Isabel

Es bueno sacar los grandes asuntos culturales –en este caso históricos– de los círculos especializados, por razones demasiado obvias. Sin embargo, con frecuencia los profesionales del cine y la TV abordan la historia, sus argumentos y motivos, las temáticas históricas con excesivo desparpajo, banalidad y ningún respeto por los hechos comprobados, por la realidad conocida. Dando por sabido y aceptado que una ficción no es –ni tiene por qué ser– mero trasunto de un estudio erudito, hay grados y maneras, que pocas veces se toman en cuenta. Viene esto a propósito de la serie Isabel que está emitiendo TVE.

El cine histórico en España tiene antecedentes muy dignos en filmes como Jeromín, Alba de América o Locura d eamor, que se produjeron con mejores intenciones que medios y acordes a las pautas culturales a la sazón vigentes, pero cuando la situación cambió y hubo con qué trabajar mejor faltaron las ganas porque los cineastas, bien encuadrados en el pensamiento único de izquierdas, decidieron que mostrar la historia era de derechas y que, a fin de cuentas y a oleta de las subvenciones socialistas, se vivía bien con la eterna matraca de la lucha antifranquista retrospectiva y no pocas veces imaginaria. Sin embargo, en televisión se hicieron series muy apreciables, como Elpícaro de Fernán Gómez o el Quijote de Fernando Rey, a la altura –o más– del Yo,Claudio de Graves, o la alemana El aventurero Simplicissimus de Grimmelshausen, felizmente pasadas en TVE. Pero el nuestro sigue siendo el país en que –por único ejemplo– el caserón donde nació Fernando, en Sos del Rey Católico, está bastardeado hasta la náusea, tanto por el pedante prurito de los arquitectos españoles de ser originales cuando eso sobra como por la sandia edulcoración políticamente correcta de convertir el local en propaganda de las Tres Culturas, con execración de la Inquisición incluida. No falta de nada.

Viene bien Isabel, al menos como entretenimiento, menos malo que otras series pseudohistóricas cuya mera mención avergüenza, aunque su enorme éxito bascula sobre su inconsistencia y la ignorancia de los espectadores. Pero no todo es bonito ni aceptable en Isabel: los actores declaman con soniquete, como si al hablar siempre hubiera que ponerse trascendente y grave, impostada la voz tanto como las personalidades, hasta el punto de que cuando el decurso de la vida de ciertos protagonistas se apaga, por fallecimiento, suspiramos aliviados ante la desaparición de tal o cual actor en la pantalla, feliz circunstancia que no podrá darse, hasta alcanzar 1504, con la linda criatura que encarna a la heroína.

Y está la lengua. Todavía recuerdo la irritación y rechazo que produjo en algunos de mis alumnos (¡de Filología!) la película E lperro del hortelano, de Pilar Miró, que –a nuestro juicio– es modélica en todos los órdenes (visual, sonoro, recitado del verso, recuperación de un clásico, etcétera). Y el desagrado procedía sobre todo de que decían no entender el texto. Las razones eran claras: carecían de lecturas y no querían hacer el esfuerzo –variable según las personas– de intentar seguir y engancharse con los bellísimos diálogos. En la producción Isabel, por el contrario, han elegido irse a lo fácil, por chabacano e inapropiado que resulte. No podemos pretender que la TV nos presente en el siglo XXI un perfecto calco del lenguaje coloquial del XV, por motivos comerciales y porque no sabemos con exactitud cómo se hablaba en la época, aunque dispongamos de aproximaciones a través de textos escritos… por autores cultos. Con los inmensos boquetes de cultura elemental que padece la actual población española, es imposible pedirle que oiga ni diez minutos –en una reconstrucción arqueológica y titánica– del español de otros tiempos. Si no les da la gana de leer a Cela, Cunqueiro o Torrente Ballester, ¿cómo se les va a pedir que gocen con las coplas de Antón de Montoro, Álvarez de Villasandino o Gómez Manrique, por divertidas que sean?

En Isabel se puede asistir a prodigiosos diálogos, entre la futura reina y –pongamos– su hombre de confianza, conversaciones propias de analfabetos funcionales pero con sólida e indomeñable cultura televisiva:

«—Chacón, ¿qué creéis que estáis haciendo? Estamos en dificultades, es por esto que…

—Tranquila, Alteza, tenemos problemas con ellos pero son buenos chicos y todo está bajo control.

—Tranquilo, vos, Chacón, pero aunque lo tengo superado, creo que estamos mareando la perdiz». Y así. La morosidad en las intrigas palaciegas, cansa; la invención de hi st ori e t as absurdas como los platónicos y reprimidos impulsos amorosos entre Isabel y Gonzalo Fernández de Córdoba desprestigia a la serie (Gonzalo era dos años menor que ella, que también era muy joven en aquellos instantes y difícilmente pudo ser el brazo armado del infante don Alfonso, como se le llega a presentar); no se destaca suficientemente el carácter morboso y desaseado de Enrique IV, a quien se presenta como adalid y teórico de la Alianza de Civilizaciones, cuando sus inclinaciones eran mucho más personales y domésticas… Temblamos ante la visión políticamente correcta, pacifista (otro de los leit-motiv de continuo reiterados) y progre que ofrecerán al llegar la Inquisición, la Toma de Granada o el Descubrimiento de las Indias.

Al parecer, se proyecta continuar la serie, por su gran éxito de público, pero cambiando de guionistas (alabado sea Dios, de no salir de Guatemala para meterse en Guatepeor). Y es que, dentro de lo desigual y contradictorio que es nuestro panorama cultural, sospechamos hace tiempo que existe un público culto –y oculto– que asiste a conferencias multitudinarias, llena los conciertos (los verdaderos, no las aglomeraciones salvajes), disfruta con ciertos cine y teatro (basta que esté informado), que compra buenos libros (cuando sabe de su existencia) y abarrota las grandes exposiciones de pintura, pese a que en ocasiones los comentarios que oímos a algunos compañeros de apretura y catálogo sean dignos de las maritornes y menestrales que, también en masa, visitaban el Prado o el Louvre y tanto indignaban a Mérimée en su época, acerca de la lozanía de un pollino o del grosor de las coles pintadas en los cuadros. Hay un sector de la población española, más educado y sensible de lo que se cree, que permanece silencioso y silenciado por los grandes aparatos publicitarios, interesados en vender otros «productos», por lo general foráneos. Aparatos que no dudan en «adaptar» al gusto de hoy el entorno de Isabel: mientras cargan las tintas en la mojigatería de la futura reina de Castilla, hacen concesiones al negocio con escenas de cama no poco forzadas –a veces– aunque, desde luego, nuestros antepasados no se reproducían por esporas o carioquinesis. Y de mojigatos, en la medida de sus posibilidades, tenían poco.

Cualquier medio es bueno para acercar nuestro pasado a una población absorta en maquinitas matamarcianos y exorbitantes gastos telefónicos («Connecting people», rezaba un anuncio para incitar al sobreconsumo de llamadas, ya conseguido). Bienvenidas películas como la ya mencionada de Pilar Miró, LaCelestina, Alatriste o, incluso, ElDorado, pese a las múltiples objeciones que suscita. O series como Isabel. Así, tal vez, quizás, a lo mejor, unos cientos de españoles con alguna influencia social – ¿por qué no miles?– se animan a enterarse en serio de lo sucedido y leen las sugestivas crónicas de Alfonso de Palencia y Diego Enríquez del Castillo, las de Hernando del Pulgar, Mosén Diego de Valera o Andrés Bernáldez; o los estupendos libros de L. Suárez Fernández, M. A. Ladero Quesada y E. Benito Ruano sobre Isabel y su tiempo. Quién sabe: aun sin creer en una transposición-eclosión cultural del cuento de la lechera, no perdamos la esperanza.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de Historia

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