Irán: en busca del apocalipsis

Con la despiadada represión de sus opositores, el carpetazo al fraude electoral y la legitimación del segundo mandato para Mahamud Ahmadinejad, la República Islámica de Irán ha sellado su destino. Y de no hacer nada en contra, también el nuestro. En estos días se han librado dos batallas en Irán cuyos resultados definirán el futuro de Irán, de la región y del mundo entero. Y en ambas batallas, nuestros intereses, los de los valores de la libertad, la tolerancia y la convivencia pacífica, han salido derrotados. De manera evidente, en las calles de Teherán, donde los manifestantes que empezaron su protesta contra un evidente fraude electoral, fueron progresivamente haciendo ver claramente sus deseos por un cambio más profundo, por una vida libre de las imposiciones rigoristas de los ayatolas. Desgraciadamente los instrumentos represores a disposición del régimen islámico y la pasividad occidental ante sus desmanes, han acabado una vez más con todo atisbo de cambio. Los demócratas iraníes han perdido porque el mundo democrático les ha abandonado frente a la tiranía. Con el tiempo se recuperarán, porque nada hay más poderoso que la idea de la libertad, pero está por ver que recuperen la confianza en nosotros, los que hemos preferido hablar con la barbarie a apostar por el cambio.

La segunda batalla se ha desarrollado en un segundo plano, pero no por ello ha sido menos importante y ha enfrentado a clérigos tradicionalistas con la nueva casta emergente cuya máxima expresión es el presidente Ahmadinejad. Aunque a nuestros ojos parezca paradójico, el duelo se libra entre los clérigos de Qom que se han beneficiado en lo personal de la revolución islámica de 1979, y los guardianes de la revolución, personajes volcados en la protección de la revolución misma y su exportación al otras zonas del mundo. Para éstos, con Ahmadinejad a la cabeza, los clérigos se han vuelto blandos y corruptos y su obligación es devolver el espíritu ascético y radical de Jomeini treinta años después de la primera revolución y veinte años tras su muerte. Y quienes han salido vencedores son precisamente estos, quienes reviven el fantasma de Jomeini.

Si alguien había albergado alguna esperanza de una nueva relación con el Irán de los ayatolas, más le valdría despertar a la cruda realidad. El Irán creado por Jomeini hace ahora treinta años, no es un régimen como cualquier otro. Algo que los occidentales tendemos a olvidar con frecuencia. Es un régimen teocrático, fundamentalista y revolucionario. Y, en ese sentido, es irreformable en sus estructuras e incorregible en su naturaleza. Ahora bien, la victoria ha tenido un precio.

Tres son las consecuencias inmediatas de la continuidad de Ahmadinejad, como bien sabemos, un radical iluminado que espera la venida del Mahdi, el duodécimo Imán y el triunfo del Islam a través del caos y la violencia y que cree sinceramente que él está llamado a acelerarlo. La primera, reconocer que el buenismo y la actitud de conciliación con el régimen de Teherán sólo conduce al fracaso. Obama estaba equivocado cuando pensaba que bastaría con tender su mano para que las cosas cambiasen en Teherán; como los europeos lo estaban al confiar en que el radical e iluminado Mahamud Ahmadinejad fuera vencido en las urnas por el aparentemente más moderado Mir Hosein Musavi; o como lo han estado muchos corazones al imaginar que las acusaciones de fraude electoral terminarían con un recuento contrario a Ahmadinejad o en la repetición de las elecciones presidenciales.

Y es que, empachados de buenismo, es fácil hacerse ilusiones sobre Irán. La realidad es bien distinta: la República Islámica de Irán no es un régimen como cualquier otro. Es un régimen teocrático, fundamentalista y revolucionario. Y, en ese sentido, es irreformable en sus estructuras e incorregible en su naturaleza. Jomeini lo creó hace ahora treinta años para hacer realidad la ley coránica sobre la Tierra y el espíritu de Jomeini lo sigue inspirando. Ahí están los guardianes de la revolución para asegurar que las reformas son imposibles. De hecho, Ahmadinejad representa el triunfo de una elite que prefiere la confrontación al acomodo.

El segundo problema tiene que ver con la ambición nuclear de Irán. En buena medida Ahmadinejad es popular entre los iraníes por su defensa del programa atómico y nada puede hacerle pensar que tiene ahora que abandonarlo. Ha amenazado reiteradamente a Israel y nada le ha sucedido; ha interferido cuanto ha querido en Irak, donde de hecho Irán estuvo en guerra abierta con las fuerzas americanas y británicas, y ni Washington ni Londres movieron un dedo en su contra; está presente en Afganistán complicando la seguridad de ese país y amenazando con su ayuda a las tropas de la coalición, pero tampoco se le ha castigado por ello. Y acaba de renovar su mandato sobre un baño de sangre y todo lo que oye es una débil protesta internacionañ y el gran deseo de los americanos de entablar conversaciones con él ¿Por qué cambiar ahora, además, cuando se observan por primera vez importantes divergencias entre la Casa Blanca y el gobierno en Jerusalén?

De hecho, en todos estos días en los que la atención mundial miraba con esperanza las manifestaciones a favor de un cambio real en Irán, Jamenei, Ahmadinejad y los suyos han continuado con el programa atómico como si nada, anunciando, incluso, el plazo de finalización de la central de Busher gracias a la ayuda rusa. Y por lo que sabemos a través de la Agencia de la energía atómica de Viena, las centrifugadoras no han cesado en el enriquecimiento de uranio. Si todo sigue como hasta ahora, a finales de año Irán tendrá suficiente uranio enriquecido para poder fabricar su primera bomba si así lo quiere. Y lo quiere.

La tercera consecuencia podría sernos de mayor utilidad si fuéramos capaces de extraer las lecciones apropiadas: por lo que se ha visto con esta crisis en la calles y por lo que no se ha visto de las bambalinas, es posible afirmar hoy que el régimen de lo ayatolas no tiene por qué eternizarse y puede muy bien caer como cayó hace ahora veinte años el muro de Berlín cuando nadie se lo esperaba. Pero para que Musavi pueda elevarse a la estatura de Gorbachov se necesita un Ronald Reagan entre nosotros. Y no lo hay. Mientras el presidente americano y sus socios de la UE primen el diálogo y la negociación sobre el cambio de régimen, ni habrá negociación seria, ni cambio de régimen. Pensar otra cosa es simplemente una vana ilusión.

Si a través de los foros internacionales y las promesas de una nueva relación se les da la legitimidad que claramente ya han perdido en casa, no sólo se estará cometiendo una abominación moral y un crimen político, sino que la comunidad occidental se estará poniendo ella misma la soga al cuello, pues si los líderes iraníes quieren la bomba es, sobre todo, para garantizar su revolución islámica, cosa que pasa inexorablemente por el apoyo y manejo a su antojo de grupos tales como Hizbolá en el Líbano o Hamas en Gaza; por la desestabilización generalizada del Golfo; y por la confrontación con Occidente.

Hasta anteayer podíamos haber elegido entre el cambio y el Apocalipsis. Con Ahmadinejad hemos escogido el Apocalipsis. Pero tenemos tiempo para cambiar y optar por acabar con él, su bomba y sus secuaces. Bastaría con quererlo de verdad.

Rafael L. Bardají