Cuando los partidos integrantes de la coalición de centroderecha en Italia consensuaron su programa de gobierno para las elecciones de septiembre de 2022, colocaron la migración en el centro del debate político. Con un discurso que prometía combatir las llegadas irregulares y gestionar de forma ordenada los flujos legales, el programa destacaba la necesidad de «defender las fronteras nacionales y europeas» en línea con el Pacto sobre Migración y Asilo de la Unión Europea. Entre las medidas propuestas figuraban el control de desembarcos, la cooperación con países del norte de África para combatir la trata de seres humanos y la creación de centros en territorios extraeuropeos para procesar solicitudes de acogida. Estas propuestas, aunque pragmáticas en apariencia, despertaron tanto elogios como críticas debido a sus posibles implicaciones en materia de derechos humanos.
La migración en Italia trasciende las políticas gubernamentales. La sociedad está dividida entre quienes consideran que los inmigrantes restan acceso a servicios y recursos esenciales y quienes los valoran como necesarios. Esta polarización no es casual. La inmigración figura entre las principales preocupaciones nacionales, con frecuencia vinculada a cuestiones de seguridad interna.
Con 59 millones de habitantes, Italia cuenta con aproximadamente cinco millones de residentes extranjeros (un 70% de ellos ciudadanos no comunitarios), el equivalente al 8,7% del total de la población según datos ISTAT (el 12,6% en el caso de España, según el INE). No obstante, la percepción social de la inmigración es significativamente más elevada, alcanzando un 31%. Este desfase entre realidad e imaginación distorsiona el debate público, alimentando un círculo vicioso de miedos y temores.
Esta sobrerrepresentación del fenómeno migratorio se explica, en gran medida, por la constante atención mediática al tema, la frecuente llegada de flujos migratorios irregulares y la visibilidad de ciertos colectivos más identificables. Incluso los descendientes de inmigrantes nacionalizados suelen ser percibidos como «extranjeros», especialmente cuando aspectos culturales visibles, como el uso del velo, refuerzan dicha percepción. El paisaje urbano también ha ido cambiando por la proliferación de negocios étnicos -carnicerías halal, puestos de kebab, tiendas chinas-, lo que contribuye a un sentimiento de saturación migratoria que puede generar tensiones.
Los conflictos de convivencia no solo se producen entre locales y extranjeros, sino también entre los propios migrantes, especialmente en sectores económicos precarios, donde la competencia es feroz. Todo esto alimenta una percepción generalizada de inseguridad y falta de integración. Estas inquietudes no carecen completamente de fundamento, ya que, en algunos casos, falta de integración e inseguridad son efectivamente palpables, especialmente entre determinados grupos de inmigrantes.
Pero el desafío migratorio no puede separarse del problema demográfico que enfrenta Italia. Desde 2008, el país registra índices de natalidad negativos, lo que ha llevado a algunos a considerar a los inmigrantes un pilar esencial para mantener la estabilidad poblacional. Esta interpretación resulta frágil. Un 30% de los menores extranjeros planea abandonar Italia al alcanzar la mayoría de edad, y los hijos de inmigrantes de segunda generación tienden a adoptar los mismos patrones de baja natalidad que el resto de la población. A este reto demográfico se añade el éxodo de jóvenes italianos altamente cualificados. Entre 2011 y 2023, cerca de 550.000 emigraron a otros países europeos en busca de mejores oportunidades laborales y educativas. Solo el 31% ha regresado, dejando un saldo neto de 377.000 emigrantes permanentes, el equivalente a vaciar una ciudad como Florencia. Este fenómeno empobrece el país, no solo demográfica sino también cultural, social y productivamente, ya que Italia no logra atraer talento extranjero en igual proporción: solo el 8,7% de los inmigrantes ocupados tienen empleos cualificados.
A pesar de las promesas electorales, en su primer año de Gobierno, Giorgia Meloni y su Ejecutivo no solo fueron incapaces de frenar las llegadas de migrantes irregulares por el Mediterráneo, sino que observaron un aumento considerable en comparación con el año anterior. De hecho, en 2023, alcanzaron las costas italianas 157.651 individuos, lo que supone un aumento significativo frente a los 105.131 registrados en 2022.
La situación dio un giro significativo durante el segundo año de mandato. En 2024, las llegadas disminuyeron un 58% en comparación con los 12 meses anteriores, reduciéndose a un total de 66.317 migrantes. La coalición de centroderecha no ha tardado en destacar que este descenso no solo impacta positivamente en la gestión interna, sino que también conlleva un beneficio humanitario: una menor cantidad de accidentes mortales en el Mediterráneo. Esta narrativa ha sido utilizada también para apelar a la seguridad ciudadana, enfatizando un dato relevante: los extranjeros constituyen el 35% de las personas detenidas en Italia, a pesar de representar solo el 9% de la población total.
La drástica disminución de llegadas de inmigrantes irregulares no fue casual, sino el resultado de políticas específicas y acuerdos diplomáticos internacionales dirigidos a países clave del norte de África, como Túnez y Libia.
Otras han sido controvertidas, como el protocolo de entendimiento con Albania, que propone trasladar la gestión de solicitudes de asilo a territorio albanés. Aunque este acuerdo ha sido objeto de críticas debido a sus implicaciones logísticas y legales, el Gobierno lo defiende como un mecanismo disuasorio para frenar las llegadas. Según las estimaciones gubernamentales, este enfoque desalentaría a muchos migrantes potenciales a arriesgarse en la peligrosa travesía por el Mediterráneo, dado que su destino final sería Albania, un país que aún no forma parte de la Unión Europea.
Uno de los pilares estratégicos de la Administración Meloni es el Plan Mattei para África, un proyecto de cooperación al desarrollo (aún en fase incipiente) que busca redefinir las relaciones entre Italia y el continente africano. El plan se articula en torno a seis sectores clave: sanidad, educación y formación, agricultura, agua, energía e infraestructuras. Su objetivo es doble: mejorar las condiciones de vida de la población africana en sus lugares de origen, evitando así la necesidad de emigrar y, al mismo tiempo, consolidar vínculos comerciales mutuamente beneficiosos y fortalecer la posición de Italia como socio estratégico en el Mediterráneo y como puente entre Europa y África.
Las políticas de contención migratoria del Gobierno de Giorgia Meloni han despertado interés más allá de sus círculos tradicionales. Figuras y líderes internacionales han mostrado curiosidad por sus propuestas. En septiembre de 2024, el laborista Keir Starmer, se reunió con la primera ministra italiana para analizar sus estrategias contra la inmigración irregular. Poco después, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, destacó el protocolo con Albania como un modelo que Europa podría replicar en otros contextos.
No obstante, las críticas no han tardado en llegar. Desde España, el presidente Pedro Sánchez ha cuestionado el enfoque de Meloni, subrayando las tensiones entre las prioridades nacionales y los valores europeos de derechos humanos y solidaridad internacional.
El debate sigue abierto. Las políticas migratorias italianas ponen de manifiesto las dificultades de equilibrar la seguridad, los desafíos demográficos y los valores humanitarios en un contexto político polarizado. Italia, como puente entre continentes, se encuentra en el epicentro de un dilema que trasciende fronteras: cómo gestionar la migración de manera efectiva sin comprometer los principios sobre los que se construyó Europa, pero sin dejar de reconocer la imposibilidad de ofrecer un futuro a quienes no cuentan con las condiciones necesarias para integrarse y prosperar.
Matteo Re es doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Universidad Rey Juan Carlos.