La decidida voluntad de desencadenar un conflicto a gran escala con Hezbolá en el sur del Líbano, expresada por el primer ministro Benjamín Netanyahu a cuantos líderes internacionales le han reclamado contención, no responde tanto al intento de mostrar la fortaleza de Israel en una grave situación de crisis como al de involucrar a Irán en una guerra abierta y de amplias dimensiones. Israel viene realizando infructuosos esfuerzos en esa dirección desde que, bajo la presidencia de Barack Obama, Estados Unidos inició contactos diplomáticos dirigidos a obtener un acuerdo por el que Irán renunciara a desarrollar el arma atómica a cambio del levantamiento de las sanciones; el último, el ataque contra el consulado iraní en Damasco el pasado 1 de abril, que provocó diecisiete víctimas entre funcionarios civiles y militares de alta graduación. Una guerra con Irán, en la perspectiva de Israel, permitiría en el caso de que alcanzase una victoria que da por descontada lo que cualquier entendimiento con el régimen de los ayatolás hace imposible: dejar fuera de juego a una potencia regional capaz de condicionar las acciones en la franja de Gaza y Cisjordania y, de paso, asfixiar la constelación de milicias que sostiene, entre las que Hezbolá ocupa el lugar más destacado.
La destrucción de la matriz de la que se nutren esos y otros grupos cada vez mejor pertrechados y más ambiciosos en sus ataques, como los hutíes en Yemen, no sería, sin embargo, la única ventaja que reportaría a Israel una guerra abierta con Irán. Por más que el primer ministro Netanyahu y su Gobierno hagan caso omiso de las advertencias de la justicia internacional, lo cierto es que no viven tan indiferentes a la realidad como para ignorar que el concepto de genocidio sobrevuela su actuación en Gaza, cada vez más cuestionada entre sus propios aliados. Un eventual conflicto con Irán permitiría disolver en un escenario de guerra inequívoca, de guerra entre actores estatales y no entre un Estado y unas milicias, la represalia colectiva que Israel está perpetrando contra los gazatíes en respuesta a los crímenes cometidos por Hamás el 7 de octubre. Privar de suministros básicos a una población que se desplaza despavorida en un exiguo territorio cerrado a cal y canto, impedir la entrada de ayuda humanitaria para atender a los enfermos y los heridos, bombardear escuelas, hospitales e infraestructuras esenciales, borrando el límite entre objetivos civiles y militares, son presuntos crímenes de guerra que, de enmarcarse en un conflicto más amplio y entre Estados, podrían ser contabilizados, llegado el caso, como simples “daños colaterales”, en beneficio de Israel.
La interesada contención de la respuesta iraní al ataque contra su consulado en Damasco, cautelosamente diseñada para evitar la escalada, hizo que Israel se viera obligada a seguir combatiendo contra unas milicias, no contra un Estado, y condenada de este modo a mantener un conflicto asimétrico en el que la manera en la que Netanyahu y su Gobierno han empleado su aplastante superioridad militar no ha alcanzado ninguna victoria estratégica, sino, más bien, la apertura de causas de la justicia internacional contra sus dirigentes y una repulsa mayoritaria en la opinión pública de todo el mundo. Ahora, contra Hezbolá, Israel corre el riesgo de adentrarse aún más en el callejón sin salida en el que ha quedado atrapado en su conflicto asimétrico con Hamás, saldado con la destrucción de Gaza y la matanza de decenas de miles de civiles. Al igual que con Irán, Netanyahu y su Gobierno han intentado durante el último año entrar en conflicto con el Estado libanés, en este caso para que fuera él, el Estado libanés, un Estado casi fallido, el que se encargara de neutralizar a Hezbolá e impedir que la milicia operase desde las bases que mantiene ostentosamente en su territorio. Si el Gobierno de Beirut no se plegaba a esta acuciante amenaza, entonces Israel se tomaría la justicia por su mano y devolvería el país a la edad de piedra, según la expresión literal de un ministro de Netanyahu.
Pero también en este caso el Gobierno israelí ha tenido que volver sobre sus pasos, seguramente por la presión de Estados Unidos y otras potencias que le recordaron lo evidente: por más presiones que recibiese, el Gobierno libanés no combatiría contra Hezbolá, simplemente porque no está en condiciones de hacerlo. No sólo por la superioridad militar de Hezbolá sobre el ejército regular, sino también porque, puesto ante la tesitura de ser la inevitable víctima propiciatoria de un bando o del otro, el Gobierno libanés preferiría seguramente serlo de Israel, manteniendo el encaje regional del país y evitando una eventual nueva guerra civil en la que aparecería, antes que de Irán, como aliado o incluso cómplice de Israel. Más aún de un Israel cuyo Gobierno cree que la paz solo se consigue a través de la aniquilación.
A través de esta sucesión de intentos fracasados de arrastrar a otros actores estatales al conflicto, Netanyahu y su Gobierno no han tenido por fin otro remedio que, por así decir, conformarse con enfrentarse abiertamente con Hezbolá, una milicia más poderosa que Hamás, pero al fin y al cabo una milicia. El objetivo declarado es despejar de lanzaderas y misiles el sur del Líbano, restableciendo de un modo o de otro para Israel la franja de seguridad que mantuvo bajo su control desde la invasión de 1982 hasta el año 2000, cuando, precisamente, la presión militar de Hezbolá le obligó a retirarse y a dejar el territorio bajo el control de la milicia. Fue ahí, en ese territorio cuya pérdida supuso la primera derrota militar de Israel con consecuencias estratégicas, donde un Hezbolá ebrio de victoria ha ido creciendo hasta convertirse en una suerte de Estado dentro del Estado, con el apoyo de Irán y la resignación del Gobierno de Beirut. Las últimas y espectaculares operaciones de inteligencia contra la milicia llevadas a cabo por Israel, descabezando a su dirección y destruyendo los sistemas de comunicación, tal vez sean un signo de que, en contra de la aureola que envuelve a Hezbolá tras conseguir que Israel se retirase de la franja de seguridad, su capacidad ofensiva es menor de lo que se ha venido suponiendo. Pero eso es algo que solo se sabrá con certeza a medida que se agudice un enfrentamiento entre un Estado y una milicia que a estas alturas parece inevitable, y en el que, a juzgar por los primeros intercambios de fuego, la peor parte la llevarán, otra vez, los civiles, libaneses e israelíes.
La inestabilidad de la situación internacional, así como las incógnitas en torno al resultado electoral en Estados Unidos, no permiten descartar que el conflicto asimétrico en Oriente Próximo desemboque en una guerra entre actores estatales y de escalofriantes dimensiones. Pero si esto no sucede, y poco a poco el enfrentamiento militar entre Israel y las milicias va remitiendo porque el mundo recupera un tanto de cordura, llegará un momento en que el humo de los bombardeos se disipe, callen los disparos y los combatientes puedan distinguir entre la pavorosa destrucción que han provocado los rostros de sus enemigos, pero también el propio rostro. Qué puedan pensar del suyo las milicias, no lo sabemos. Sin embargo, la manera en la que Netanyahu y su Gobierno han usado la fuerza de un Estado hará que Israel tenga un futuro si reconoce el rostro con el que acabará saliendo de este conflicto y otro muy distinto si no lo reconoce.
José María Ridao es escritor. Su último libro es Cuadernos de Malakoff (Galaxia Gutenberg).