Isabel II, la reina pop de un mundo de bloques

Con Isabel II muere la última protagonista del mundo occidental de posguerra, y con ella mueren también los éxitos y los fracasos de un siglo. No hay ninguna época que sobreviva a las personas, porque los tiempos de la cultura y de la política son los de sus protagonistas.

A ella no le tocó ganar la guerra, pero aprendió de su padre a ganar la paz. En una Europa vencedora contra el totalitarismo, pero perdedora moralmente por no haber sabido evitar la "guerra civil" en la que se convirtieron los dos grandes enfrentamientos bélicos de la primera mitad del siglo XX, Isabel II tuvo que soportar el peso de una corona que no parecía encontrar su lugar.

La Segunda Guerra Mundial hizo que creciera el prestigio del presidencialismo democrático. De esas figuras con autoridad capaces de atar los múltiples cabos sueltos de un parlamentarismo supuestamente degenerado.

Adolf Hitler lo había hecho a su manera, y en Alemania no sólo ardió el Reichstag, sino también el prestigio del sistema de partidos y de las garantías constitucionales. En Francia, la figura de Charles de Gaulle no tenía sombra. En el Reino Unido, Winston Churchill fue un primer ministro con poder y prestigio. La guerra la ganó la democracia liberal. Pero el liberalismo quedó herido de muerte.

En el bando perdedor quedaron los restos de los imperios que habían sobrevivido a la Primera Guerra Mundial. Los estandartes de Alemania, alzados para recuperar la memoria de los caídos en Verdún o en el Somme, fueron derrotados por el ideal democrático estadounidense.

El resto de imperios ya no eran más que una ligera sombra en el nuevo mapa internacional. Quedaban la URSS y China, pero la vieja Europa se había traicionado a sí misma, y sobre la propia Corona inglesa recaían sospechas de colaboracionismo con la Alemania nazi.

En esas circunstancias llegó Isabel II al trono.

Pero la corona que reposaba sobre la cabeza de la reina no sólo no le otorgaba el aura de poder y prestigio casi divino con el que se inviste al cuerpo limitadamente humano, según la teoría anglosajona del derecho divino de los reyes, sino que suponía también una mancha y una condena.

Quizás sea exagerado decir eso, porque también es cierto que una gran mayoría de la Commonwealth la recibió con júbilo. Pero la reina Isabel II asumió la difícil tarea de dar color a una monarquía gris. Tan gris como los trajes de sus ministros y el humo industrial de una sociedad crecida bajo el orden y la lógica de la revolución industrial.

El mundo europeo de posguerra tenía que recuperar la moral perdida tras la guerra. También debía responder a la pregunta de cómo el ejercicio de la democracia y del parlamentarismo clásico había llevado al totalitarismo. Y a la de cómo era posible que los sufridores de todo este dolor hubiesen sido principalmente las clases medias y bajas.

El mundo de los privilegios, de las grandes familias que regían el destino de Europa como en la época de la Ilustración y de una clase burguesa aislada en sus torres de marfil debía ser superado.

Era difícil pensar que la representante de esos privilegios y de aquel mundo de familias emparentadas entre sí pudiese ser la protagonista del cambio. Pero así fue.

Isabel II fue capaz de hacer una monarquía pop que sonaba un poco a los Beatles y otro poco al punk más callejero.

Tenía que abrirse al mundo nacido con los dolores de parto de la guerra. A una sociedad que reclamaba sus derechos como pago por la sangre que había derramado en el frente. Y a unas mujeres que, si habían sido aptas para luchar, también querían serlo para opinar. También a un Estado de derecho más igualitario.

La corona no podía cerrarse en palacio e ignorar los cambios culturales porque su permanencia depende de cómo sea percibida. Los ejércitos pueden descansar sobre las bayonetas, pero un rey no puede sentarse sobre ellas. El poder sirve para la conquista, pero la autoridad da la estabilidad necesaria para reinar.

La inteligencia de Isabel II fue la de comprender, mejor que nadie, que era el momento de soltar la cuerda del poder cuando más tensa estaba. Tenía la posibilidad de haber recuperado poderes, de haber silenciado a una prensa más o menos débil y de haber intervenido en las Cámaras. Pero comprendió mejor que muchos otros cuál era el significado verdadero de la monarquía parlamentaria.

Ojalá aquí en España muchos tomasen nota de estas lecciones. Porque la reina de Inglaterra supo callar cuando debía hacerlo, escuchar cuando no debía opinar, y sintonizar con el pueblo inglés para recuperar el prestigio de la Corona. La política hoy es demasiado racionalista y tendemos a pensar que los números y las estadísticas lo explican todo.

Pero la unidad política depende de la fuerza simbólica de las instituciones. La izquierda revolucionaria lo entiende, y por eso le gana tantas batallas a la derecha ilustrada y a la jacobina. Porque una conoce el valor de los símbolos y los ataca, y la otra lo desconoce y no los defiende.

Isabel II aunó en su persona cuerpo y manto, cabeza y corona, cetro y poder, en una reinvención de la monarquía parlamentaria que se estudiará en los manuales. Hizo lores a Elton John y a David Beckham. La aristocracia continental se rasga las vestiduras con esto, pero la inglesa sobrevive porque no tiene esa soberbia elitista y absolutista.

Porque ha sabido, al menos en estos 70 años de reinado, vibrar con la música del pueblo.

La corona británica fue rock, pop, punk, tecno y grunge. La pregunta es si sabrá ser trap y reguetón. Si podrá hacer frente a los nuevos retos de este siglo que ha empezado con la caída de las Torres Gemelas, que continuó con los atentados en Europa, con la crisis financiera, la migratoria, la sanitaria y, ahora, con una guerra que tiene visos de resucitar las peores pesadillas de un mundo nuevamente dividido en dos bloques.

Isabel II ha sido la reina que protagonizó el final de la política de bloques. Con su muerte, y con la reaparición de la política bipolar, se cierra su ciclo y se abre uno nuevo con incertidumbres y retos a la altura de los que ella tuvo que afrontar en 1953.

Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.

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