Israel merece la paz

Con el título La banda nos visita se acaba de estrenar en Madrid una película israelí. La historia es sencilla: una orquestina de la policía de Alejandría, invitada a actuar en una ciudad de Israel, por una confusión en las denominaciones, termina en un pueblo apartado cuyo nombre es significativo (Bet ha-Tiqváh, Casa de la Esperanza). Los músicos, perdidos y casi sin dinero, reciben la hospitalidad de los vecinos (unos por compasión, otros reticentes y tiesos pero dejándose presionar por los primeros), se insinúa un encuentro de amor, imposible, entre Dina -la protagonista, Ronit Elkabetz- y el hierático, ceremonioso y acartonado director de la banda, incapaz de superar los convencionalismos y fracasos personales que arrastra. Diríase que el director-guionista (Eran Kolirin) está proponiendo una metáfora, descripción y resumen de las relaciones de Israel con sus vecinos: la mujer, que casi se ofrece, no es correspondida en el mismo grado de entrega por el ocasional e inesperado visitante (Sasson Gabai), ni siquiera aduciendo el bagaje afectivo que puede presentar (le gustan las canciones árabes, los dramones egipcios de TV y la eufonía de la lengua árabe, que es mucha). El resto es decorado: Jaled, el otro egipcio, vividor y bebedor; el aire plomizo de calígine; los bloques de pisos en medio de ninguna parte; la discoteca donde los jóvenes simulan divertirse. Todo es paisaje.

El último telón decorativo lo componen dos o tres fotografías descoloridas por viejas, mostradas de refilón y fugazmente, en la pared del bar: las imágenes de unos blindados y algún avión del Tsahal componen toda la referencia a la guerra, larvada o declarada, que el país soporta desde hace sesenta años, se dice pronto. Pese a lo arriesgado de la sugerencia, la fábula resulta cercana y creíble: desde luego por la excelente actuación de la muy frutal Dina y por el buen hacer del director y de los restantes actores, pero también por la naturalidad con que se presentan las personalidades, problemas e ilusiones de unos y otros, mucho más parejos y próximos de cuanto la retórica bélica ha esgrimido durante tantos años. La soledad, la timidez, los amores perdidos antes o después de cuajar no son exclusiva de nadie. Tampoco la excitación lírica de Tawfiq -por completo inesperada en un personaje tan parado- cuando, al final, se pone a cantar, reconocimiento del tarab, la emoción del sentimiento musical, tan glosada y mitificada por los escritores árabes y, sin embargo, tan real. Las imágenes postreras, con las banderas de Israel y Egipto ondeando juntas -pero en planos discretos, nada espectaculares ni épicos- resume la propuesta capital: ¿por qué no poner fin a aquel dislate revestido antes de nacionalismo y ahora de fanatismo religioso?

Al cumplirse los sesenta años de la proclamación del estado de Israel, cabe repetir esas preguntas que tantas gentes se han formulado en la realidad de la vida cotidiana, más allá de los análisis políticos y de los intereses oportunistas de unos u otros dirigentes. Los atentados bestiales, los hijos en Servicio Militar permanente, los gastos astronómicos para garantizar la seguridad, no son una característica inevitable de árabes e israelíes ni de aquella región del planeta. Hace muchos años que el estado de Israel y su sociedad están consolidados y siguen su camino, con una economía desarrollada, tecnologías punta y un sincero deseo de paz, fruto del cansancio o de haber asumido la realidad de sus limitaciones, según reza el proverbio egipcio «Estira tus piernas a la medida de la manta que tengas». No sólo se han arrumbado ilusiones quiméricas -que siempre fueron cosa de minorías extremistas- como el Gran Israel (del Eufrates al Nilo), la pretensión de expulsar a todos los palestinos de la tierra o la colonización total del territorio.

Conocemos con seguridad, porque son hechos ya sucedidos, la retirada judía del Líbano y de Gaza; y sabemos con claridad de la disposición a abandonar las colonias de Cisjordania, pese a los costes políticos y electorales que tal medida pueda entrañar. Incluso los gobiernos israelíes -el actual o los que vengan- podrían discutir alguna forma de estatuto especial para Jerusalén, máximo a que pueden llegar. Ahora falta -nada más y nada menos- que de la otra parte se desechen por absurdas y nocivas las exhibiciones de irrealidad a que tan aficionados son los árabes y que tanto daño les causan: presentar como rutilantes victorias propias las retiradas israelíes, afirmar -y creer- que Israel es una nueva edición de las Cruzadas, soñar con sumergir a los judíos en el mar, o convertirlos en dhimmíes, que viene a ser casi parecido... Un conjunto de complejos que conforman y aherrojan la personalidad de Tawfiq en la película más arriba glosada y que lo convierten en rehén del pasado, de su lamentable biografía y su incapacidad para soltarse y aceptar a quien le abre su casa, su palabra y su cuerpo. Todo en balde. Y, no obstante, la propuesta de coexistencia es patente, ya en las lenguas utilizadas (hebreo, dialecto egipcio e inglés, con algún destello de árabe culto que presta empaque y no poca impostación), ya en la oferta desinteresada que la tabernera Dina sugiere a los desnortados artistas, o en la tipología de egipcios que asoma en la cinta, con un momento culminante en la solidaridad «entre hombres» con que Jaled, el ligón y balarrasa del grupo, socorre al muchacho judío atenazado por sus fantasmas para lanzarlo al abordaje del amor con la vecina. Y es que la ternura, hasta en situaciones cómicas (siempre fáciles de conseguir entre egipcios, dicho y entendido sea como elogio cabal) no es privativa de nadie y árabes y hebreos pueden vivirla juntos. El contradiós que padece el Oriente Medio desde hace demasiados años nos inclina a ver como prodigioso lo que simplemente es normal, de ahí el arrobo en las miradas de papamoscas que suscita el gran descubrimiento de Daniel Barenmboim: árabes y judíos pueden tocar juntos el trombón. Subvenciones aparte de la Junta de Andalucía.

Tal vez sería caer en grandilocuencias y retórica de otro signo rememorar la historia de persecuciones y marginación que han sufrido los judíos desde tiempos del emperador Tito, por cierta que sea, para llegar a la conclusión de que tal pueblo merece una tierra. La fuerza de los acontecimientos convirtió esa discusión en ociosa y resulta tan desplazada como pretender la entrada (no la «vuelta») en Israel de los palestinos, dos o tres generaciones, nacidos en Siria, Jordania o Líbano. Quimeras ingenuas que paralizan la llegada de la solución, lenta pero lógica, aunque alargan la vida política, el protagonismo y las cuentas corrientes de quienes se valen de la prolongación del conflicto para su propia supervivencia. La constitución de un estado palestino, en íntima y útil colaboración con Israel, no es un sueño irrealizable sino la concreción de un interés recíproco. Israel merece la paz, pero los palestinos también.

Serafín Fanjul, Catedrático de la UAM.