Islam o Facebook

EL egocentrismo del ser humano parece irremediable. También su tendencia a enjuiciar las reacciones, objetivos y conflictos ajenos a través del prisma de los propios. Cierto que la información, la experiencia y, a veces, el choque con realidades demasiado testarudas modifican o atemperan tal propensión, pero esto requiere tiempo, contactos y una actitud de curiosidad intelectual y búsqueda no siempre exigibles al hombre moderno, por debajo de las apariencias del momento. Sencillamente, no hay ocasión ni medios. Viene esta reflexión elemental al hilo de lo que está sucediendo en los países árabes desde hace tres meses.

A la vista de los comentarios y expectativas levantados por las revueltas en ocho países (con muy diversos resultados), diríase que demiurgos de cámara y micrófono han agarrado un transportador geométrico y se han aplicado a recrear y reproducir miméticamente ángulos y grados hasta el último milímetro. Se ha llegado a hablar de nueva Revolución Francesa con turbante, sin hacer mucho hincapié en este último aspecto, que va más allá de la indumentaria o el folclore. Y, sin embargo, ni los resultados ni el panorama general permiten tales alegrías. La querencia de ver a los árabes como un todo homogéneo —fomentada retóricamente por los mismos afectados, como pancarta de unidad política de continuo traicionada— ha contribuido a reforzar imágenes y juicios que nos parecen, al menos, aventurados y prematuros. La épica, que tanto gusta a los humanos que viven sin ella, ha hecho el resto.

No importa que en Siria y Jordania el poder haya abortado el más mínimo conato de rebelión, aunque puede volver; ni que en Argelia, Marruecos y Yemen las protestas, más fuertes que en los antedichos países, estén en vías de deglución por el durísimo aparato digestivo de regímenes despiadados con sus súbditos; ni siquiera se ha tenido la paciencia de esperar y analizar qué ha cambiado en la práctica en Túnez y Egipto, a los cuales Francia por un lado y Estados Unidos por otro podían presionar (y, de hecho, presionaron) para ceder la pieza que convenía en la gran partida de ajedrez. Las presiones de orden económico general, de inversiones, tecnología, venta de armas, apoyo diplomático exterior, inclinaron la balanza en contra de alfiles ya muy gastados y con ínfulas absurdas sólo útiles para acicatear el descontento de sus gentes. Por ejemplo, la veleidad, casi cómica, de Mubarak de dejar a su hijo Gamal como heredero, promesa demasiado visible de perpetuidad del régimen. Pero eso había hecho Hafez al-Asad en Siria con su vástago Bashar y sin contratiempos; y lo propio pretendía Saddam Husein, hasta que su megalomanía y desconocimiento de la realidad acabó costándole la vida, a él y a sus dos hijos.

Y Libia. Cuando escribimos aún se combate en las calles de Trípoli, Cirenaica se ha liberado del payaso trágico (hacia dónde y hasta cuándo no se sabe) y la confusión es lo único seguro. A Qaddafi no había forma de presionarle, porque su economía no depende de Francia ni Estados Unidos, sino de las ventas de petróleo a Europa, España incluida; sus obsoletas armas son de origen ruso y la amenaza de dar rienda suelta a la emigración clandestina (chantaje utilizado con éxito por Fidel Castro frente a Estados Unidos y por Marruecos siempre contra nosotros) no se topa con una respuesta europea contundente que disuada al chantajista. Así pues, la pretensión de Qaddafi de eternizar su dinastía entre masas chillonas que enarbolen su hilarante Libro Verde, era asunto menor. De ahí su resistencia a dejarse desplazar. A sangre y fuego.

Pero ¿de dónde viene esta insurrección general? Un primer factor de insumisión reside en la composición humana de casi todos estos países: con la excepción de Egipto que sí constituye una nación homogénea y bien trabada (los coptos, a los que se pretende erradicar, serían los más egipcios de todos), el resto de los estados árabes son conglomerados de tribus yuxtapuestas, etnias frecuentemente enfrentadas, clanes familiares que tienden a perpetuarse (Asad, Saddam, Qaddafi), con dos nexos de unión: la lengua árabe y el recuerdo de la gran cultura medieval que allá floreció, si bien no en todos; y no es poco, pero aun esto precisaría matices importantes. El otro factor de unificación, éste sí en verdad arrasador de cualquier oposición desde hace muchos siglos, es el islam. En nuestra opinión, yerran gravemente, como sucede con el terrorismo islámico, quienes achacan de manera mecánica las rebeliones a la pobreza, el subdesarrollo, el desastre económico generalizado. Claro que todo eso es real y coadyuva a incrementar el malestar, pero así ha sido desde que se tiene memoria, del mismo modo que han sido recurrentes, puntuales a la cita, cruentas las sediciones, los tumultos, las guerras incluso, producto de hambrunas, carestías, migraciones. Según circunstancias y momentos imposibles de detallar en estas líneas. Pero raramente, o nunca, se ha puesto en duda o se ha intentado subvertir el orden general, yugular las formas de relación entre los súbditos y el poder que, en definitiva, procede de Allah. Y no olvidemos que hasta la Revolución Francesa tuvo su Napoleón y su imperio.

Pero, ¿qué hay de nuevo? Cuando oigo mencionar Twitter, Facebook y La Red en general no puedo evitar acordarme de David y Goliat, la simpatía ingenua que siempre despierta el mozalbete de la honda frente al gigantón bien armado. Y claro que una comunicación mayor difunde ideas, expectativas, deseos de tener y ser otra cosa. Mas sólo formularemos unas pocas preguntas: ¿Hasta qué punto se quiere el cambio? ¿Cuántos egipcios, libios, saudíes tienen acceso a La Red, eso cuando la censura no lo corta? ¿Cuántos amigos de la tecla no son también islamistas? ¿Cuáles son los objetivos comunes de todos ellos? En Midán et-Tahrir se gritaba hurriyya (libertad), ¿significaba lo mismo esa palabra para los barbudos allí dominantes que para una conocida mía que se jugaba el tipo luciendo su cabellera al aire? Lo dudo.

En Occidente, poderes y opinión pública no se han enterado hasta el 11 de setiembre de 2001 de lo que venía ocurriendo, aproximadamente, desde la muerte de Abd en-Naser: una reislamización brutal de sociedades que nunca han dejado de estar profundamente islamizadas. Derecho, usos sociales, omnipresencia en la calle, todo se ha saturado de Islam, por obra y cesión de los luego muertos o desplazados (Sadat, Mubarak, Ibn Ali). Los beneficiarios del dislate reclaman ahora su auténtico papel en la obra. Por mucho que se valgan de la tecnología.

Por Serafín Fanjul, catedrático de Estudios Árabes.

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