“Miren el suelo”, dije a mis estudiantes. Estábamos en Treblinka. Una zona descubierta, heladora, rodeada de bosques oscuros. Ellos bajaron la vista. “Bajo sus pies”, les dije, “hay una ciudad de muertos. Una ciudad el doble de grande que Tel Aviv, 880.000 cadáveres. Y murieron por una sola razón: porque eran judíos”.
En Treblinka hubo menos de 30 alemanes encargados de supervisar el exterminio. La mayor parte de las atrocidades las cometió un escuadrón ucraniano. Los presos que intentaban escapar de los trenes que los llevaban al campo eran capturados y devueltos por los vecinos polacos. Todos fueron cómplices.
La abuela de mi padre, Hermione, fue arrestada por los alemanes en Serbia. La llevaron a Auschwitz y la asesinaron en las cámaras de gas. ¿Por qué la enviaron en un viaje tan largo hacia su muerte? ¿Por qué la mayoría de los campos estaba en Polonia? Los alemanes sabían que al menos una parte de la población local iba a cooperar.
Los polacos asesinaron a cientos de habitantes judíos del pueblo de Jedwabne. En junio de 1941, sus vecinos polacos los capturaron, los encerraron en un establo y los quemaron vivos. Tras la guerra, los polacos dijeron que eran los alemanes los que habían llevado a cabo la matanza, pero los judíos que habían conseguido sobrevivir contaron la verdad.
La nueva ley que el Gobierno polaco quiere que se apruebe niega todo esto. Para que nos demos cuenta de que las “falsas noticias” han llegado a Polonia han tratado de vender la ley con un titular mentiroso. “No existen los campos de exterminio polacos”, dijeron. “Los campos eran alemanes”. Es una afirmación absurda. Nadie ha dicho jamás que fueran los polacos los que establecieron los campos de la muerte. Los construyeron los alemanes. Pero los construyeron en territorio polaco, con ayuda polaca y en medio del silencio polaco.
En Polonia también hubo ejemplos de lo contrario. Yad Vashem, el Centro de la Memoria del Holocausto, ha reconocido a 6.706 polacos como “justos entre las naciones”, más que en ningún otro país. En su mayoría, fueron personas normales cuya conciencia no les permitió ser testigos pasivos. Escondieron a judíos, los sacaron de forma clandestina, salvaron vidas judías. Israel rinde homenaje a todos y cada uno de ellos, pero el hecho de que hubiera unos cuantos miles es una prueba más de la dimensión del exterminio. Los judíos no se escondían solo de los alemanes, que no vigilaban cada ciudad y cada pueblo. Los judíos se ocultaban también de los polacos, los informadores e incluso los asesinos polacos. Murieron asesinados tres millones de judíos locales (junto a otros tres millones de judíos de otros países). Los alemanes dirigieron el exterminio y fueron los máximos responsables, pero no habrían podido hacerlo solos.
Ya antes de la ascensión de los nazis, el antisemitismo estaba extendido por toda Europa, incluida Polonia. El pogromo llevado a cabo por soldados, policías y civiles polacos en Kielce en 1946 es prueba de que ese antisemitismo no desapareció con la caída del nazismo. Y las reacciones que han suscitado en las redes sociales estos días las críticas a la nueva ley están teñidas de ese mismo antisemitismo infame, lo cual demuestra que todavía sigue vivo.
El Estado de Israel se ha opuesto enérgicamente a este proyecto de ley. Los miembros de la Knesset, tanto de la coalición de gobierno como de la oposición, lo han condenado, y más de la mitad de la Cámara ha firmado una propuesta de ley para contrarrestar los intentos de Polonia de reescribir la historia. Ahora les toca a la Unión Europea y sus Estados miembros alzar la voz con claridad para condenarlo. La Unión Europea asegura que no es una mera unión económica, que es una unión de valores comunes; uno de esos valores debe ser el rechazo a cualquier intento de reescribir los capítulos más siniestros de la historia europea.
No hemos olvidado ni perdonado. No se puede esperar de ninguna nación que olvide y perdone el asesinato de millones de sus hijos e hijas, un millón y medio de niños entre ellos. No estamos dispuestos a aceptar que se modifique la historia, no estamos dispuestos a aceptar los intentos de eludir responsabilidades, y ustedes tampoco deberían estarlo. La ciudad de los muertos de Treblinka nos lo reclama.
Yair Lapid es presidente de Yesh Atid, antiguo ministro de Finanzas de Israel y miembro del Comité de Asuntos Exteriores y Defensa. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.