos países se parecen. Son dos naciones impregnadas de religión con una fuerte tendencia mesiánica; el cristianismo evangélico en el lado estadounidense, y el islam chií en el lado iraní. Los dos tienen ambiciones que trascienden sus fronteras, globales en el caso de los estadounidenses, y regionales en el de los iraníes. Porque Irán no es solo un país, sino un imperio, el heredero del imperio persa y el protector de una fe, el chiísmo. Esta versión del islam, que se remonta a sus orígenes, nació de un cisma entre los herederos de Mahoma, pero también de la eterna rivalidad entre árabes y persas. Este cisma entre chiíes y suníes confiere al clero iraní, los ayatolás, una misión divina para proteger a los chiíes donde quiera que se encuentren, especialmente en los países árabes, donde están bajo tutela. El mapa del chiísmo coincide con la geografía de las intervenciones iraníes: Irak, Siria, Líbano, Bahréin, Yemen.

Irán, el imperio ignoradoRecordaremos también, no para justificar incursiones militares y actos terroristas sino para comprenderlos, que estos chiíes del exterior fueron tratados a menudo por los árabes suníes dominantes como ciudadanos de segunda clase y musulmanes cismáticos. Esto se dio principalmente en el Líbano hasta la constitución del movimiento Hizbolá, respaldado por Irán, y en Irak hasta el derrocamiento de Sadam Husein, que era suní. En resumidas cuentas, los iraníes socorren a los chiíes oprimidos, de la misma manera que los occidentales protegen a los cristianos de Oriente.

¿Deberíamos sospechar que los iraníes quieren reconstruir el imperio persa de antaño? Probablemente en Teherán algunos líderes mesiánicos sueñan con ello. Resulta que Irán, igual que antes el imperio persa, ya es un Estado multiétnico, que incluye a azeríes, árabes y kurdos; absorber a los países vecinos no sería una ruptura impensable. Pero las potencias occidentales y los israelíes se opondrían. Quizá los chiíes iraquíes, sirios, libaneses y yemeníes no desean ser persas, no sabemos nada al respecto. Hay que tener en mente esta larga historia antes de enfrentarse a Irán, y también conviene visitar Isfahán y sus mezquitas azules y las ruinas de Persépolis para comprender hasta qué punto está presente la memoria imperial. Sin embargo, los estadounidenses parecen especialmente poco informados sobre esta región, incluso en los niveles más altos.

El general David Petraeus, que en 2003 arrebató Basora a las tropas de Sadam Husein, no estaba seguro, según me confesó más tarde, de la diferencia entre chiíes y suníes. Al convertirse en gobernador de Basora por las armas, Petraeus descubrió casi por casualidad que se había convertido en el libertador de los chiíes y, por consiguiente, en aliado de los iraníes.

Sin embargo, los europeos, mejor informados que los estadounidenses sobre la Persia antigua y moderna, pudieron convencer a Barack Obama en 2015 de que firmara un acuerdo con Irán para que Teherán renunciara a dotarse de armas nucleares y se normalizaran todas las demás relaciones. En este proceso, los iraníes actuaron de buena fe; obtenían el reconocimiento de su régimen teocrático, la aceptación de su papel como protectores de las minorías chiíes y la aspiración a la modernidad que reclamaba su pueblo.

Estoy convencido de que, a la larga, Israel e Irán habrían encontrado una forma de convivencia, ya que la historia de los hebreos y los persas ha estado íntimamente mezclada. Lamentablemente, toda esta posible pacificación ha sido destrozada por Donald Trump con el fin evidente de que la gente olvide el proceso de destitución. Recordemos un desafortunado precedente: en 1998, Bill Clinton, enredado en un procedimiento similar, trató de desviar la atención de los estadounidenses bombardeando una fábrica química en Jartum, que se suponía que pertenecía a Bin Laden, y un campo de entrenamiento de talibanes en Afganistán. En teoría, estos ataques improvisados eran una respuesta al primer ataque de Bin Laden contra las Torres Gemelas en 1993. Pero la fábrica de Jartum estaba tan desierta como el campamento, y Bin Laden ya no estaba en Sudán. El gesto de Clinton fue tan necio como el de Trump; Bin Laden esperó ocho años antes de vengarse destruyendo las Torrres Gemelas para siempre. Este precedente, muy inquietante, hace presagiar una venganza iraní, que llegará en su momento, tal vez dentro de varios años. Mientras que los estadounidenses cuentan por minutos, los persas cuentan por siglos.

Guy Sorman

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