Israel, Estados Unidos e Irán, todos contra todos

Los temores de Israel con el fantasma de un Irán nuclear ahora han degenerado en una crisis de confianza hacia Estados Unidos. El primer ministro Benjamín Netanyahu ha emprendido una campaña para obligar al presidente Barack Obama a que le ponga a Irán un límite si no quiere arriesgarse a provocar una respuesta militar de EE UU. Y a los intentos de Netanyahu de torcer el brazo de Obama se suman amenazas implícitas de un ataque unilateral de Israel y una evidente intromisión en la campaña presidencial estadounidense. La controversia entre los dos aliados es, en parte, reflejo de urgencias diferentes: para Israel, Irán cruzará el límite si avanza con el plan de enterrar sus instalaciones de enriquecimiento de uranio; para EE UU, si inicia un programa dedicado a la producción de armamento. Pero la disputa revela que los objetivos de EE UU e Israel son diferentes.

Israel no iría a una guerra con Irán para neutralizar una amenaza, sino para reafirmar su estatus regional. La posición de su país en la región se ve seriamente amenazada por el surgimiento de un régimen islamista hostil en Egipto; por la posibilidad de otro igualmente hostil en Siria; por la fragilidad de la tradicionalmente amistosa Jordania; y por el peligroso estímulo que los enemigos de Israel (Hamás y Hezbolá) recibieron del despertar islamista.

Para Netanyahu como para el ministro de Defensa, Ehud Barak, un ataque contra Irán sería una jugada estratégica dirigida a Oriente Próximo en su conjunto. No descartan una campaña militar con incursiones terrestres dentro de Irán y, tal vez, un enfrentamiento decisivo con Hamás en Gaza y con Hezbolá en Líbano.

Aunque EE UU también está decidido a impedir que Irán obtenga armas nucleares, su análisis de las consecuencias de un enfrentamiento militar es distinto. EE UU se enfrenta a la crisis con Irán justo en mitad de su trascendental giro estratégico hacia Asia y el Pacífico. Los efectos de una guerra con Irán le dejarían trabado en Oriente Próximo muchos años más. Por eso, tal vez considere que el objetivo es demasiado costoso. Un informe reciente de The Iran Project, firmado entre otros por dos exasesores de seguridad nacional, Brent Scowcroft y Zbigniew Brzezinski, determinó que un ataque militar contra Irán retardaría su programa nuclear como mucho cuatro años. El informe da por descontado que si EE UU se viera obligado a imponer un cambio de régimen como única solución al dilema, debería apelar a la ocupación militar, un compromiso mayor que el que hizo en las guerras de Irak y Afganistán combinadas.

Además, la primavera árabe obliga a revisar la hipótesis según la cual los regímenes suníes aprobarán tácitamente un ataque contra las instalaciones nucleares de Irán. El paradigma de antes de la primavera árabe según el cual Oriente Próximo puede dividirse en “moderados” y “extremistas”, quedó obsoleto.

Aunque los Gobiernos islamistas surgidos tras la caída de los regímenes títeres de EE UU no ven con agrado un imperio iraní dotado de armas nucleares, están obligados a canalizar el sentimiento antiestadounidense para sobrevivir. En el caso del presidente egipcio, Mohamed Morsi, supuso adoptar un tono conciliador con la turba enfurecida que atacó la Embajada estadounidense en vez de condenar la violencia.

Un ataque contra Irán, si termina convirtiéndose en una guerra que involucre a otros aliados regionales, no hará más que avivar la histeria antiisraelí y antiestadounidense, y podría arrastrar a los regímenes islamistas a una espiral de confrontación. El resultado final podría ser una guerra a escala regional. El principal obstáculo a una operación militar en Irán es la necesidad de garantizar su legitimidad. China y Rusia no van a permitir que EE UU obtenga mandato de la ONU para atacar. Además, aunque las provocaciones iraníes revelan que el régimen tiene intención de desarrollar la capacidad para fabricar armas nucleares y eso puede ayudar a conseguir apoyo para una acción militar estadounidense, no es seguro que los europeos y otros actores se entusiasmen con la idea de unirse a otra “coalición de buena voluntad” liderada por EE UU. Las democracias occidentales todavía recuerdan la amarga herencia de Irak y Afganistán.

Lo peor de todo esto es la extrema indiferencia de Israel respecto a la necesidad de obtener legitimidad internacional para sus intentos de detener el programa nuclear iraní. Los términos en los que piensa Netanyahu son claramente militares, no estratégico-geopolíticos. La política imprudente que siguió en relación con Palestina dejó a Israel con pocos amigos en la comunidad internacional, por no decir entre los países árabes de Oriente Próximo. De hecho, muchos piensan que la obsesión de Netanyahu con Irán no es más que un ardid eficaz para distraer la atención de la cuestión palestina.

Solamente una iniciativa de paz generosa y audaz que reviva realmente la solución de dos Estados (acompañada por un cese de la construcción y ampliación de asentamientos en Cisjordania) puede ayudar a recuperar la buena voluntad de los palestinos y de sus hermanos en el mundo árabe, condición insoslayable para obtener el apoyo internacional que tanto Israel como EE UU necesitan para enfrentarse a Irán.

Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Traducción de Esteban Flamini.

© Project Syndicate, 2012.

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