Islamismo y modernidad

Después de que en Egipto se entrara en un camino de violencia y un golpe de estado militar pusiera punto y final al reinado del presidente Mohamed Morsi, que se había comportado como un dictador acaparando casi todos los poderes, Túnez y Marruecos acaban de retirar o al menos limitar el poder de los islamistas. Su incompetencia para gobernar y para hallar soluciones concretas a los problemas de la gente que creía que el islam era la solución a todos los males ha bastado para que abandonen en parte, de modo pacífico, las riendas del poder político.

En Túnez, 21 partidos, entre ellos Enahda, han firmado un acuerdo para que los islamistas se retiren y se forme un gobierno de independientes lo más rápidamente posible ya que la situación económica se encuentra en un estado dramático. En las últimas elecciones Enahda obtuvo el 40% de los votos. Era normal, pues, que gobernara, pero menos de un año después –y sobre todo tras el asesinato de Chokri Belaïd y de Mohamed Brahmi, dos opositores laicos cuya muerte se atribuyó a los salafistas, islamistas radicales–, Enahda ha entendido la lección egipcia y se ha comprometido a dejar el poder para resolver la crisis política y económica que sufre el país.

El gran número de partidos políticos existentes en Túnez imposibilita toda mayoría, lo que hizo exclamar a un dirigente laico: “Ningún partido podrá gobernar Túnez en solitario”. Veremos qué pasará a finales de este mes de octubre.

En Marruecos la situación es más sencilla. El PJD (Partido de la Justicia y el Desarrollo), islamista, tuvo que llamar al Istiqlal (partido tradicional nacionalista) y a los comunistas (Partido del Progreso y del Socialismo) para gobernar. Pero el pasado julio el equilibrio se rompió cuando los cinco ministros del Istiqlal decidieron presentar la dimisión. El primer ministro Benkirane ha necesitado más de tres meses de negociaciones para conseguir reformar su gobierno. Y el palacio real se ha aprovechado para recuadrar las cosas y hacer nombrar cinco mujeres más cuando en el anterior gabinete sólo había una. El rey ha llamado también a tecnócratas de gran calidad como el antiguo Wali de Tánger y presidente de Port Méd, Mohamed Hassad, que ha sido nombrado ministro del Interior, un cargo arrebatado a los islamistas que también han perdido las carteras de Finanzas, Energía, Economía y Asuntos Exteriores.

Un duro golpe para Benkirane que sale debilitado de esta remodelación aunque Mustafa Ramid siga en Justicia después de su criticada actuación en el caso del paidófilo español amnistiado.

Mohamed VI es un fino político. Actúa con prudencia y sabe cómo trabajar con los islamistas. Se sabe que es un rey que defiende la modernidad (los derechos de la mujer especialmente) y consagra mucho tiempo al desarrollo económico del país. Se entiende con los islamistas hasta un cierto punto. A fin de cuentas, quien decide es el palacio.

Lo que cabe destacar en todos estos cambios es que el islamismo es tal vez eficaz para oponerse y para protestar pero es incapaz de afrontar los problemas una vez llega al poder. Este reflujo del islamismo se acompaña por un recrudecimiento del terrorismo de Al Qaeda y de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) que golpean en cualquier parte que pueden como se pudo ver en la capital keniana, Nairobi, el pasado mes. Matar para existir. Tal es, en apariencia, la nueva divisa del terrorismo internacional. No pasa un mes sin que la policía marroquí no desmantele nuevas células que preparaban atentados. Al Qaeda se enrabia al no poder golpear en Marruecos. No sólo la policía de ese país es eficaz sino también es importante la vigilancia popular. Sin tener complicidad in situ el terrorismo no puede actuar.

Sin embargo fuera de este aspecto criminal, el islamismo se expande en la sociedad sin convertirse en mayoritario. Se constata por ejemplo que cada vez más mujeres salen a la calle con velo (un pañuelo sobre la cabeza, el burka afgano negro es muy extraño entre los marroquíes), algunas lo hacen por tradición, otras por moda o por necesidad de poder moverse en paz en el trabajo o en la calle. El islamismo está más presente entre los trabajadores inmigrantes de los Países Bajos, Bélgica y también de Francia. Para ellos el islam es su identidad, su cultura, su moral. Lo interpretan de manera literal y no metafórica y simbólica.

Hace cincuenta años, sólo las mujeres de una determinada edad, en Marruecos, se ponían velo en la cara cuando salían. Hoy más de la mitad de la población está convencida de que la identidad marroquí pasa por el islam. Eso fue lo que llevó al Partido de la Justicia y el Desarrollo al poder, pero ya se sabe que no se gobierna con plegarias y promesas. Desde siempre ha habido en Marruecos cofradías, una especie de sectas religiosas, que debaten problemas teológicos. Nunca han pretendido el poder.

Los Hermanos Musulmanes egipcios lo han probado todo para instalarse en este país. En los años sesenta la cooperación con Egipto pasaba por el envío de profesores de lengua árabe a este país del norte de África. Desgraciadamente estos enseñantes no tenían ninguna pedagogía seria y fracasaban en su intento de expandir el mensaje islamista de los Hermanos Musulmanes. ¿Qué ha hecho que hoy el islamismo se generalice en la mayor parte de países árabes? Es una cuestión de identidad que reúne los repetidos fracasos de los partidos políticos de tendencia socialista y progresista.

Tras la muerte del profeta Mahoma dos clanes se enfrentaron, dos visiones del mundo, dos lecturas del mensaje divino. Los unos se aferraban a la Razón, los otros leían el Corán de modo literal, sin perspectiva, sin distancia, sin inteligencia.

Eso es lo que encontramos hoy en las revoluciones que sacuden los países árabes: una lucha entre los defensores de la modernidad contra los que se aferran a la tradición como si todavía estuviéramos en el siglo VII. Estos últimos no dudan en utilizar la violencia para imponer sus ideas. Se sabe que muchos Hermanos Musulmanes en Egipto han utilizado milicias armadas contra la policía y el ejército el pasado mes de julio. Los militares también actuaron con una brutalidad intolerable.

Esto es lo que está en juego en este momento en Túnez, en Egipto y, en menor medida, en Marruecos.

Tahar Ben Jelloun, escritor. Miembro de la Academia Goncourt.

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