Izquierda e Islam

Hace unos meses, me preguntaban en una prestigiosa revista francesa de pensamiento acerca de la correlación entre relativización del carácter paradisíaco y exquisito de Al-Andalus –y por ende modelo para el presente en el trato a inmigrantes– y posiciones políticas españolas ultraderechistas, fascistas y, en suma, franquistas. Sintetizando: la derecha española sería antiárabe y antiislámica, en tanto la izquierda asumiría, como factor progresista, la entrada masiva de musulmanes y sustentaría esa postura apadrinando la maniobra en todos los ámbitos (político, informativo, asistencial), incluido el ideológico, con mucha indiferencia, o apoyo, en asuntos clave como el papel de la mujer o el derecho familiar, terrenos en los que el feminismo «de izquierda» brilla refulgente por su ausencia: los derechos humanos aplicados con riguroso criterio selectivo, según de quién se hable, catecismo básico ineludible de todo multiculti, si quiere prosperar.

Izquierda e IslamLa primera reflexión que me vino a las mientes fue la tan sabida permanencia victoriosa de los estereotipos, en blanco y negro, sobre nuestro país, con el añadido político del recuerdo del franquismo, que sirve siempre para un roto o un descosido y evita la funesta manía de pensar o el esfuerzo de informarse. La segunda idea fue responder que el principal mantenedor histórico (con matices, que aquí no podemos desarrollar) de tal relativización –don Claudio Sánchez Albornoz– fue presidente de la República Española en el exilio entre 1962 y 1971, lo cual no parece abonar su catalogación como «franquista». Ni la de sus estudios y análisis de historiador, discutibles en algún capítulo pero, en todo caso, serios y honrados, aunque no haya faltado algún cantamañanas anglosajón (Montgomery Watt) que, transido de amor islámico, llegó a tacharle de «nazi», adelantándose en cincuenta años a la moda actual de descalificar a cualquiera con ese término, porque –aquí y ahora– también tenemos lumbreras similares al escocés: quien no trague sus ruedas de molino sobre las excelencias de Al-Andalus es un fascista. En honor a la verdad, debo agregar que la revista francesa publicó íntegra mi respuesta, pese a quedar al descubierto lo absurdo de la pregunta. También añadí –y lo reprodujeron– que esta adjudicación de omnipresencia e intervencionismo de Franco en todos los aspectos de la sociedad, la vida y el pensamiento de España desde 1939 sirve para sobredimensionarlo y mantenerle de referencia continua mucho después de muerto, lo cual no se corresponde con la realidad que conocemos y vivíamos.

Pero volvamos a los moros. Desde principios de los Noventa, la izquierda hispana dio un viraje de 180º respecto a los árabes y el islam. Por seguidismo tras sus compadres europeos a quienes siempre han reverenciado; por oportunismo entreverado de tiernos impulsos buenistas; o por la simple ignorancia que ostenta en cuanto no sea doméstico y pastueño. Viró. Nos lo revive la verdadera memoria individual de quienes andábamos por aquellos pagos, con su correspondiente imaginario/bestiario colectivo; lo demuestra la hemeroteca de manera cruel; y, sobre todo, los sagrados textos conservados, el manantial de aguas puras del cual, con tanto fervor y fe, abreva la izquierda actual, los papeles de la guerra, luz y guía de extraviados, faro de reconstructores de esa hemipléjica Memoria Histórica a la que tanto quieren y tanto deben y que Mariano Rajoy no derogó.

La propaganda del Frente Popular, desde los comienzos, pulsó la tecla de la hostilidad y antipatía presente sin ambages en los sentimientos populares hacia los moros, desde el tiempo de los moriscos y su connivencia con la piratería en el Mediterráneo, las guerras de África y, por supuesto, «los moros que trajo Franco». Estado de ánimo que perduró hasta esos años Noventa. El manifiesto del Partido Comunista (18 agosto 1936) lo dejaba bien claro: «…abrieron las puertas de España al agareno que ambicionaba poseer nuestras huertas feraces, nuestras ricas montañas, nuestra tierra incomparable, que deseaba gozar la belleza de nuestras mujeres. Al cabo de varios siglos, se repite su traición [de don Julián]; curas y aristócratas, generales cobardes y señoritos fascistas, sacan de lo hondo de las cabilas más feroces del Rif, los hombres de más bestiales instintos, a los que traen a España a pelear prometiéndoles toda clase de botín. Violaciones, asesinatos, robos; todo se les consiente. Los que se llaman patriotas ríen bestialmente cuando ven a las mujeres de las ciudades y a las hermosas campesinas entregadas a la lujuria y a los bestiales instintos de moros mercenarios». Me pregunto qué xenófobo europeo actual se atrevería a decir otro tanto. Y la Pasionaria metía la cuchara en su mejor estilo: «Morisma salvaje, borracha de sensualidad, que se vierte en horrendas violaciones de nuestras muchachas, de nuestras mujeres, en los pueblos que han sido hollados por la pezuña fascista (…) moros traídos de los aduares marroquíes, de lo más incivilizado de los poblados y peñascales rifeños».

No era una reacción ocasional provocada por la Guerra Civil: estaba en perfecta consonancia con la actitud –y la política– de la izquierda europea del tiempo, gobernante, por ejemplo, en Francia. Leon Blum (socialista) y Maurice Thorez (comunista) eran grandes defensores y voceros del colonialismo francés en el Magreb. Y como tales siguieron fungiendo después de la II Guerra Mundial: las terribles matanzas –con cañón y ametralladora para reprimir manifestaciones– del 8 de mayo de 1945 (más de treinta mil muertos) en Sétif, Tizi-Ouzou, Bory Bu ‘Arreriy, Constantina, sólo tuvieron el comentario de socialistas y comunistas franceses con la eterna cantaleta: agentes nazis eran los únicos responsables. Eso en el día en que Alemania estaba firmando su rendición incondicional.

En el otro extremo, ya durante la Guerra Civil, el Alto Comisario Beigbeder había desarrollado una política de atracción de los marroquíes que perduró después de la independencia de Marruecos en forma de declaraciones retóricas y de las ayudas al alcance de la España del tiempo; y llegando a generar la corriente Africanista, una variante no del todo desdeñable de los Estudios Árabes; también dieron origen a un fantástico Al-Andalus de guardarropía en el que se mezclaban los caireles de la Faraona, azulejería nazarí a destiempo y muchos puntos suspensivos tras insinuar que esto y aquello era «cosa de los moros», las bases perfectas para los dislates actuales, retomados por el Partido Andalucista y el PSOE pero empezados en el franquismo.

Mientras, la izquierda se encastillaba en la inercia y la rutina hostil ya señalada. Así llegamos a los Noventa y a nuestra contemporaneidad inmediata, cuando Santiago Carrillo –cuya clarividencia para los análisis políticos se ha magnificado hasta extremos grotescos– auguraba muy serio que los inmigrantes musulmanes constituirían el nuevo proletariado, puesto que la izquierda se había quedado sin clase obrera a la que echar a las calles para armar bronca, por el progreso económico general. Y en eso siguen la izquierda y los separatistas catalanes, persuadidos –me temo que persuadidos de verdad– de que los inmigrantes no tienen otro sueño sino la independencia de Cataluña o acabar con la propiedad privada. Esto les pasa por descreídos, por haber perdido la fe en Santa Lucía, patrona de ciegos y cortos de vista.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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