Hace diez años Estados Unidos y el Reino Unido invadieron Iraq yendo en contra de la opinión de gran parte del mundo, del Consejo de Seguridad, la Asamblea y el secretario general de la ONU. Pese a que la invasión acabó con la dictadura de Sadam Husein, el resultado interno es negativo. A la vez, produjo un cambio en el equilibrio de fuerzas en Oriente Medio y agravó la relación entre las comunidades chiíes y suníes.
La guerra y la violencia posterior costaron la vida de 160.000 iraquíes, mientras que otros 655.000 murieron por causas vinculadas al conflicto (por ejemplo, destrucción de centros de salud). La violencia sectaria continúa con atentados entre suníes y chiíes. Murieron más de 5.000 soldados de Estados Unidos (la mayoría), el Reino Unido y otros países. Hay 32.220 estadounidenses heridos por la guerra y la denominada conmoción postraumático ha afectado psicológicamente a ellos y a sus familias. Se alcanzaron los 2,7 millones de refugiados en la región y desplazados interiores.
Iraq está violentamente fragmentado y es muy inseguro. Los ciudadanos sufren serias deficiencias en la vida diaria debido a la destrucción masiva de infraestructuras. El principal argumento de los funcionarios del Gobierno, comentaristas y militares que decidieron, aplaudieron e impulsaron la guerra de Iraq es que, pese al alto coste en vidas humanas, sirvió para acabar con la dictadura.
Esta lógica aparentemente moral es resistida por los datos. La organización Human Rights Watch indica que “las condiciones en derechos humanos continúan siendo pobres, particularmente para detenidos, periodistas, activistas, mujeres y niñas”. “Las fuerzas de seguridad siguen arbitrariamente deteniendo y torturando, y manteniendo a personas fuera de la custodia del Ministerio de Justicia. En el 2012 aumentó el número de ejecuciones por pena de muerte, pero el Ministerio de Justicia no provee información acerca de la identidad de los ejecutados”.
Iraq figura en el puesto 169 en una lista de 174 países del mundo en cuanto al grado de corrupción. Pero la corrupción no es sólo cuestión iraquí. Un estudio del Financial Times demuestra que Washington desembolsó al menos 138.000 millones de dólares en contratos, especialmente con empresas estadounidenses, de seguridad (mercenarios, cuyo número llegó a superar al de las tropas), logística y reconstrucción. La senadora demócrata Claire McCaskill afirma que “miles de millones de dinero público gastados en servicios y proyectos tuvieron poco o ningún efecto para consolidar la misión militar”. Esto coincide con el análisis del premio Nobel Joseph Stiglitz y Linda Bilmes, que estiman el gasto de la guerra (sumando el coste de la rehabilitación de veteranos en Estados Unidos) en tres trillones de dólares.
El gobierno de George W. Bush preparó la invasión, con el entusiasta apoyo del entonces primer ministro británico, Tony Blair (y del entonces presidente José María Aznar), vinculando los ataques del 11 de septiembre del 2001 a Sadam Husein. Bush y Blair manipularon y promovieron una lectura falsa de los datos de inteligencia con el fin de probar que Iraq tenía armas nucleares y patrocinaba el terrorismo. Pese a que ambas cosas eran falsas, sus aliados y un coro de periodistas, medios de comunicación y comentaristas crearon el consenso sobre la necesidad de la invasión. Cuando pronto se comprobó que las armas nucleares no existían y el terrorismo provenía de Al Qaeda, la Casa Blanca y sus amigos enfatizaron que el fin de la invasión era que “los iraquíes fuesen libres”.
La acción militar se hizo con ignorancia de la realidad religiosa, étnica y tribal iraquí. Los suníes perdieron el poder y la mayoría chií pasó a controlarlo. Se instauró un gobierno de transición que destruyó el aparato del Estado existente. Miles de funcionarios y militares se convirtieron en milicianos suníes. La población que no participó directamente en la violencia quedó atrapada entre las fuerzas internacionales, los mercenarios, las milicias y la falta de Estado. Tortura y detenciones ilegales fueron práctica habitual.
Iraq tiene hoy un gobierno represivo liderado por el primer ministro Nuri al Maliki con un aparato de seguridad de 1,2 millones de agentes oficiales y privados para una población de 32 millones de habitantes. Estados Unidos se ha marchado. La parte kurda del país es más estable, con su propio ejército y recursos petroleros, pero vive en tensión con el centro controlado por los chiíes. La guerra acentuó la fractura entre chiíes y suníes, y Bagdad se encuentra ahora en una alianza de hecho con Teherán. Hace pocos días el secretario de Estado, John Kerry, viajó a Iraq para pedir, infructuosamente, a Maliki que corte el paso de armas iraníes con destino al régimen de Bashar el Asad en Siria. Una muestra de la nula influencia que Washington tiene en Iraq después de diez años de guerra cara e inútil.
Mariano Aguirre, director del Centro Noruego para la Construcción de la Paz.