Isreal, tierra de los milagros

Me acerco, como con un microscopio, a un texto arameo para apreciar unos fragmentos del Génesis apócrifo de mil años antes de Cristo, en el que se habla del arca de Noé. El pergamino forma parte de un millar de manuscritos encontrados en las inmediaciones del mar Muerto, que representan para Israel lo que la Gioconda para Francia. Le pregunto a Adolfo Roitman, su prestigioso curador, qué es lo más importante que ha deducido de estos textos y me sonríe cabalísticamente que: «el judaísmo cambió con los rabinos».

Deambulo sobrecogido en el museo del Holocausto por una genuina calle de adoquines de Varsovia, rodeado de rostros de niños que esperan horrorizados su muerte. ¿Qué ha hecho el pueblo judío para merecer esto? El Señor les aseguró la tierra prometida si permanecían fieles. Quizá no lo fueron, y en el año 76 se inició la segunda diáspora. Los emigrantes llegaban a sus destinos con una mochila difícil de integrar: un idioma propio y una religión distinta. Eran trabajadores aunque de «dura cerviz», como repiten los textos sagrados. Y sufrieron incomprensión y expulsiones.

Me encuentro en Cafarnaún, paseando por la orilla del lago Tiberiades, en un atardecer rosado. Abrumado por el volumen de información que me rodea, necesito encontrar una síntesis. Soy consciente de que aquí en 200 kilómetros a la redonda empezó todo. Abraham fue ungido como primer judío, Moisés portavoz de Dios, Mahoma subió desde la Roca Santa a los cielos, Jesús inició su vida pública. No se produjo todo de consuno. De Abraham a Moisés transcurrieron 14 generaciones, las mismas que de Moisés a David y de este a Jesús. En esos tres mil años, «los hebreos buscaron un dios, no una patria». ¿Era esa la síntesis de Roitman o la mía? Los hechos acaecidos fueron de tal trascendencia que dominarían la cultura universal. Jesús no era un rabino más. No venía a abolir la ley, sino a denunciar su inobservancia. Para millones de personas desde entonces, el Dios de la Biblia será el mismo que el del Nuevo Testamento y probablemente el mismo que escépticos como Einstein o Hawking habrán conocido. Pero si la síntesis de «un dios o una patria», alguna vez existió, iba a sustituirse por la de Jaim Weizmann, primer presidente de Israel: «¿Un hogar, no un refugio?».

En ese Israel, en el que se ampararon los judíos, es donde Ben Gurión en 1948 exhibió la Biblia como una escritura de propiedad: Israel había existido como tal hasta la segunda destrucción del Templo por los romanos. Desde entonces y hasta que finalizara el Mandato británico transcurrieron mil ochocientos años. Palestina nunca fue una tierra vacía, sino una sociedad árabe pacífica, que ponía en duda que aquellos hebreos que llegaban en oleadas desde todo el mundo, como el Paul Newman de la película «Éxodo», y que en algunos casos compraban sus tierras, compartieran genéticamente el linaje de las doce tribus que de allí partieron, inmortalizadas en las vidrieras de Chagall. El que los judíos apelaran a la Biblia como argumento ilustrado para su «expediente de dominio», quizá no fuera geográficamente riguroso, por lo que recurrieron a una colonización benévola que, como todas las habidas antes en la historia, resultó traumática.

Una colonización que a la vez que provoca inestabilidad exhibe un desarrollo histórico y tecnológico imparable. Mientras arqueólogos bíblicos investigan su pasado buscando el arca de la Alianza a treinta metros de profundidad en alguna cueva inhóspita de Jerusalén, en un Tel Aviv pujante, europeo y pleno de rascacielos Bauhaus, se anuncia que los coches eléctricos cargarán sus baterías con el roce del asfalto de sus calles.

La Sociedad de Naciones dictó en 1922 un laudo de reparto de territorios que los palestinos no asumieron e Israel, aprovechando sucesivos enfrentamientos, amplió sus fronteras. Para justificarlo, sus políticos más radicales olvidaron los dictados de la Biblia: «No defraudarás el derecho del emigrante» (Deuteronomio 24), negando a los palestinos la facultad de regresar a sus hogares, acogiéndose en su lugar al texto del Pentateuco: «Si al llegar no expulsáis a los habitantes del país, los que queden serán espinas». Números 33. En esta ácida dialéctica subyacen dos conceptos: sionismo y judaísmo, que no son sinónimos.

El primero es más limitado, define aquellos que desean que los judíos tengan un sitio donde cobijarse ajeno al lugar donde nacieron. Los judíos, sin embargo, pueden ser sionistas o no. Algunos rabinos egregios se opusieron a esta noción de Sión (una montaña cercana a Jerusalén) pensando que la idea de crear una patria judía podía interferir en el deseo bíblico de que vagaran de manera perpetua hasta la llegada del Mesías.

Hay algo de sobrenatural en esta diatriba que se nos escapa, e intuyo que el problema palestino no tiene solución. De hecho algunos presidentes americanos han estimado que la consolidación de Israel como nación para los judíos podría, según las profecías de Ezequiel y Juan adelantar un escenario apocalíptico. ¿Acaso Irán sería el Anticristo?

Pero entretanto, ¿qué era Israel? ¿Un hogar o un refugio? Para los sionistas un hogar de setenta nacionalidades, para los judíos no sionistas que preferían vivir sin sobresaltos la diáspora en París, Nueva York, o Londres, quizá sea un entrañable refugio donde adquirir, para el día de mañana, las tumbas del Valle de Josafat a precios de apartamentos en Manhattan.

La convivencia de judíos y palestinos no es sencilla. Concilia el intercambio de misiles, de vez en cuando, entre Hamás y el Ejercito israelí, con una vida pacífica que se desarrolla tanto en la capital filistea de Gaza, con altos niveles de paro, bulliciosos mercadillos, y elegantes avenidas grafiteadas por Banski, como en ciudades de Judea y Galilea -en la que también viven árabes israelitas- que disfrutan de un buen nivel de vida y, habida cuenta del número de sus orquestas sinfónicas, de un «violinista en el tejado».

Los milagros de la sociedad israelí actual, solo unida por la amenaza del enemigo común, no pretenden resolver los problemas del antaño evangélico -curar la lepra o resucitar lázaros- ni siquiera abordar si Israel es hogar o refugio. Se han focalizado en desarrollar la capacidad de innovación de su gente. Israel es el primer país del mundo en inversiones de capital riesgo per cápita. La iniciativa empresarial es su valor diferencial más importante. ¿Cómo se ha producido esto? Tal vez fue por el «maná», esa semilla de cilantro, con el gusto amargo del bedelio, que fue lo único que comieron los judíos durante cuarenta años por el desierto. O más bien se deba a que, por primera vez en su historia, se han centrado en lo que nunca antes pudieron hacer, porque no les dejaron o quizá por debatir demasiado; se han centrado en su futuro.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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