Izquierda/derecha

Uno de los enigmas que más intrigan al español de nuestros días es por qué la izquierda tiene muchas más dificultades en unirse que la derecha, lo que nos ha llevado al bloqueo del Gobierno. No es que en otros países haya sido fácil formar coaliciones de izquierda. Basta recordar las luchas de bolcheviques y mencheviques, de estalinistas y trotskistas, del «socialismo real» soviético y la socialdemocracia, «lacaya del capitalismo» como la llamaban los comunistas, con su secuela de asesinatos, purgas y gulags, para darse cuenta de una rivalidad a muerte. Lo que sorprende es que esa confrontación haya resurgido cuando se creía que, tras el desplome del Muro de Berlín, la socialdemocracia había copado el entero campo de la izquierda. Y resulta que no es así, que las viejas discrepancias persisten. Mientras en la derecha, su ala extrema, tocada por el nazismo, no ha logrado alcanzar el poder en ningún país, aunque en alguno le haya andado cerca. En España, a lo más que llega es a impedir que su centro gobierne, lo que la obliga a aceptar el compromiso.

Para explicar esa diferencia hay que remontarse a los orígenes de ambas ideologías, que son también formas de convivencia y de gobierno. Mientras el principal objetivo de la izquierda es lograr la igualdad de todos los ciudadanos, la derecha cifra sus esfuerzos en la libertad de los mismos. La igualdad es mucho más difícil dado que cada individuo es distinto a los demás. Y si se quiere ahormarlos a un modelo, tendrá que privárseles parcial o totalmente de su libertad. Ese es el drama de la izquierda, que ha intentado solucionar con todo tipo de ingeniería social, incluida la «creación del nuevo hombre soviético», el estajanovista, que producía más de lo que necesitaba para provecho del resto, y acabó en rotundo fracaso, como todas las utopías, y hace a la extrema izquierda heredera de las religiones, como demuestra que una de las primeras cosas que hace al llegar al poder es erradicar todas ellas, sean cristianas, mahometanas o budistas, para quitarse competencias. Podría incluso decirse que, tras haber matado a Dios, la extrema izquierda ha conservado abundantes signos y vocabulario de su liturgia: el «paraíso del proletariado», el «asalto al cielo», los «desviacionistas» o herejes, el «culto al líder» o Papa, aparte de la principal coartada de un comunista cuando se le reprochan la falta de libertades y el progreso material en sus regímenes. Su respuesta suele ser: «Es que aún no han implantado el verdadero comunismo», que recuerda la disculpa de los cristianos a las injusticias y calamidades en su comunidad: «Es que no practican el verdadero cristianismo». Pero resulta que el cristianismo no promete el paraíso en la Tierra, como hace la extrema izquierda, ni garantiza la justicia. Simplemente, se limita a señalar unas normas que, de cumplirse, aseguran la gloria eterna, pero en el otro mundo, no en éste, algo muy distinto.

En cambio, la distancia entre la derecha y la religión, contra lo que suele creerse y afirmarse, es bastante mayor. En la inmensa mayoría de los países cristianos, la religión ha pasado a ser asunto privado, no político, aunque los diez Mandamientos que Dios dio a Moisés en el monte Sinaí están más o menos incluidos en los códigos civiles de todos ellos. Que se cumplan o no depende ya de cada uno. Es verdad que la extrema derecha tiende a incluirlos en el Código Penal, como estuvieron durante siglos, pero poco a poco se han ido convirtiendo en normas morales más que penales. Podrá discutirse si ha sido bueno o malo para el conjunto de la sociedad, pero de lo que no cabe duda es de que vamos hacia una sociedad donde el individuo adquiere un protagonismo cada vez mayor, lo que le ofrece posibilidades mucho más amplias, con todos los riesgos que ello trae consigo. Pero que nos ha traído progreso material lo demuestra que nuestra vida es mucho más cómoda que la de nuestros padres, por no decir ya la de nuestros abuelos, aunque debemos tener cuidado que esa misma comodidad no nos juegue la mala pasada de creer que todo es gratis, cuando no lo es. There is no free lunch, no hay almuerzo gratis, dice el refrán norteamericano. Las consecuencias están a la vista: cada vez hay más ciudadanos de plenos derechos y obligaciones. Lo que significa que es responsable de lo que hace o deja de hacer debiendo hacerlo. Así que nadie se queje si se le piden cuentas aquí abajo, no en el cielo.

Volviendo a la pregunta del principio, que la derecha se haya ido adaptando a la marcha de los tiempos, permite entenderse a sus distintas variedades mucho más fácilmente que la izquierda, anclada al pasado en muchos aspectos. Que Iglesias nos salga con citas de Marx que Felipe González envió a las bibliotecas, es como si Casado nos citara a Donoso Cortés. Ya sé que hay quien lo hace, pero se arriesga a que no le entiendan y si no se entiende a alguien, se descarta. Estamos a punto de terminar la segunda década del siglo XXI y bastantes de nuestros políticos no se han enterado de los enormes cambios ocurridos en el mundo a lomos de la informática, cuyo impacto en todos los órdenes individuales y nacionales va a ser incluso mayor que el que trajo la imprenta. Y si los españoles no nos preparamos para ello, como nos ocurrió con la revolución industrial, nuestro futuro es negro. Hay que revisar conceptos como democracia, gobierno, partidos y pueblo, así como comportamientos no sólo de los políticos, sino también de los ciudadanos, tan culpables como ellos. Por lo pronto, hay que advertir que la democracia, no garantiza el buen gobierno. Garantiza la convivencia siempre que se respeten las leyes que se han dado. Lo que quiere decir que una democracia en la que existen sólo derechos y no deberes no lo es, lo que hizo decir a Goethe, que vivió y vio con sus ojos de águila uno de los periodos más turbulentos de la historia, «prefiero la injusticia al desorden», al ser la injusticia individual, mientras el desorden es colectivo y sufren todos, especialmente los más débiles. «¡Oh libertad, exclamaba camino de la guillotina Madame Roland, en cuyos salones se fraguó la Revolución Francesa, cuántos crímenes de cometen en tu nombre!». También los políticos tienen que cambiar. El mandato que reciben no es un cheque en blanco que les convierte en la nueva clase que dispone a su antojo de la vida y hacienda de los ciudadanos, sino que tienen la obligación de buscar el bien común, no el de su partido ni el propio. Por último, los ciudadanos no podemos reclamar derechos si no estamos dispuestos a cumplir nuestras obligaciones. Y nos equivocamos muchas veces, las últimas no hace falta que se las indique por estar sufriéndolas. Si no aprendemos de nuestros errores, nunca los corregiremos y el mayor de todos puede ser creer a quienes nos prometen progreso, justicia, felicidad sin esfuerzo.

Dicho esto, Pedro Sánchez parece tener razón al no admitir en su gabinete a Pablo Iglesias, que nos llevaría al desastre. Pero el problema es Sánchez: ¿puede confiarse en alguien que ha reducido su programa de gobierno a alcanzar la Presidencia y mantenerse en ella a cualquier precio, no importa que mienta como respira y se alíe con los enemigos de España, como ha demostrado sin rebozo a lo largo de su carrera política, la última, en Navarra?

José María Carrascal, periodista.

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