Irse de la UE o quedarse en ella? Esta es la pregunta que los votantes británicos tendrán quizá que responder dentro de cinco meses, el 23 de junio, si la renegociación de David Cameron concluye con un acuerdo en la cumbre europea de mediados de febrero. El resultado de esa negociación es al mismo tiempo irrelevante para la pregunta y fundamental para la respuesta.
Es irrelevante porque los argumentos estratégicos sobre el interés nacional de la permanencia, ya presentados por dos exdirigentes conservadores, John Major y William Hague, siguen siendo válidos por escasos que sean los frutos de la negociación. El lugar de Reino Unido en el mundo para los próximos 20 años no puede decidirse en función de que Cameron obtenga durante cuatro años la exención de otorgar prestaciones a los trabajadores polacos.
Por otro lado, es fundamental porque muchos británicos no se han decidido todavía. Cuando los encuestadores les plantean diversos resultados hipotéticos, los indecisos dan respuestas muy diferentes dependiendo de que Cameron vuelva de Bruselas con unas reformas más o menos sustanciales o con minucias. En el primer caso, la mayoría quiere quedarse; en el segundo, marcharse. Dado que los votantes ya decididos están repartidos más o menos al 50%, el resultado va a depender de este grupo intermedio.
Suceda lo que suceda, parece claro que vamos a ver un triunfo del miedo sobre el miedo. La pregunta es: ¿qué miedo se impondrá? ¿El miedo a verse aún más arrastrados a un incipiente súper-Estado europeo, con la consiguiente pérdida de soberanía, democracia, identidad y control de las fronteras nacionales? ¿O el de quedarse marginados como Noruega y Suiza, con unas normas fijadas por una UE en la que ya no tendremos voz?
Sigo pensando que la mayoría no querrá arriesgarse a abandonar la UE, igual que la mayoría de los escoceses, en su referéndum, votó no arriesgarse a abandonar Reino Unido. Si la razón prevaleció sobre los sentimientos entonces, también lo hará ahora.
Pero los referendos son peligrosos. Los votantes, muchas veces, no responden a la pregunta concreta. Hasta ahora, la mayor parte del mundo empresarial británico se ha mantenido al margen, pese a que, según un sondeo del Financial Times, solo el 1% de los líderes empresariales británicos está a favor de irse. Los empresarios dicen que el Gobierno les pidió que callaran hasta la renegociación. Pero el otro día, en Davos, Cameron les instó a hablar: “Si creen, como yo, que Reino Unido está mejor en una UE reformada..., ayúdenme a explicar por qué debe quedarse”. Y eso, sin saber el resultado de la renegociación. Algunas empresas temen también la reacción negativa de sus clientes euroescépticos. Pero si esperan al último minuto, como hicieron en Escocia, tal vez sea demasiado tarde.
El mayor peligro para la campaña por la permanencia es otra crisis de refugiados en el continente de aquí al referéndum, aparte de —esperemos que no— otro atentado terrorista como los de París del año pasado. En una encuesta de YouGov, los entrevistados dicen que los temas primordiales en la negociación de Cameron son “el control de fronteras y la inmigración de la UE” (52%) y “las prestaciones a que tienen derecho los inmigrantes de la UE” (46%). Muy por delante de lo demás. Existe poca conexión lógica entre la inmigración interna de la UE y los refugiados de Oriente Próximo, así como entre estos últimos y los atentados en Europa occidental. Ahora bien, si cada día aparecen informaciones sobre refugiados sirios que llegan a Calais, muchos sentirán una gran tentación de decir que cierren la frontera en Dover.
Un análisis detallado identifica dos grupos principales de indecisos, unos 7,5 millones etiquetados como “corazones contra cabezas” y 9,5 millones de “jóvenes apáticos”. Los primeros se dejarán convencer por un miedo racional. Los argumentos económicos, sin duda, empujan a quedarse. No es tan agradable ser Noruega: como dice Cameron, pagan, pero no deciden. He hablado con un antiguo responsable de las negociaciones comerciales que duda de que Reino Unido pudiera siquiera obtener un buen acuerdo de acceso al mercado único. La UE ha empleado su enorme peso económico para negociar acuerdos de libre comercio favorables con 200 países. Reino Unido, por sí solo, no tendría unas condiciones tan buenas y viviría años de incertidumbre mientras se fueran deshaciendo acuerdos acumulados durante 40 años.
Los dirigentes empresariales y los líderes de opinión que quieren que Reino Unido permanezca no deben utilizar las amenazas ni el miedo: deben limitarse a explicar con calma qué harían en caso de un Brexit (salida) y de un Bremain (permanencia). Es lo que hizo la empresa francesa de energía EDF en una carta dirigida a sus empleados británicos durante el referéndum escocés. En conversaciones con franceses, alemanes y estadounidenses queda patente que, si los británicos decidieran irse, Alemania y Francia se unirían para tratar de reforzar la eurozona como núcleo duro de la UE, y que Estados Unidos prestaría menos atención a Reino Unido y más a la Europa del euro. Si Barack Obama visita Reino Unido esta primavera, no debe dudar en dejar eso claro.
Pero no basta con una campaña del miedo. Estudios detallados muestran que, para los jóvenes indecisos, quedarse en la UE también tiene connotaciones positivas, como “prosperidad”, “oportunidades para la próxima generación” y un “más fuerza” sin concretar. La campaña debe apelar a la esperanza, además del miedo.
Necesitamos que nuestros socios de Europa continental digan qué tiene de positivo para ellos que Reino Unido permanezca en Europa. El sentido de la Unión Europea en el siglo XXI se basa en su capacidad de plantar cara en un mundo de gigantes. Para ello es necesaria una verdadera política exterior y de seguridad. ¿Y cómo es posible tenerla sin la plena participación de uno de los dos Estados europeos —el otro es Francia— que tienen la experiencia de ser potencias mundiales, ocupan un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y están dispuestos a usar la fuerza? Para prosperar en el siglo XXI, Europa necesita dos núcleos duros: uno económico y monetario, en torno a Alemania y la eurozona, y otro diplomático y de seguridad, que incluya a Reino Unido. Para cualquiera que esté de acuerdo, en Europa y Norteamérica, este es el momento de decirlo alto y claro.
Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su nuevo libro, Free Speech: Ten Principles for a Connected World, se publicará en primavera. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.