Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 01/03/06):
El ministerio de Economía y Hacienda ha sometido a información pública un anteproyecto de ley para la reforma del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, el bien conocido IRPF, con algunas novedades que merecen comentarse. La primera de ellas es que se ha abandonado la brillante e ilusoria idea del tipo único para sustituirla por la menos arriesgada de ir reduciendo gradualmente el número de tramos de la tarifa. Ese camino fue ya emprendido con éxito en la reforma de 1998 y continuado en la de 2002. Al tipo único quizás se llegue en el futuro, pero sin provocar cambios traumáticos en millones de contribuyentes.
Otras novedades del anteproyecto son también importantes, pero quizás la de mayor trascendencia sea la que se refiere al objeto del impuesto, porque sobre la modificación de su actual concepto gira la mayoría de los cambios que pretenden introducirse en el anteproyecto. En efecto, la ley actual establece que «el objeto de este impuesto lo constituye la renta del contribuyente, entendida como la totalidad de sus rendimientos, ganancias y pérdidas patrimoniales y las imputaciones de renta que se establezcan por la ley ( )», para añadir seguidamente que «el impuesto gravará la capacidad económica del contribuyente, entendida ésta como su renta disponible, que será el resultado de disminuir la renta en la cuantía del mínimo personal y familiar». Por su parte, el anteproyecto de la nueva reforma reproduce literalmente el primero de esos párrafos, pero no el segundo, en el que se proclama el gravamen de la capacidad económica. Esa falta de mención no es casual sino conscientemente buscada ya que, al no definir la capacidad económica como auténtico objeto de gravamen, permite, en primer término, evitar su cálculo y su gravamen integrado; en segundo lugar, amparar nuevas reglas para la aplicación de los mínimos personales y familiares y, finalmente, romper la unidad de la base del impuesto en lo referente a la renta. El IRPF ya no se aplicará sobre la capacidad económica del contribuyente sino que recaerá de forma diferente sobre trozos distintos de sus ingresos, sin que éstos integren la renta que justifica y da nombre a tan importante tributo.
El cambio tiene gran importancia si se enfrenta al artículo 31.1 de nuestra Constitución, que dispone que «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio». Como establece la vigente Ley del IRPF y reconoce la doctrina desde hace siglos, la capacidad de una persona para soportar un impuesto sólo comienza a partir de la renta que excede de la que cubre sus necesidades básicas y las de su familia, pues en otro caso, al gravar esa renta básica indispensable personal y familiarmente, el tributo resultaría confiscatorio. De ahí que los legisladores de 1998 definieran el objeto del IRPF en términos de capacidad económica y, consecuentemente, eximieran los mínimos personales y familiares. Al hacerlo así consiguieron un importante avance pues, por primera vez en España, el IRPF comenzó a recaer, como ordenaba nuestra Constitución, sobre la capacidad económica. Así también se venía haciendo desde antiguo en otros muchos países de nuestro entorno. Pero en un impuesto progresivo la exención exige deducción en la base de gravamen. Por eso sorprende que ahora se pretenda que los mínimos personales y familiares no se eximan mediante su previo descuento de la base del tributo sino que se desgraven mediante una deducción en su cuota. En un impuesto progresivo desgravar no es lo mismo que eximir, como bien conoce cualquier hacendista. No estamos, pues, ante una cuestión de mera técnica tributaria, de algo que preocupe sólo a los profesores de Hacienda Pública como algunos piensan, sino ante un cambio de graves consecuencias políticas y sociales.
Esas consecuencias son numerosas, pero las más visibles e inmediatas se refieren a que, en primer término, muchas familias quedarán fiscalmente menos protegidas de lo que lo están hoy y, además, que las familias numerosas o las que presenten declaración conjunta saldrán relativamente perjudicadas con ese cambio. Finalmente, que la nueva protección fiscal a la familia perderá rápidamente peso relativo a partir de ingresos muy bajos tales como -dependiendo del número de hijos- unos 10.000 o 15.000 euros anuales para los rendimientos de trabajo.
Otra de las consecuencias de ese cambio es que, olvidada la capacidad económica, resulta más fácil romper la unidad de la base del impuesto, desagregándola en dos grandes componentes. El primero de ellos, según el anteproyecto, agruparía los rendimientos del trabajo, de las actividades económicas y de los alquileres de inmuebles y el segundo los rendimientos del capital mobiliario y las ganancias patrimoniales. El problema conceptual de este planteamiento es, pues, que rompe con la idea de la renta que excede de los mínimos personales y familiares como magnitud fiscal única y demostrativa de la capacidad económica del contribuyente, al tiempo que justificadora de su imposición progresiva. El problema material es que, además, a la primera de esas bases, donde se incluyen los rendimientos del trabajo, se le aplicará una tarifa progresiva, que comenzará en el 24% para finalizar en el 43%, mientras que la segunda se gravará mediante un tipo único del 18%. Gravar más fuertemente los rendimientos del trabajo que los del capital mobiliario perjudica gravemente la equidad del impuesto. Además, esa medida incidirá negativamente sobre muchos pequeños contribuyentes que hoy soportan tipos de gravamen inferiores al 18% por sus rendimientos de capital.
Por otra parte, la reforma olvida que los dividendos han soportado ya el impuesto sobre sociedades. Por eso en el IRPF actual se multiplican por 1,4 antes de incluirlos en la renta y después se deduce de la cuota resultante un 40% de esos dividendos, para eliminar así casi todo el peso del impuesto sobre sociedades que los dividendos han soportado previamente. Así se viene haciendo también en casi todos los países de nuestro entorno. Sin embargo, el anteproyecto pretende acabar con la compensación de ese doble gravamen, incidiendo sobre los dividendos con una carga final mucho más elevada. Mala medida para inducir a los españoles a que se hagan accionistas, sobre todo si no se disfruta de dividendos por encima de los 145.000 euros anuales aproximadamente, pues a partir de esa cifra la nueva reforma resultará ya más ventajosa que la norma actual.
La tarifa progresiva también cambiará con la reforma. Hoy consta de cinco tramos, comienza en el 15% y termina en el 45%. Con la reforma constará de cuatro tramos, comenzará en el 24% y terminará en el 43%. El tramo que se pretende suprimir es el primero, el del 15% actual. La supresión se realizará no ajustando toda la tarifa o, al menos, sus escalones inferiores, sino simplemente eliminando el límite que separa actualmente el primero del segundo de esos tramos, con una elevación sustancial -del 15% al 24%- del tipo mínimo de la escala y una rebaja de dos puntos en su tipo más alto. No parece que exista mucha simetría en este cambio.
A ello se añade que las aportaciones a planes de pensiones sufrirán recortes sustanciales para quienes tengan más de 52 años de edad, olvidando que esas personas no han podido constituirlos hasta hace bien poco porque la legislación sobre estos planes se puso en vigor en 1989 y, además, que su derecho a hacer aportaciones fiscalmente protegidas finaliza a los 65 años de edad. Por otra parte, se harán incompatibles las aportaciones de los beneficiarios a sus planes individuales con las que para ellos hayan realizado las empresas en sus planes de empleo, en cuanto ambas conjuntamente superen el límite establecido.
Además, como se pretenden respetar en casi todos los cambios los derechos adquiridos con la legislación actual -lo cual es muy de agradecer pues evita la retroactividad de las nuevas disposiciones- necesitarán crearse multitud de regímenes transitorios, lo que salvará la irretroactividad pero complicará extraordinariamente el impuesto en lugar de simplificarlo.
Por último, con esta reforma no se pretende, como con las dos anteriores, que todos ganen y nadie pierda, condición indispensable para optimizar el bienestar social. De ahí que muchos puedan pensar que para esta reforma mejor sería quedarse en el punto de partida.