Italia y la tormenta Burian

Tal como estaba previsto, la semana pasada, la tormenta Burian descargó su furia sobre toda Europa. Desde el Báltico hasta los Pirineos, las temperaturas cayeron por debajo de cero grados. La nieve cayó en abundancia. Por desgracia, se dieron varios casos de congelación, a veces mortales. Hubo embotellamientos de tráfico en algunos lugares. Las comunicaciones ferroviarias sufrieron interrupciones parciales en la República Checa y Eslovenia. Pero Italia fue el único país que se paralizó totalmente por 10 centímetros de nieve. Colegios cerrados. Ministerios semidesiertos. Aeropuertos bloqueados. Trenes cancelados. La espina dorsal de la alta velocidad que conecta el país, anulada por un par de cambios de agujas estropeados en la estación Termini de Roma.

No es solo que hayamos hecho un papelón delante de todo el continente. No es solo la fotografía de lo mal preparada que está una Italia que aspira a ser una de las grandes potencias europeas. Es también, desde la perspectiva de Bruselas, la representación gráfica de un estado de disfunción que Europa lleva años pidiéndonos que corrijamos, siempre en vano.

Ahora se abrirán expedientes administrativos para investigar y desentrañar las responsabilidades directas de todo lo sucedido. Será interesante ver si llegan a identificar a algún culpable. Será instructivo observar si, después de tres o cuatro reformas sucesivas de la Administración Pública, será posible que esos culpables dimitan o sean despedidos sin que lo anule un tribunal administrativo regional.

Sin embargo, más allá de las responsabilidades individuales, la vorágine que ha enterrado el sistema italiano de transportes bajo 10 centímetros de nieve se llama competitividad. Un país que se deja paralizar por un fenómeno meteorológico previsto desde hace semanas es un país que claramente carece de los instrumentos necesarios para poder rivalizar en eficacia con los demás Estados que comparten nuestra moneda y que, por tanto, son nuestros competidores más directos.

Cada año, desde Bruselas, la Comisión Europea y el Consejo de ministros de la UE hacen una serie de recomendaciones a Italia sobre estrategias de política macroeconómica. Aparte de las peticiones habituales de reducir la deuda y el déficit, el requerimiento que se repite, más o menos con las mismas palabras, es que se restituya la competitividad del sistema estatal. Una competitividad que hoy es deficiente y que, según Bruselas, no depende tanto de la productividad de las empresas privadas ni de los niveles salariales como de la eficacia global de la Administración Pública.

En las últimas recomendaciones, de 2017, se lee: “Las condiciones marco de Italia, la Administración Pública y el contexto empresarial sufren todavía una serie de deficiencias estructurales. Unas deficiencias que siguen retrasando la aplicación de las reformas, disuaden a los inversores, crean incertidumbre y favorecen la búsqueda de rentas y privilegios”.

De acuerdo con el Índice de competitividad elaborado por el Foro Económico Mundial, Italia ocupa el puesto 43 de 137 países. Entre los de Europa Occidental, somos los últimos. Entre los contribuyentes netos al presupuesto de la UE, somos los últimos. Entre los miembros de la eurozona, solo tenemos por detrás a Chipre, Grecia, Eslovaquia y Letonia. Los 10 centímetros de nieve que han paralizado el país no son más que el papel tornasol que ha sacado a la luz una situación de ineficacia que abarca sectores tan dispares como los transportes, la administración de justicia, la fiscalidad, la enseñanza y la sanidad.

Hay otro papel tornasol que es tal vez más preocupante que las molestias provocadas por Burian: la rabiosa resignación con la que las han recibido los italianos. Es una señal de civismo, sin ninguna duda, que no hayan vuelto a extenderse las típicas quejas de “piove, governo ladro”. Pero es desalentador que la opinión pública de un país del G-8 considere casi normal que todo se paralice por unos pocos centímetros de nieve que, además, estaban sobradamente previstos. La rabia y la resignación son dos caras de la misma moneda, dos modos antitéticos de no afrontar los problemas para resolverlos. Son, si nos fijamos, los mismos sentimientos con los que, demasiado a menudo, escuchamos las recomendaciones de Europa, sin tomárnoslas verdaderamente en serio. “Unos sermones inútiles”, decía en tono irónico Luigi Einaudi hace 60 años. Mucha nieve ha caído desde entonces sobre nuestras vías. Y el país sigue sin reaccionar.

Andrea Bonanni es corresponsal senior para asuntos europeos de La Repubblica.

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