Israel: agenda doméstica y desafíos regionales

Es casi tradicional en Israel que ningún gobierno complete su legislatura. Así, los israelíes deciden hoy con su voto la composición de la 19ª Knesset o parlamento. Una de las claves que explican la inestabilidad del escenario político israelí es su sistema electoral. Este se basa en el sufragio universal directo, con un distrito electoral único, y un 2 % como mínimo necesario para entrar en el reparto de los 120 escaños de los que consta la Knesset. La explicación de este porcentaje tan bajo para obtener representación parlamentaria, tiene su origen en el nacimiento del propio Estado de Israel, cuando sus dirigentes buscaban que el Legislativo fuera una foto lo más aproximada posible al crisol de diásporas judías que lo conformaba.

Este sistema funcionó mientras la población israelí era relativamente escasa, pero según aumentó en número y en complejidad, el sistema empezó a dejar de ser funcional. A pesar de los intentos realizados para perfeccionarlo —subida del porcentaje mínimo al 1,5 %, o en la actualidad al 2%, o el experimento de la elección por separado del Parlamento y del primer ministro, no se ha evitado que el sistema siga siendo proclive a la fragmentación política. Esto explicaría la multitud de partidos que son necesarios para conformar un nuevo gabinete, y por tanto, la influencia que las formaciones minoritarias, especialmente las religiosas judías, han tenido desde los primeros gobiernos de Ben Gurion. Esta atomización, además, hace muy complicado cualquier cambio de legislación o decisión que requiera de consensos nacionales, siempre y cuando no se trate de asuntos destinados a atajar una posible amenaza existencial contra Israel, como Estado democrático judío.

En este contexto, el debate entre los partidos durante la campaña ha estado protagonizado por temas domésticos de dos tipos. De una parte aquellos relacionados con la economía y las políticas sociales, más aún cuando las cuentas del pasado ejercicio se han saldado con un déficit del 4,2% del PIB, unos 7.800 millones de euros, y la legislación israelí solo permite tener al gobierno un déficit del 3%. En este ámbito socioeconómico, hay a su vez dos discursos. Uno de corte liberal que lideraría Netanyahu y formaciones como Kadima de Mofaz, o Yesh Atid de Yair Lapid, que son partidarios de un recorte en aquellas partidas del Estado que se han ido aumentado, como la bolsa de los medicamentos, el salario mínimo o el sueldo de los funcionarios. El segundo discurso, liderado por lo que sociológicamente ha conformado el sionismo socialista, es decir los laboristas de Shelly Yachimovich y el Meretz, es partidario de no tocar el Estado del bienestar e incluso reforzarlo, y centraría los recortes en la disminución del presupuesto en defensa —en la actualidad en torno al 7 % del PIB—, en la congelación de los asentamientos, y en la retirada de subvenciones y aportaciones directas a los ultraortodoxos. Este discurso de corte más social, también sería apoyado por la casi totalidad de los partidos que representan a los ciudadanos árabe-isralíes, aunque estos se debaten entre la participación en los comicios, ya que raras veces se cuenta con ellos, el boicot militante a los mismos, o simplemente, la indiferencia.

El otro gran grupo de temas sería el de los que tienen que ver con lo que denomino dinámicas intrajudías. Aquellos aspectos cuyo desarrollo legislativo se ha subrogado en muchas ocasiones a los partidos religiosos judíos, y que afectan a todos los ciudadanos. Algunos de estos son: el status especial que tienen los estudiantes de la Torá (haredim), que viven subvencionados por el Estado, o que hasta el verano pasado estaban exentos del servicio militar (obligatorio en Israel para hombres y mujeres, con una duración de tres y dos años respectivamente), el monopolio de los rabinos ultraortodoxos en las conversiones, la inexistencia de matrimonios civiles, o la cuestión de las colonias “ilegales”. Por lo tanto, el otro gran tema tradicional de las campañas electorales en Israel, aquel que tiene que ver con la seguridad, especialmente la cuestión palestina o últimamente la amenaza iraní, ha quedado en un segundo plano. Aunque esto no significa que haya desaparecido, o que no esté en las preocupaciones de los ciudadanos israelíes.

Con todo, la foto más probable que vaticinan todas las encuestas, al menos para los tres primeros puestos, es la siguiente. El vencedor de los comicios sería la coalición de derechas conformada por el Likud de Netanyahu e Yisrael Beitenu de Liberman, y después, los laboristas. Tras estos, los nacionalreligiosos de Habayit Hayehudi, liderados por Naftali Bennett quien en las últimas jornadas electorales ha estado pescando votos del caladero del Likud. Así, y siempre según las encuestas, la gran sorpresa sería la casi total desaparición de Kadima, partido fundado por Sharon y que fue el vencedor de las pasadas elecciones, y la irrupción de Hatnuah, el nuevo partido de Livni al que se han adherido antiguos candidatos laboristas como Mitzna o Peretz. Las coaliciones de gobierno apuntarían esencialmente a dos grandes alternativas siempre lideradas por la coalición vencedora Likud-Beitenu. La primera estaría compuesta además de por la formación de Netanyahu, por los nacionalreligiosos, y los partidos ultraortodoxos tanto sefardíes (Shas) como askenazis (Unión Judía por la Torá). Sería pues un gabinete de ultraderecha dominado por formaciones halcones, las más reacias a los acuerdos con los palestinos, y en algún caso contrarios a la existencia de su Estado. La otra alternativa, quizás la que más agrada a Netanyahu, sería un gobierno menos ultrareligioso con la entrada de la formación liberal de Lapid, que robaría así al Shas el papel de bisagra que ha venido teniendo desde 1988 en la política israelí. Aunque conociendo los usos políticos de este país, entre siglas, egos personales, odios y rencillas, casi cualquier coalición es posible.

Lo que sí es evidente es que en la agenda del próximo gabinete, además de los asuntos domésticos, estará el solventar el mayor reto geoestratégico de Israel en los últimos 30 años. Esto es, su soledad regional e internacional derivada de la congelación de sus relaciones con Turquía después del incidente del Mavi Marmara, de la recomposición del tablero regional tras las primaveras árabes, y de la admisión de Palestina como Estado no miembro observador permanente en Naciones Unidas. Respecto a esta decisión, cabe señalar que países tradicionalmente aliados de Israel, como Alemania o Reino Unido, se abstuvieron en dicha votación. A esto se añadirá la agenda iraní, desde mi punto de vista la amenaza más real contra Israel como Estado judío, no tanto desde el punto de vista existencial, que también, sino contra su predominio geoestratégico regional.

Víctor Manuel Amado Castro es investigador del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda (UPV-EHU), e invitado en la Universidad de Tel Aviv.

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